miércoles, 19 de diciembre de 2012

Incidente en el autobús



Subí en mi parada habitual, a la hora de siempre.

Está al principio de línea y es fácil sentarse. Luego el autobús se llena rápidamente y la gente empieza a apelotonarse riñendo por un asiento.

Como todos los días busqué sitio cerca de la puerta de salida. Yo me bajo en el centro y allí llega el autobús abarrotado. Si te pilla la parada en los pasillos tienes que movilizar a todos los viajeros, abrirte paso entre empujones y disculpas hasta la puerta, algo que me incomoda sobremanera.

Iba, pues, plácidamente sentado. La mañana era luminosa, alegre, lucía un sol esplendoroso caldeando con sus rayos el ambiente primaveral. Me proponía dar un paseo, para serenar mi espíritu, desde la plaza donde me dejaba el autobús, hasta el parque, siguiendo el curso del río, aguas abajo.

Atrás fueron quedando los bulevares amorfos de la ciudad moderna mientras el autobús brujuleaba por calles cada vez más estrechas, llenas de coches aparcados y bicicletas disputando un palmo de acera a los peatones.

Cuando arrancó el autobús de la parada anterior a la mía, me levanté. Frente a mí tenía a una señora de edad mediana que acababa de subir. Esbocé una de esas sonrisas de comprensión con que pretendemos disculparnos sin haber motivo para ello indicándole con un movimiento de cabeza el asiento que dejaba vacío.

- ¡Oh, no, caballero! No lo permitiré. Siga usted sentado-, y apoyó una mano en mi hombro empujándome contra el asiento.

- Señora, yo…- empecé a decir.

- Ni por asomo-, insistió ella-. Quedo agradecida pero el asiento es suyo.

Y me presionó de nuevo en el hombro. El autobús había llegado a mi parada. Las puertas estaban abiertas y yo aprisionado entre la butaca de plástico y el prominente vientre de la pasajera. Fue entonces cuando advertí que se hallaba en estado de buena esperanza, aunque aún no muy avanzado. En esta tesitura dudaba si alzarme y empujar a la mujer para abrirme paso hacia la puerta, lo que podría ser considerado como una descortesía, o explicar los motivos por los que deseaba levantarme, pero para entonces ya se había puesto en marcha el autobús.

Azorado por las circunstancias volví a insistir: Si me permite señora…

- No, no le permito y debería ser menos machista-, fue la contundente respuesta.

¿Machista? ¿Por qué? ¿Qué había hecho para merecer semejante consideración? Varias mujeres de la más variopinta condición se habían arremolinado en torno a nosotros. Una mascaba chicle, marcando mucho las mandíbulas, mientras me dirigía una mirada de enojo. Otra que taponaba con su colosal humanidad la totalidad del pasillo refunfuñaba algo por lo bajo y hacía gestos hostiles en mi dirección en tanto media docena más apoyaban con gestos y murmullos a la embarazada.

- Si me dejan explicarme…-, me atreví a insinuar.

- Son todos iguales-, exclamó la masticadora de chicle-. Piensan que pueden humillarnos con sus favores. ¡Cómo si no tuviéramos dignidad!

E hinchó una enorme pompa que le estalló sobre la nariz.

La señora gorda se removió entonces tratando de escapar de las barras que la aprisionaban, alborotando todo el autobús. Al fin pareció encontrar acomodó para dirigirme una perorata incomprensible. Hablaba con ahogo, se le escapaba el aire por los dientes ralos y jadeaba al final de cada frase como si fuese a expirar en brazos de las demás mujeres.

- ¿Le gustaría, caballero, caso de ser usted el embarazado que, por el solo hecho de serlo, se le ofreciese asiento como si estuviera impedido?-, dijo sosegándose un tanto para que se la entendiera. Luego se volvió a la embarazada para continuar: Sí, hija, sí, piensan los hombres que si estamos embarazadas no servimos para nada y hemos de quedarnos en casa inútiles y desvalidas.

Un coro de voces se alzó apoyando sus palabras, mientras me zahería a degüello y daba muchas razones por las que debía callarme, abrir la boca sólo cuando debiera y no dejar en tan mal lugar a una mujer por el mero hecho de hallarse en estado quién sabe por qué hombre, que esa era otra historia pues a lo mejor había que mirar en ello y averiguar si no era una preñez forzada.

Traté de defenderme alegando inocencia, pues si alguna persona había allí, en aquel instante, verdaderamente embarazada, era yo por mi mala suerte, pero se alzó el grupo de voces femeninas protestando y hasta una pandilla de chicas jóvenes, al fondo del autobús, pidió al conductor que parase y me obligara a bajar, pues no les era cómodo a ninguna de las mujeres presentes ir en compañía de un hombre que albergaba semejantes sentimientos hacia ellas.

- ¡Qué más quisiera que poder bajar!-, pensaba yo en mi ánimo viendo cómo el autobús se alejaba del centro y entraba en los sórdidos suburbios del extremo opuesto de la ciudad, siendo inútil cualquier intento de levantarme del asiento aunque fuera eso lo que pedían ya todas las mujeres e incluso algunos hombres que se les habían unido en sus demandas y me echaban en cara el flaco favor que, con mi actitud, estaba haciendo al colectivo varonil.

Cuando llegamos al final de línea me sentía abrumado, trémulo, perdido, desbordado por un súbito desconcierto. Me hundí en el asiento mientras los viajeros desalojaban el autobús entre miradas torvas, ademanes despectivos y alguna obscenidad. Fue el conductor quien me advirtió de la última parada.

Bajé. Traté de orientarme en aquellas callejuelas desconocidas y empecé a andar.

Nunca he vuelto a tomar un autobús.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Tizona



Las estrellas se estremecen bajo el relente.
Todo duerme. Duerme la noche al abrigo de una luna entreverada por las nubes. Duerme el monasterio tras la seguridad de sus muros, arropado por frailunos ronquidos que se escapan de las celdas. Y duermen las niñas María y Cristina ajenas a la tragedia del adiós.
Sólo Jimena vela la ausencia del hombre que la arrebató un día de sus montañas para darle nobleza en la áspera Castilla. Espera asomada a la ventana de un torreón musgoso aguzando el oído que le anuncie el galope nervioso de Babieca.
Espera abrazada a Tizona y sonríe el olvido del guerrero.

. . . . .           . . . . .           . . . . .

A orillas del Arlanzón, sesenta lanzas, las mejores de Castilla, esperan la llegada del día para marchar a tierras hostiles. Rodrigo pasea nervioso por la glera mientras ordena guardias y dispone vigías. Algo se le escapa en aquella noche nacida para el olvido. Y de pronto se apercibe de la causa. Ha echado mano al costado y no topa empuñadura.
- ¡Presto! ¡Babieca!-, ordena.
Sin gualdrapa ni jaeces, sólo con bridón y silla, aguija a Babieca hacia Cardeña. Pretexta la espada, pero el motivo es la desazón de su última noche en Castilla. Y la noche se hace cómplice de cabalgadas, sombras y susurros sin mengua de tan grande honor.

. . . . .           . . . . .           . . . . .

Al alba, regresa resplandeciente con la Tizona al costado.

Batalla



El contrincante es joven y tiene el vigor de los cortos años, pero el brazo de Ruy Díaz está bregado en cien batallas y lo humilla.
A punto de descargar el golpe decisivo queda al descubierto el rostro del sarraceno. Más que joven, es un niño. Moreno, ojos despiertos, sin barba aún que mesarse.
El Campeador amaga recuerdos: Diego, Consuegra…
Mira en torno suyo, toma un caballo de crines ensangrentadas y ayuda a montar al muchacho. Lo aguija, luego, con el hierro y espera hasta verlos perderse en la lejanía.
No ha tiempo para más. Una cimitarra enemiga le reclama.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Una jornada mas



Camina al socaire de las sombras que proyectan ángulos de inseguridad contra los muros. Es el barrio, su barrio, lo conoce como la palma de la mano pero no puede evitar un escalofrío medroso cada madrugada, camino de casa. Las farolas sucias y destrozadas por el rozar de viandantes, orinar de perros y pedradas de críos apenas bastan a romper la oscuridad de las aceras.
Viene de lejos, del otro extremo de la ciudad, de allí donde las fábricas se levantan con amenaza de humos y tufaradas. Se ha pasado buena parte de la noche limpiando orines, desatascando lavabos y fregando suciedades en uno de los inmensos tinglados. De regreso a casa, al pasar por el centro, ha saludado a dos jardineros que regaban los parterres y a los empleados del camión de basuras en retirada, con la carga del último contenedor a cuestas. Pero ha llegado aquí, a su barrio, y el miedo se ha apoderado de ella.
Nunca le ha sucedido nada, pero algún día… La penumbra cárdena del amanecer empieza a golpear el horizonte. Unos pasos sospechosos marcan los adoquines al ritmo de sus propios pasos. La respiración se le hace más agitada, siente húmedas las manos de ese sudor frío síntoma del pánico, y se detiene. Los pasos se acercan, la rebasan y oye que la saludan:
- Buenas noches, Pascuala… o días.
Es la voz aguardentosa e insegura de Pacorro, un hombre de edad indefinida, barba boscosa, prieta, que se le hace una con la maraña grasienta del pelo. Cerró hace tiempo la última taberna, pero ha andado de aquí para allá buscando otro vaso de vino agriado, y ahora se retira también a casa. 
Pascuala respira hondo y, de momento, se siente reconfortada. Hoy ha sido Pacorro, pero algún día será un indeseable, un drogadicto, un desconocido quien la aborde y exija las menguadas monedas que necesita para de dar de comer a sus hijos. Y acelera el paso hacia las míseras casuchas que se perfilan contra las primeras luces del día.
Empuja la puerta de la calle y, entonces, de un rincón donde las sombras han empezado a desvanecerse, salta un bulto sobre ella. Lanza un grito de espanto y trata de defenderse a puñadas Unas manos firmes, como de acero, la sujetan con fuerza y oye la voz grave y destrozada del hombre:
- Perdona, Pascuala, soy yo. No te había conocido.
Impenitente zarrapastroso, el “Lamias” vive de la miseria que consigue de bolsillos tan míseros como el suyo. Va a salto de mata, amedrenta a quien puede con su aspecto descuidado y algo feroz, pero respeta a los vecinos, y Pascuala es vecina y amiga.
- Perdona, Pascuala, perdona.
Y vuelve a ocultarse en la oscuridad del rincón.
Cuando entra en casa se dirige a la habitación de los niños. Abre la puerta con mucho cuidado. Deja pasar el rayo de luz que llega desde la bombilla del pasillo. En las literas se desperezan, con aires de galbana, dos muchachotes fuertes y hermosos a punto de abandonar la pubertad. Pascuala les estampa un beso en la frente y tira fuera las sábanas animándolos a levantarse. Mientras se lavan les prepara un desayuno frugal y el pequeño bocadillo que comerán a media mañana durante el recreo. Luego, mientras se toman la leche, ellos le muestran los trabajos del colegio, le hablan de la nueva profesora y de que el director del colegio se ha accidentado al golpearse contra la puerta de cristal de la biblioteca, y del nuevo compañero que apenas habla español porque es de un país con un nombre muy raro, y…
Pascuala los oye mientras zarcea en el fregadero con los cacharros de la cena y asiente, de vez en cuando, dando a entender que los escucha y se interesa por lo que le dicen. A veces hablan los dos a la vez y no entiende a ninguno, pero ella sigue asintiendo y sonriéndoles sin dejar el fregado.
- Vamos no os durmáis o llegaréis tarde.
Y les da un beso en la mejilla, en el cogote, a veces al aire, mientras corren escaleras abajo.
Tiene la casa como una patena, o lo procura, y sopas podrían comerse en el suelo, aunque lo suyo le cuesta. El sueño le cierra los ojos pero aún ha de lavar la ropa amontonada en el barreño y, luego, repasar las rodilleras de esos pantalones que se clarean y poner coderas a la chaqueta del mayor y buscar los calcetines a rayas del pequeño, misteriosamente desaparecidos ayer, y dejar preparada la cena para la noche que los niños, comer, lo harán en el colegio, y...
También deberá pensar un poco en ella, en el trabajo de la fábrica cada vez más inseguro, en las noticias del sindicato sobre la inminente huelga, en la escasez y en tantas y tantas cosas motivo de cavilaciones y desasosiegos. Pero ahora no tiene tiempo, por eso lo hará en la cama, cuando se acueste, a mediodía, si el sueño no la vence antes y cae rendida de bruces sobre la mesa como tantas otras veces.
U otro día cuando las cosas se tranquilicen, el trabajo lo tenga asegurado y los del sindicato se dejen de bravuconadas y enfrentamientos. Otro día cuando sienta los brazos y las piernas, y se le vaya el dolor de cintura, y no le duela la cabeza, ni le amenacen, cada madrugada, los miedos de aquel barrio hostil. Otro día… 

lunes, 8 de octubre de 2012

Un crucero por el Rhin (II)



Y este sí es el relato del crucero por el Rhin. El gran padre Rhin es reverenciado por los alemanes como fuente de riqueza, vía de comunicaciones y escaparate del país. Este año anda escaso de caudal. La pertinaz sequía que asola buena parte de Europa alarga hasta aquí sus tentáculos.
El crucero fluvial no tiene nada que ver con los grandes cruceros  marítimos. Aquí todo es pequeño, minúsculo, en comparación con aquellos. Nuestro barco, el Swiss Crown, era un paquebote de 110 metros de eslora, 14 de manga y apenas dos metros de calado, con capacidad máxima para 150 personas.
El personal de servicio, un maremágnum de nacionalidades, se defendía como gato panza arriba tratando de hacerse entender en español. Atento a cualquier contingencia me pareció demasiado servil en el momento de recibirnos a bordo haciendo pasillo en dos filas perfectamente uniformadas y saludando a la usanza oriental con repetidas flexiones de cintura. Semejante recibimiento me hizo temer lo peor, pero me equivoqué. Quien haya viajado (especialmente en viajes organizados para la tercera edad) tendrá la desagradable experiencia de ser perseguido y casi obligado a divertirse según cánones preestablecidos que maldita la gracia que tienen en la mayoría de los casos. Pero, como digo, estaba equivocado: en los ocho días tuvimos libertad total para elegir a dónde ir y cómo pasar el tiempo.
La comida alemana es excelente. A este respecto hay dos tópicos: la cerveza y las salchichas. Del primero debo proclamar su veracidad. La cerveza es la bebida nacional y con mucho orgullo pueden alardear de ella. Bebí cerveza hasta hartarme, recia y suave, clara y oscura sin llegar al negro. Las salchichas son otra cosa. Creo que la salchicha es a Alemania lo que la paella a España. El extranjero que llega aquí piensa que encontrará paella en cualquier sidrería asturiana, asador castellano o tasca vasca. Pues lo mismo sucede allí con las salchichas. De hecho sólo las probé en una cena dedicada a la noche bávara y, en honor a la verdad, debo decir que prefiero la otra comida, la habitual, abundante, sabrosa, bien cocinada y en nada desmerecedora de la mediterránea.
  En este viaje fueron de destacar los guías, un grupo de jóvenes de ambos sexos perfectamente preparados para su labor. Conocían la historia, cultura, costumbres y geografía del país y muy especialmente de las ciudades que visitamos y eran capaces de contestar a cualquier cuestión que se les plantease. De su mano hicimos un recorrido muy de agradecer.
Las ciudades, cuidadas y pensadas para el disfrute ciudadano, con grandes espacios peatonales, me agradaron en general. Con la salvedad de Bonn. Medio siglo de ostentar la capitalidad de Alemania no le han despojado de su aire pueblerino y mediocre, aunque se salva su Museo de la Historia, una representación vívida de los horrores del nazismo y del holocausto judío que no pueden dejar a nadie indiferente.
Tanto el gótico como el románico alcanzan en Alemania un esplendor difícilmente igualable. Es admirable el románico renano de la iglesia de San Martín, en Colonia, o de las no menos impresionantes catedrales de Espira, Worms y Maguncia
Catedral protestante de Espira.
El gótico, denominación peyorativa en sus orígenes, en contraposición con el clasicismo romano, es la sublimación del arte y en Alemania esa sublimación se hace excelsa. Debido a los sucesivos expolios y destrucciones de su patrimonio, muchos de los monumentos han tenido que ser reconstruidos cuando no levantados desde los cimientos copiando al original. Por ello el arte escultórico alemán carece, por lo general, de la frescura y vivacidad de la imaginería que estamos acostumbrados a ver en nuestras catedrales y especialmente en la de Burgos.
Pero los muros de sus iglesias y catedrales se elevan al cielo en un canto de belleza inigualable. Impresionantes, en arte gótico, la segunda catedral de Espira, abierta al culto protestante, y la de Estrasburgo, a mi juicio, las mejores construcciones góticas que vi en mi viaje (recuerdo que aunque Estrasburgo sea hoy ciudad francesa, perteneció durante siglos al imperio alemán). A continuación coloco la catedral de Colonia. No diré que me desilusionó, pero no estuvo a la altura de las expectativas que me había hecho, quizá por los muchos retoques, restauraciones y arreglos que ha debido de sufrir, así como por el poco cuidado tenido al levantar, aledaño a sus muros, un deplorable cubo para bajar al metropolitano y otro no menos antiestético donde se ubican los mingitorios públicos, prácticamente abrazados ambos a los muros catedralicios. El buen gusto y la belleza se pierden en ese punto.
La catedral de Colonia, famosa por sus torres, no lo es menos por guardar las supuestas reliquias de los Magos de Oriente. Pero no parecen sus habitantes muy ufanos de ellas. Casi olvidadas, hay que preguntar una y otra vez por la urna que guarda los restos de aquellos reyes, magos o astrólogos que visitaron Belén hace 2.000 años. ¿Andarán temerosos de resucitar los viejos fantasmas de la falsificación y comercio de reliquias que fueron uno de los detonantes de la ruptura luterana?


Monumento a Lutero en Worms.
Visitando Worms, la ciudad de los Nibelungos, la ciudad donde Lutero fue condenado al destierro, recordé viejas consignas de mis años de estudiante. Martín Lutero, un oscuro fraile resentido, tras colgar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, predicó la herejía y se separó de la obediencia del Papa para dar rienda suelta a sus lúbricas relaciones con una monja.
La verdad fue muy otra. Lutero se alzó contra la corrupción que enfangaba la Iglesia de Roma y predicó contra la simonía y el nepotismo que esclavizaba la fe de los creyentes y esquilmaba sus escuálidas bolsas con promesas de salvación eterna a cambio de dinero. El monumento a la Reforma en una amplia plaza de la ciudad de Worms recuerda la historia con fidelidad. El monje agustino es el personaje central. A su alrededor escenas, cartelas y personajes varios recuperan la memoria de las circunstancias en que se produjo el mayor cisma que ha conocido el cristianismo.
Pero hoy cristianos y protestantes viven en perfecta comunión, incluso en ocasiones comparten iglesia para sus cultos. Aunque debo apuntar que existe un sano pique entre ambas confesiones y si una iglesia católica toca a misa, no tarda la protestante en llamar también a oficios, y cuando en aquella se reza el rosario, esta prepara un sermón.

Continuando con el crucero dejaré constancia de dos momentos inolvidables. El primero fue el ascenso del Rhin mientras inundaban las salas del paquebote los sones de esa maravilla musical, Patrimonio Documental de la Humanidad, que es la Novena Sinfonía del genial sordo, Ludwig van Beethoven.

El segundo, el paso por las esclusas que permiten salvar bajíos y desniveles en la confluencia del Rhin y la Mosela. En estas aguas nos acompañaron con frecuencia manadas de elegantes cisnes mecidos por el oleaje tímido de la estela que dejaba el barco. También abundaban los patos y alguna vez se dejaba ver una pareja de garzas curiosas.

En las laderas orientadas al sur la tierra salvaje ha sido roturada y abre al sol surcos interminables de viñas. Son tierras frías pero adaptadas con mimo para recibir la máxima insolación y aun los lugareños saben robar al suelo su energía con la colocación de pizarras que durante la noche desprenden el calor acumulado. De aquí salen los caldos del Rhin y los afamados Moselas. Pero no nos engañemos, lo suyo es la cerveza.
Quiero terminar este corto relato con una curiosidad que la tradición ubica en la ciudad de Estrasburgo. Quizá alguien haya oído mentar las cigüeñas de Estrasburgo. La ciudad es pródiga en nidos de estas zancudas y parece que sus habitantes defienden a machamartillo que el origen parisino de los bebés es totalmente falso. Los niños vienen de Estrasburgo o, al menos, eso dicen por allá.
Es cierto y probado el medio infalible que tienen los habitantes de Estrasburgo para llamar a la cigüeña y lo cuento aquí. Cuando hombre y mujer han decidido ser padres dejan en el balcón, al relente, un terrón de azúcar. Esa noche vendrá la cigüeña y se comerá el azúcar. Después comenzará un largo, larguísimo viaje, visitando lugares que la imaginación más desbordada no podría suponer. Sobrevolará tierras donde moran dioses, espíritus y genios; espacios en descomposición permanente y creación continua; mundos habitados por criaturas sin forma flotando en esferas de luz. Allí está el germen de la vida. Ella lo toma en su pico y regresa. El viaje ha durado nueve meses, pero no ha sido en vano y hombres y mujeres se regocijan con su vuelta.



miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un crucero por el Rhin (I)



Durante la primera quincena de septiembre me desmelené por unos días. Antes de que la pandilla de ineptos que nos gobiernan terminen de arruinarme-, pensé-, me gasto los cuatro euros que me quedan en disfrutar de la vida. Y me enganché en un crucero por el Rhin.
Empezaré por decir que en Alemania se habla un idioma ininteligible. Es la primera impresión que se percibe al poner los pies en tierra y, aunque podría parecer una observación baladí, merece un punto de reflexión pues podría ser esta la razón de la falta de entendimiento entre la canciller alemana y el resto de dirigentes comunitarios.
¡Por favor, no entrar!
También es notorio que en Alemania no se pide, ruega o solicita. En Alemania se ordena y exige. Al menos eso se desprende del diálogo duro y enérgico que se oye por las calles y viene a confirmarlo el hecho de que la mayoría de letreros informativos estén plagados de signos de admiración.
Pero esta realidad no es, en modo alguno, peyorativa. La idiosincrasia alemana ha convertido el país en una potente máquina capaz de sacarla de cualquier atolladero. Destruida desde sus cimientos tras la segunda guerra mundial, supo renacer como Ave Fénix y tras la disolución de la Unión Soviética absorbió la pesada carga de una Alemania oriental descapitalizada y mísera.
Hacer un estudio comparativo entre Alemania y España sería un trabajo arduo que escapa a mis posibilidades por lo prolijo. Me limitaré, pues, ha destacar cuatro datos.
El padre Rhin, totalmente encauzado, es vía de comunicación por la que circulan diariamente miles de toneladas de mercancías y cientos y cientos de pasajeros. Paralelos a su curso, las autopistas y el ferrocarril compiten en actividad con el río. En un rato de observación contabilicé el paso de nueve trenes en una y otra dirección, tres de pasajeros y seis de mercancías, en el corto periodo de quince minutos. Explotación máxima de una infraestructura pensada para sacarle rendimiento. Mientras, nuestras vías son caminos de hierro yermos en los que gobiernos de uno y otro signo han enterrado miles de millones sin provecho. Podría decirse lo mismo de los aeropuertos. Media docena de grandes aeropuertos tejen la telaraña aérea del país.
En Alemania existe corrupción, claro que sí. Pero al dirigente corrupto se le extirpa sin contemplaciones con lo que se gana en eficacia y productividad. En España se monta un circo en torno al corrupto y se le premia con un programa de televisión. Si además es inepto, torpe y vago hasta se le puede ofrecer la prebenda de un cargo político.
Mientras la ceguera de nuestros gobernantes nos sume en la miseria con recortes, reducciones y subidas de impuestos, los alemanes invierten en educación e investigación el 9% del PIB, priman la iniciativa privada y desgravan la creación de empleo. A modo de ejemplo del resultado de una y otra táctica, en la zona oriental, la más deprimida de la actual Alemania, el paro es de un 12%, ¡la mitad del español!
Los alemanes han hecho causa común con su pasado y lo han arrumbado al olvido, más preocupados por un porvenir boyante en el que trabajan y se esfuerzan a diario. Así, nadie habla de la pasada guerra y de las atrocidades que se cometieron. Pasar un velo y dejar a la historia el juicio es un compromiso tácito del pueblo alemán. Quizá deberíamos aprender y dejar de lanzarnos imprecaciones, insultos y amenazas, recordándonos unos a otros el pasado fascista o la militancia roja de padres y abuelos. Poco futuro se nos puede augurar a los españoles si somos incapaces de olvidar después de ochenta años.
En otro orden de cosas es curioso observar que el metro y los aparcamientos públicos carecen de tornos y barreras de control. El individuo es consciente de la obligación que tiene de pagar el billete o la entrada: ¡igualito, igualito que en el Metro de Madrid!, (por poner un ejemplo). Claro que esto es mera educación. Lo mismo que cruzar un semáforo en rojo: el peatón que lo intente, si es pillado en la falta, se enfrenta a una multa de 30 euros. O tirar una colilla al suelo, penado con 90 euros.

Y qué decir del respeto a la naturaleza. Las mascotas pueden viajar en los transportes públicos sin que nadie se asombre o moleste (cumpliendo unas normas básicas de seguridad, naturalmente). Y en la vía pública, a la puerta de monumentos y comercios, aparecen recipientes para dejar comida y bebida a los perros mientras sus dueños están dentro. En España, por el contrario, se humilla, tortura y mata animales con el único objeto de satisfacer los más bajos instintos de la bestia que algunos llevan dentro. En Castilla, para vergüenza ajena, tenemos uno de los más salvajes ejemplos con el consentimiento y beneplácito de las autoridades que no hacen nada para evitar esa barbarie, so capa de mantener una tradición cultural. ¿Pueden considerarse cultura la crueldad y la violencia? Quizá lo sean en una sociedad de fútbol, toros y pandereta, no en una sociedad responsable. Como castellano y como persona me siento hondamente abochornado. También como burgalés, pues he tenido noticia de la existencia de una estúpida fiesta de este jaez en nuestra provincia, con aves de corral.
Ultima comparación: en la zona de embarque del aeropuerto de Frankfurt aparte de las tiendas, secuelas inevitables de todos los aeropuertos, hay máquinas de bebidas calientes (cafés, leche, infusiones) totalmente gratis a disposición de los viajeros. Tal cual a uno que yo me sé donde por un café con leche te clavan 2,30 euros.
Y no he empezado a hablar del crucero. ¡Dios santo, en qué estaría pensando!
Bueno, como no quiero hacerme pesado dejó aquí mi relato y  prometo volver dentro de unos días con la aventura propiamente dicha del crucero.


jueves, 23 de agosto de 2012

La brama


El olor a tierra húmeda inunda el bosque e impregna los cuerpos de deseo, del mismo deseo febril que acomete al venado y reclama a la cierva.
Los dos jóvenes han dejado el coche en el albero donde empieza el robledal. El tendrá la veintena mal cumplida. Es hermoso de rostro, bien parecido, apuesto en el caminar y en los modales. Desnudo y dominando las riendas de un brioso corcel podría pasar por Faetón conduciendo el carro solar. Lleva de la mano a su compañera, gentil muchacha, algo más joven que él, de ademanes agraciados. Quizá no sea guapa, pero la cara risueña y de rasgos aniñados la hacen atractiva. Su figura es agradable, sus contornos sugerentes y la ropa ajustada que viste, realza sus atractivos.
Suben despacio la ladera. Se ayudan uno a otro en el esfuerzo y ríen cuando tropiezan.
- Es espectacular-, dice él.- Estuve de niño con mis padres y no he podido olvidarlo.
Habla de la brama, la llamada del macho cerval que empapa de otoño los bosques y los revivifica, el acoso montaraz del ciervo a la hembra, deshilvanando la maraña de los sexos.
A mitad de la ladera, tras casi una hora de marcha, el camino se torna en senda hostil y peligrosa. Queda todavía otra hora entre rocas puntiagudas, piedras sueltas que ruedan al menor descuido y raíces traicioneras que atrapan los pies en el enredo de su telaraña. Esto obliga a los jóvenes a extremar las precauciones. Ya no ríen, la conversación ha quedado reducida a monosílabos y deben ayudarse, de continuo, en el ascenso. Al principio parece más animosa la muchacha y marca el ritmo, pero luego decae, siente temblar las piernas por el esfuerzo y cede el relevo. El sudor empapa la tenue blusa y un prurito de vergüenza le cubre las mejillas. Su compañero simula no haberlo visto. El también suda y jadea. Se sienta en una roca a la sombra de los robles y se quita la camisa. Los músculos tienen la flacidez del urbanita pero los muestra con orgullo. La joven le mira con curiosidad y siguen la marcha.
Al fin, tras más de dos horas de ascenso llegan a una loma umbrosa, preñada de robles formidables. Después de descansar unos minutos, el muchacho explica:
- Algunos de estos robles tienen varios centenares de años. Mira, aquel de las ramas extendidas, apenas alzaba un palmo cuando los revolucionarios tomaron la bastilla. Y aquel otro. Ese es el más viejo. Todavía había moros en España cuando le brotaron las primeras hojas. Mi padre dice que sería una barbaridad, peor que el asesinato, cortar uno de estos ejemplares.
La tarde declinará pronto empujando el sol hacia poniente. Atraviesan una porción de bosque, donde se entremezclan quejigos y carrascas, para apostarse tras una mancha de brezo. Desde allí dominan la vaguada por donde corre el cristal de un arroyo. Abajo, avanzando hacia el hondón, clarea la arboleda y deja paso a lentiscos, majuelos y endrinos. Bancadas de espliego y romero sahúman el aire con sus efluvios y, donde se ha recostado la muchacha, las manzanillas pintan de blancos y amarillos el oscuro de la hojarasca.
La vista que se les ofrece es formidable. El pelaje pardo de los ciervos se confundiría con el pardo rojizo de la hierba que empieza a agostarse si no fuera por la agitación de los cuerpos y el entrechocar de astas astillando las cuernas.
Un macho de tremenda estampa se destaca entre todos y alza la cabeza lanzando un bramido que espanta al rebaño. Los otros machos enderezan la testa, para abajarla al momento en señal de sumisión. Varias hembras se separan del grupo y se le acercan. El las husma con atrevimiento y berrea de nuevo haciendo eco en las rocas que coronan la hondonada.
Por un momento las ciervas parecen alborotarse, hay entre ellas un conato de rebeldía, agitación, empujones y miradas torvas, pero otro bramido pone orden en el desconcierto.
El macho ha elegido. Empuja a una de las hembras, la aleja unos metros del harén e inicia la danza nupcial. Poco a poco la hembra se apresta a la monta totalmente sumisa. La excitación viril del ciervo es evidente cuando llega el momento cumbre.
El muchacho mira de reojo a su compañera y le pasa un brazo por la cintura. Ella se deja hacer, ahora es hembra solícita como la cierva que recibe allá abajo la brutal acometida de su compañero. La sábana del viento acaricia sus pieles y los envuelve en incontinencias, mientras los labios húmedos se buscan, arrancando estremecimientos.
Al desgaire de la improvisación desfloran la ropa con decencia de amantes vergonzosos. Sus curvas se funden añorando horizontes de placer por descubrir y un caudal de piel lechosa, piel sin caricias en el recuerdo, se desborda sobre el sol amarillo de la tarde.
Un palomo zurea persiguiendo a la hembra en descarado, aunque torpe, himeneo; dos gorriones luchan con ferocidad entre el enredado de una zarzamora, haciendo valer su supremacía sobre una baya madura y animales de pelaje hirsuto se enfrentan a muerte en la espesura, destrozan los miembros del rival, le abren las entrañas para hacerse dueños de los favores concubinarios de la manada.
Mientras el ciervo inicia la segunda monta, los cuerpos de los dos jóvenes se entregan al vértigo enloquecedor de sensaciones extremas. Hay roce de desnudos sedientos, susurro de jadeos y miembros enervados. Unos senos son requeridos para el deleite. Devotos, los dedos buscan la liturgia sacra de lo íntimo y secreto.
La joven, todavía doncella, se ofrece totalmente entregada a la libido del muchacho. El deseo afectivo, descarnado y violento de la posesión se hace más intenso. El cuerpo del chico se arquea hacia arriba y cae con el impulso feroz de una ola devastadora sobre las carnes trémulas de su compañera. Esta le recibe casi con alivio. Sentirse poseída la libera de la excitación incontenible que le abrasa las entrañas y jadea ansiosa. De sus finos labios escapan entrecortadas exclamaciones que mueren en un gemido mudo. Se aceleran los estertores del vientre y con el último impulso estallan los cielos, revientan planetas y galaxias y la creación alumbra un nuevo universo de sensaciones.
Un frenesí, un arrebato de suspiros y lamentos abarca el robledo en toda su extensión. Es la brama del macho poseyendo el espacio acotado de la hembra, aguijón hurgando en la colmena dulce de los placeros, saeta de Afrodita acometiendo. Y por un resquicio de las nubes los ángeles miran envidiosos de no poder emularlos.
El ciervo termina su arrebatada posesión cuando el sol empieza a ocultarse tras el perfil negro de las montañas. Un silencio pesado de cansancios encubiertos se extiende por el bosque.
Con su formidable bramido, el macho dominante llena el monte mientras  los dos jóvenes se encaminan hacia el coche, enlazados por la cintura, mirándose a los ojos, sonriendo y pensando que la brama debería tener lugar todo el año.

jueves, 19 de julio de 2012

Matrimonio de conveniencia


El trueno retumbó por encima del robledo y se desparramó en ecos interminables ladera abajo hasta estrellarse contra la casa. Hildegarda se estremeció involuntariamente y esperó el zigzag cárdeno de un nuevo relámpago, pero no llegó. Mientras, se desgajaron las nubes y un turbión empezó a golpear la tierra reseca levantando minúsculos cráteres de polvo.
Gonzalo alargó el brazo y tanteó, sin mirarla, hasta rozarle la mano. El olor a tierra húmeda y el repiqueteo de la lluvia sobre el tejadillo que protegía el umbral de la casa sublimó a ambos y los dejó en un estado de placidez semiinconsciente.
El calor había sido sofocante durante todo el día. Los cuerpos buscaban el frescor de la umbría, y se acurrucaban por los rincones, temerosos, bajo el irresistible agobio de un implacable cielo lechoso. Cada ráfaga de bochorno era un latigazo quemando la piel. Habían permanecido ambos tumbados en dos colchonetas de heno a la puerta de la casa desde primeras horas de la mañana, sin ánimo de emprender ninguna tarea. A mediodía él se alargó hasta la cocina y trajo dos cervezas heladas que bebieron con avidez, luego siguieron callados atenazando con su silencio la tupida calma de la naturaleza. A ratos Hildegarda aguzaba el oído, ponía atención tratando de captar algún sonido, pero un brutal y callado sudario envolvía los alrededores.
Ni hambre tenían, así que llegada la hora de la comida siguieron tumbados sobre el heno. Una vez se levantó la mujer y fue para traer más cerveza y agua helada con unas gotas de limón. Luego empezó a hacerse noche oscura a mitad de la tarde, con nubarrones azabachados tejiendo la tormenta, y un viento abrasador bajó en torbellino desde el robledal.
Ahora, mientras escuchaban el repiqueteo relajante de la lluvia golpeando sobre sus cabezas, dieron rienda suelta a pensamientos contenidos por la gravedad de los calores. Las ideas les venían alborotadas con la misma turbulencia del agua que caía en cortina sobre el campo sediento. Gonzalo miraba cómo se empapaba la tierra enfrente de él, se saturaba de agua y el regato pasaba a ser río caudaloso que anegaba la campiña hasta donde alcanzaba la vista.
- ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Aquel día también llovía-, dijo.
- Sí, pero era una lluvia fría que entenebrecía los huesos-, contestó la mujer.
Gonzalo era de naturaleza apática, medroso y tímido ante lo desconocido, desconsiderado incluso consigo mismo y presa de inexistentes limitaciones. Por ello, y aunque habría podido sobresalir causando admiración, que físico tenía sobrado, acaba siempre retrayéndose y quedaba olvidado en un rincón donde nadie hacía cuenta de él, ni era tenido en consideración para nada. Tornóse por ello huraño, agresivo y huidizo y tomó determinación firme de dedicarse de lleno a acumular conocimientos, memorizar mamotretos incomprensibles y aprobar curso tras curso.
El día que llegó Hildegarda a la facultad ni siquiera se fijó en ella. Era una muchacha, tan poco agraciada de prendas como de nombre. Su cuerpo semejaba un haz de sarmientos desmadejados y sin conexión entre sí; la boca, menuda y abierta como un agujero inútil en medio de la cara, mostraba unos dientes desiguales y rebeldes, amagando una mueca de tristeza al sonreír, y cada ojo era de una ventolera y mirar disperso sin que nunca llegaran a ponerse de acuerdo a dónde dirigirse. Hablaba con torpeza, daba ligeros saltitos al caminar y toda ella se envolvía en una aureola de apatía degenerativa.
La joven, con tan irritante bagaje, se sintió perdida entre los pícaros estudiantes, siempre propensos a embromar con crueldad una víctima propiciatoria. Vagaba por los pasillos claustrales del edificio, recatándose al amparo de las columnas y la soledad de la salas de estudio, cuando tropezó por casualidad con Gonzalo. Se dieron de manos a boca. El contacto de los cuerpos provocó en ambos un sentimiento desconocido. Turbóse ella, embrollóse él, y quedaron ambos desconcertados, luego tomaron la misma dirección acompañados de un silencio ominoso. Vivían, sin saberlo, pared por medio, en un edificio de apartamentos para estudiantes. Una lluvia fina y fría que calaba hasta los huesos les acompañó en el camino de casa. A la puerta del piso estuvieron los dos largo rato, empapados en medio del charco que chorreaba de sus ropas, mirándose, sin decirse nada, sin despedirse, esperando cada uno que fuese el otro quien tomase la iniciativa. Parecían anuncio de miserias y ejemplo de necesidades. Pero fue el principio de una amistad.
Porque aquello no pasó de amistad. Enamorarse, hay quien se enamora de legañas, pero según convinieron con tácito consentimiento ni Hildegarda llegaba a legaña ni Gonzalo aspiraba a tanto, por lo que, cuando ambos terminaron los estudios, se entregaron a una maravillosa amistad trazada con regla firme, amalgamada de silencios y rechazos, y confirmada con un matrimonio de conveniencia. No hubo declaraciones amorosas, siquiera fingidas, ni juramentos de fidelidad ya que no de amor, sólo promesa de ayuda mutua.
La tormenta amainaba, el bochorno había desaparecido y se respiraba con holgura. Hildegarda se removió en su colchón de heno, estirando los brazos en un intento de abarcar el infinito.
- ¿Te acuerdas del día que nos juramos ayuda eterna?-, preguntó.
Gonzalo la miró. Seguía siendo la mujer desastrada y fea de siempre, aunque velados ahora los rasgos por el disimulo del tiempo. Tampoco él había resistido el paso de los años y se encogía en una especie de acento circunflejo cada vez menos disimulado. Sonrió y asintió con la cabeza.
Fue a mediados de aquel primer curso. Ella, en un arranque de valor, quiso llevar más allá la amistad y le pidió relaciones. El se sintió horrorizado y no lo disimuló. Le dijo a las claras que no la amaba y nunca podría amarla y que era torpe y fea y otras cosas terribles que le destrozaron el corazón. Hildegarda se refugió, desolada, en los brazos de un canijo despeinado que se escondía tras unos culos de botella a modo de gafas, embebido en la quimérica solución de la cuadratura del círculo a la que, decía, estaba a punto de dar respuesta. Acogió a la chica y se encerró con ella en un cuartucho de dos por tres. Al poco se perdían ambos en un mundo de conjuntos, subconjuntos y teoremas tan enloquecedores como abstractos. No volvió a saberse de ellos hasta dos meses después con motivo de un simposio donde el canijo e Hildegarda expusieron sus logros en una fórmula para calcular infinitos.
Gonzalo, quizá, admirado por los conocimientos de Hildegarda en la complejidad de las matemáticas, acaso torturado por los remordimientos del cruel trato dado a la muchacha, resolvió en su ánimo recuperarla en todo el esplendor de su pasada amistad y un día la abordó. Se hundió en el pozo de la humillación pidiéndole perdón con las más emotivas palabras que encontró e hizo una exposición de sus miserias, arropándolas con lágrimas de arrepentimiento firme y logrando de Hildegarda una mirada compasiva. Ella le tomó la cara entre sus manos y le secó las mejillas con un beso de hermana. Luego, sin pronunciar palabra, se lo llevó a su habitación y estuvo con él toda la noche y el día siguiente hablando de lo humano y lo divino, del pasado y del porvenir glorioso que les esperaba. Entre ellos no habría amor, pero se entregarían con afecto uno a otro dándose una felicidad comprensible solo para espíritus superiores. O al menos así lo entendieron.
Un trueno apagado les anunció la lejanía de la tormenta. Había dejado de llover. El sol asomó su rostro amarillento entre dos nubes desmadejadas por la tormenta.
Ahora fue Gonzalo quien preguntó:
- ¿Has sido feliz?
Hildegarda se levantó. La tela del vestido era ligera, adecuada para combatir el calor que había hecho. A su través se adivinaban las formas secas y retorcidas de unos miembros que jamás fueron acariciados, de un cuerpo enteco que nunca supo de embates amorosos.
- Todo lo feliz que se puede ser sin amor-, murmuró mientras se retiraba.
Gonzalo la siguió con la mirada mientras le envolvía un olor espeso a hembra necesitada y por primera vez sintió deseos de lo que aquel cuerpo pudiera ofrecerle.
- ¡Hildegarda!- llamó.
Y corrió tras ella al interior de la casa.

martes, 19 de junio de 2012

De jubilados y de crisis


He vuelto de unas cortas vacaciones. Ha sido una semana de relajación por los valles pirenaicos de Navarra, de la mano del Inserso, en un recorrido cultural por el románico y el gótico de la zona. Leyre, Irache, Iranzu, Eunate, Javier, Puente la Reina, Roncesvalles, Sangüesa…
Aceptables, los compañeros de viaje. Entre ellos está ese caballerete enterado que trata de poner orden en el viaje. Sabe, informa, desconcierta, inventa. Lo mejor no hacerle caso, él mismo se cansa de tanto intento vano de protagonismo y termina por diluirse en el grupo como uno más.
Eunate.
Está también la señora que no sabe dónde se ha metido y va de aquí para allá en la mayor de las confusiones. “¡Ay, hija!, llevamos ya cuatro días por aquí, pero entre tanta visita a monasterios e iglesias, aún no hemos visto nada”. Lo contaba a voz en grito por teléfono una tarde, en Javier, cuando me la topé en la agradable penumbra de una iglesia donde me había metido para huir del calor sofocante.
El resto del grupo, como digo, aceptable.
Lo peor de esta clase de eventos es la burla de que somos víctimas por parte del Inserso los jubilados que nos atrevemos a confiar en ellos. Si no hay dinero para todo háganse cinco viajes en vez diez o sortéense cien plazas y no doscientas, pero la atención y los servicios deben cuidarse más. Jubilado no es sinónimo de rebaño aborregado. Los jubilados y ancianos, tengo que decirlo porque si no reviento, muestran más cerebro que los inútiles que planifican estos viajes.
Puesto que hacíamos un recorrido cultural, también la gastronomía es cultura y Navarra no es parca en buena mesa, pero de esto los organizadores del Inserso deben entender más bien poco. Unas patatas desatendidas, acompañadas de un guiso de carne soso, fue uno de los platos menos aborrecibles.  
        Y si digo que un cuarto de tortilla española con dos croquetas de bacalao fue la mejor cena que hicimos, sobran más palabras. Aunque sí debo referirme al que fue el plato rey, largamente celebrado durante el resto del viaje: una paella de carne, anunciada a bombo y platillo por nuestra ínclita guía, que resultó ser, finalmente, una masa pastosa de arroz (arroz meloso lo llamó alguien) con tropezones de hígado. Algo incomible.
Rebaño de vacas pastando, en Burguete.
A las guías, muchachas con mejor voluntad que resultados, se las adivinaba becarias en prácticas. La que nos acompañó durante todo el viaje se defendió como gato panza arriba, comprometiéndose lo menos posible en cuanto decía, con lo que salió airosa las más de las veces, aunque ubicar a Julián Gayarre en el siglo XVI fue una ligereza temeraria y no contar ni una sola historia o anécdota refrescante, estando como estábamos en el corazón histórico de Navarra, una carencia absoluta de recursos.
La guía de Pamplona anduvo durante todo el itinerario por la ciudad, más preocupada en que no se le cayese el vestido sin tirantes, con que lucía los torneados hombros y el generoso escote, que en explicarnos la historia y el arte locales.
La de Roncesvalles parecía salida de un cuadro renacentista flamenco. Risueña, pecosilla, de ensortijado pelo pelirrojo y con un deje de picardía. Trató de mostrarnos el lado lúdico de los valles navarros lo mejor que pudo y supo, y nos guió por el museo del monasterio obviando cuanto pudo autores, fechas, referencias y contextos históricos. Se entretuvo en mostrarnos un cuadro del manierista Morales, una Virgen con Niño que, quizá por no ser mi estilo preferido, me pareció bueno pero sin exceso; sin embargo no logré sacarle ni una palabra de un Ecce Homo impresionante que, por su ubicación en el museo, mostraba ser pieza importante.
Y pues estamos en Roncesvalles diré que aquí empezó ya a presentársenos el lado oscuro de la peregrinación a Compostela. Autobuses a pie de monasterio esperando grupos de seudo peregrinos, con minúscula mochila o sin ella, pero portando todos con orgullo la vieira que, supongo, los acreditaba como esforzados peregrinos.
En un bar estaban refrescando el gaznate media docena de acicalados peregrinos, salidos de alguna revista de modas a juzgar por sus vestimentas y, en una mesa aparte, una oriental, delicada como una figura de porcelana, se la adivinaba peregrina por la vieira colgada al cuello y unas botas como gamellones en que había enfundado sus piececitos, pero el resto de la vestimenta parecía recién comprada en una boutique fashion.
Quizá por esto, por mostrarse tan bien acomodados, hacen patria los dueños de esos establecimientos clavando al peregrino y más si ese peregrino es extranjero. Dos cañas: 3,60 € para los nacionales; a quienes no hablan español o sólo lo chapurrean, un café con leche y una caña, 4,50 €. Visto por estos ojitos y oído por estas orejas que se han de comer la tierra.
Roncesvalles es la nostalgia del pasado con retazos de historia de dudosa credibilidad, y mucha leyenda y superstición. Queda poco de lo que fue este lugar, salvo el recuerdo y la añoranza. Aparte del museo del que ya he hablado es interesante la capilla que guarda el sepulcro de Sancho el Mayor y una muestra de las cadenas que fueron rotas por los navarros en la batalla de las Navas de Tolosa (este año conmemoramos el octavo centenario).
Las cadenas de las Navas de Tolosa.
Eso sí, recomiendo guarden las cadenas como oro en paño y no las dejen examinar por ningún entendido. Aprendan de lo sucedido en Burgos: dejaron fisgonear el Pendón de las Huelgas y ahora resulta que no tuvo nada que ver con la dichosa batalla, pues es cien años posterior a esas efemérides. A poco que se descuiden, a los navarricos les dirán que esas cadenas fueron forjadas por algún chiquilicuatre el pasado siglo.
Y al Inserso le pido que atienda adecuadamente a los jubilados que usan de sus servicios. Es bueno que haya perro en casa para culparle de los destrozos y en España crisis para disimular la ineficacia de las instituciones.

lunes, 21 de mayo de 2012

Mano de póquer


En toda su vida de jugador jamás había tenido una mano como aquella. Escalera de color a ases, y más de un millón sobre la mesa.
- No puede ser cierto-, pensó, mientras se secaba el sudor frío de las manos.
Y no lo era. El trallazo de un trueno le despertó en medio de la noche.

Cálculo fatal


Entre ellos se abría un abismo de falta de entendimiento.
Un día él decidió salvar el vacío, pero calculó mal el salto y quedó colgado en la terrible nada de dos existencias.