Navidades recordadas las de antaño, quizá porque los que peinamos canas (por decirlo de manera grata pues a algunos ya ni canas nos quedan) añoramos el pasado, como el niño recién destetado echa de menos los pechos nutricios de su madre.
Eran años de penuria, quizá también de hambre, de alguna hambre al menos, si no de pan, sí de un tasajo de cordero con patatas o un pescado presentado con salsa verde, animando a chuparse los dedos, como lo habíamos visto en el cine o en la foto de alguna revista y cuyo recuerdo guardábamos, revoloteando ansias, en la imaginación del estómago.
Por entonces se montaba el Belén en el zaguán de entrada, el buen Belén, claro, el Portal con figuritas. También se montaba el otro, ¡qué duda cabe!, pero ese quedaba en el secreto más hondo de los dormitorios conyugales con sus palabrotas, alguna blasfemia insinuada y un amago de bofetada. Nada grave, también hay que decirlo: jamás llegaba la sangre al río y, a la noche siguiente todo se volvía ardientes rescoldos que asuraban sábanas y pijamas mientras se hacían las paces.
Pero vuelvo al Belén de las figuritas. Había algunos tan sencillos y pobres que tenían sólo las tres imprescindibles en todo Portal que quiera parecerlo: el Niño, San José y la Virgen. Otros, más ambiciosos, añadían un buey y una mula amorfos, a más de unos Reyes sobre camellos rencos o desrabados y los muy vistosos tenían sus pastores cuidando exiguos rebaños, alguna zagala en edad de merecer con cordero sobre los hombres, patos, gallinas y conejos, corrientes de agua hechas con papel de plata, un Herodes de rostro ferocísimo, rodeado de soldados romanos, y el angelote turiferario cantando el “Gloria in excelsis”.
El Niño aparecía siempre rollizo, sonriente y juguetón, ajeno en su desnudez al espantoso frío que se adivinaba en la harina esparcida por los tejados simulando nieve. Y una Virgen y un San José a punto de levitar de puro absortos y encandilados.
La cena de Nochebuena era exigua pero muy bien llevada en familia. Por una noche no había adultos ni niños y todos disfrutaban de los mismos privilegios. Se comenzaba con una sopa castellana donde lo de menos eran el pan y el caldo, pues se la aderezaba con huevos estozados, chorizo de la reciente matanza y un sembrado de morcilla rota que hacía las delicias del estómago menos avenido.
Seguía el chicharro impregnado en una salsa sustanciosa donde todos, a porfía, hundían los dedos untando el pan, y si el año había sido bueno hasta podía haber una o dos chuletas a la plancha a repartir en buena compañía.
El postre era siempre el mismo y plural. Primero una fuente rebosando rodajas de naranja embadurnadas en aceite y sal, manjar de dioses reservado a estómagos poco delicados. Yo probaba una por no quedar al margen de la fiesta, pero luego me aplicaba a mi propia naranja, a reventar de azúcar, que hacía menos ascos a mi paladar de niño. Venía detrás una imponente cazuela de castañas cocidas con anises a la que todos nos aplicábamos con fruición y cuando ya languidecían naranjas y castañas, venía el plato de turrón, no mucho, debo reconocerlo, lo justo y un poquito más para matar el gusanillo de las fiestas. No estaban los tiempos para alegrías y el turrón, aunque español, se prodigaba más en mesas mejor abastecidas.
Terminaba con ello la cena y era el momento de cantarle al Niño uno o dos villancicos, con más entusiasmo que acierto, de lo que quedábamos muy pagados los críos y abundando en sorna los mayores. Luego alguien mentaba de ir a la Misa del Gallo. Las mujeres más propensas a beaterías de rezos y sotanas se abrigaban como si fueran a conquistar los polos y nos dejaban a los hombres y a los críos pequeños en casa.
Se abrían entonces las botellas de coñac y de anís, se escanciaba un chorrillo, sin esmerarse mucho que habían de durar hasta final de las fiestas, y en seguida empezaban a pintar oros, bastos, o espadas sobre la mesa. Después, cambiaba el encarte a los órdagos y envites del mus mientras se nos iban cerrando los ojos a los más jóvenes. Cuando las mujeres volvían de la iglesia, con la gracia del recién nacido brillándoles en los ojos, yo dormía hecho un rebujo en algún rincón de la cocina. Las manos amorosas de mi madre o mi abuela, me llevaban a la cama y me arropaban sin quitarme las ropas para que no me despertase.
A cualquiera que no haya vivido aquellos tiempos le sonará a cuento de Maricastaña esto que digo. Hoy no se conciben una fiestas navideñas, sin pitanzas con empacho, gastos desorbitados en fruslerías innecesarias y felicitaciones a todo trapo para cubrir el expediente verbenero.
Se nos han colado de rondón demasiados barbarismos costumbristas y pienso que no para bien. Ahí tenemos, como muestra, ese gordo grasiento, vestido de rojo, con su risa bronca y destemplada, que a saber de qué tontería se reirá, y su campanita hirientemente desestabilizadora.
¿Hemos pensado bien a quien rendimos pleitesía cuando reímos las gracias de ese personaje o lo añadimos a nuestro mobiliario particular? Rostro abotagado, ojos menudos, narizota colorada y mejillas surcadas de venas transparentes, imagen de alcoholizado irrecuperable. Vientre descomunal propio de un glotón irredento, pies torpes, andar grotesco sin dejar de ser engreído y compañero de juegas y jaranas de uno de los renos que arrastra su peculiar medio de transporte, a juzgar por esa trufa roja como la nariz del dueño.
Y se nos aparece machacón y molesto en centros comerciales y grandes almacenes, animándonos a un gasto incontrolado y masivo, envenenando las necesidades de grandes y pequeños, manipulando nuestras preferencias y haciendo que unas fiestas que deberían ser alegres y familiares, se nos tornen horrorosamente desagradables y angustiosas, presos de la insatisfacción consumista.
- ¡Ho, ho, ho!- ríe sin entonación, haciéndonos barruntar falta de sinceridad en cada “ho”, matices de alegría forzada, maldad perniciosa por hipócrita e inhumana.
La risa abierta y sincera, siempre ha sonado: ¡Jaaaja, ja, ja ja…!
Desconfiad de quien no sabe reír.
En cualquier caso, sintáis como sintáis estas fiestas y os arropéis en las haldas que más gusto os den, para todos, ¡feliz Navidad!
Hizo calor durante todo el día. Mucho calor, un calor espeso, pegajoso, como de brea fundida. A media tarde no se movía una brizna. Los árboles languidecían en un vano intento de apaciguar el fuego que venía del cielo y un tufo de hedor apestoso impregnabalos cuerpos.
Entonces apareció la primera nube. Era pequeña. En el azul brumoso y difuminado parecía una broma errante. Pero vino otra y otra y otras más. Luego muchas, a cual más oscura y aborregada, formando montañas de algodón sucio. Por fin un nubarrón pardo como panza de burro ocultó el sol y se alzó una brisa ardiente que abrasó los rostros.
Sebas, sentado en un banco, dormitaba entre resoplidos inquietos. Su compañera, le dio un codazo: -¡Alza, que nos vamos!
Sebas se removió entre bufidos y palabras entrecortadas. Abrió un ojo, a duras penas, luego el otro y quedó esperando un nuevo codazo que no llegó. La hora del sesteo era sagrada para él y gustaba de saborear hasta el último instante la morbidez de la somnolencia. - Como si fuesen las carnes duras y prietas de una chavala-, decía. Por fin barbotó un puñado de obscenidadesdeshilachadas, sacó un moquero del bolsillo de los pantalones y se lo pasó por el cuello, para secarse los churretes de sudor que le corrían.
- ¡Uf!, mira- dijo mostrando a la mujer el tizne dejado en el trapo.
- ¡Vamos, alza! Tú sí debes mirar lo que viene-, insistió ella. Y señaló con un movimiento de cabeza el nubarrón que se ennegrecía por momentos.
- ¡Diablos!- saltó Sebas-, déjalo que caiga. Así no escampe hasta mañana.
Algo zigzagueó en medio de la nube y un remolino de viento arrebató hojas, papeles y desperdicios. Al cabo de mucho rato les llegó el rumor de un trueno apagado.
- Esa no descarga aquí, Fausta.- siguió Sebas-. Está demasiado lejos.
Remoloneó otro poco en el banco, buscó la parte más limpia del moquero y se lo pasó por la cara con parsimonia enervante.
- Pero debería caer y así se llevase este maldito bochorno-, añadió y señaló a la nube con un movimiento obsceno de los dedos. Luego, se levantó y echó acera adelante seguido por Fausta. Hacían una pareja irreconciliable físicamente. El, una engañifa de hombre, menudo, encorvado, renqueante, con movimientos nerviosos de los dedos que producían desazón y agobio a quien los miraba, trastabillaba en cada baldosa mal sujeta y en cada registro desnivelado. Parecía un despojo destinado a ser zarandeado por la tormenta.
Ella, una mujerona brava con mucho de virago y poco de hembra. Grande como una montaña, de color cetrino tirando a aceituna a punto de madurar, segura de sí misma y madre protectora de Sebas, de su Sebas, como decía.
Vivían juntos hacía años. Si se les preguntaba, ninguno de los dos podría decir cuántos, pero ni tantos como para no recordar tiempos de soledad, ni tan pocos como para no sentirse ya ambos en perfecto maridaje. Uno y otra habían tenido muy mala suerte en el pasado. A él lo perdió su carácter apocado, de muermo venido a menos, que le impidió conocer mujer con que intimar, pues al primer encuentro se metía en garabatos y no atinaba palabra cuerda. Reían las chavalas y él se amuermaba más. Ella, al contrario, se arrebujó en la apariencia de machorra irredenta capaz de ahuyentar con su vozarrón rasposo al más aguerrido varón. De moza sí anduvo en escarceos con un militar sin graduación, de mirar tan espaciado que nadie se explicó nunca cómo entró en filas; pero un día se le marchó, destinado a Melilla, y no volvió a alegrar más cimborrios.
Se encontraron los dos, Sebas y Fausta, por esos mundos controvertidos, más del diablo que de Dios. Como él tenía un garito mugriento donde ahuyentar los fríos y descansar los huesos, por la noche, y ella se daba maña en agenciar privanzas y condumios, hicieron mestizaje y se maridaron en concubinato.
Nadie podría decir si alguna ver llegaron al conocimiento carnal, pero sí corrían rumores de asaltos nocturnos buscándose, uno a otro, misterios y secretos. Sebas volcaba todas sus energías en consumar el acto, pero se perdía en pejigueras y acaba agotado al primer asalto. A ratos descansaba, a ratos volvía a la brega y Fausta le acogía siempre, cariñosa, con los brazos en alto para mostrarle, a la vez, sus gracias y el formidable matorral de vello de los sobacos. Sebas bufaba ante aquella vista y soltaba una carcajada histérica sin atreverse a dar el paso final, hasta que Fausta lo agarraba de los pies, tiraba hacia ella y le hacía rebujo entre sus carnes.
Un fuerte trueno, a las espaldas, les hizo acelerar el paso de modo inconsciente. - ¿Para qué,- se preguntó Sebas,- si esa no va a caer aquí?
Vestían con miseria y tan dejados de Dios que sus cuerpos daban trazas de acumular toda la roña del mundo. Era difícil adivinar el color de la ropa debajo de tanta mugre, aunque el manteo y los vestidos parecían haber pertenecido a alguna casa de bien. Si llovía se lavarían, que sería bendición de Dios poder lavarse sin andar en baños.
Dos goterones, gordos como ciruelas, cayeron sobre la acera levantando una parva de vapor. Las tinieblas espesaban por momentos y un silencio ominoso, roto sólo por los truenos cada vez más frecuentes, se adueñaba de la ciudad.
- Anda, vamos-. Fausta tomó a su hombre por la cintura y lo arrastró como un pelele calle adelante, al abrigo de los edificios.
Corrían, huyendo, cuando Sebas cayó en la cuenta de que iban en dirección contraria. - Por aquí no, Fausta. ¡Hacia allá!
Y Fausta tomó una bocacalle llevando en volandas a su hombre. Entonces comenzó a llover. La luz cárdena de un relámpago iluminó la calle sombría y un estallido, como de roble que se arpa, tableteó entre las casas hasta perderse en una lejanía desconocida. Fue el aviso para que se abrieran las cataratas del cielo y una cortina de agua lo cegara todo. Allá donde se mirase no se percibía sino oscuridad y el chapoteo del agua golpeando suelo, muros y personas.
Corrieron a tientas, sin ver, dando tropezones con otras personas que también corrían. Un perro se cruzó en su camino y Sebas tratabilló, como era su costumbre, hasta aterrizar en un charco fangoso sobre el que flotaban verduras corrompidas.
- ¡Cielo santo!- exclamó Fausta, mientras lo alzaba agarrándolo del cuello de la chaqueta como pescado en garabito. Y siguió arrastrándolo a paso ligero por la calle incierta.
Anduvieron arriba y abajo mucho tiempo. Subían y bajaban, sin encontrar su camino. La oscuridad, los rayos, el fragor continuado de los truenos, la lluvia chorreándoles por la cara los tenían espantados y perdidos. Cada esquina era igual a la anterior, cada calle a la que abocaban, desconocida, cada casa un muro cerrándoles el paso a su covacha del alma. Y la lluvia, pertinaz, una amenaza sombría cargada de presagios espantosos.
- Fausta, tengo miedo,- susurró Sebas.
Fausta murmuró una blasfemia y lo empujó hacia adelante. El agua les cubría ya los tobillos y caía cada vez con más fuerza. A ratos se mezclaba con granizo y les golpeaba en la cara y las manos haciéndolos gemir.
- No hay mal que por bien no venga,- pensó Sebas mientras le arrastraba su compañera-. Ahora se nos irá toda esta mierda de siglos.
Cada vez mayor oscuridad y cada vez más lluvia, ya ni los relámpagos les permitían guiarse entre las sombras. Estaban perdidos. Y el agua continuaba subiendo. Habían dejado atrás la ciudad hacia rato y ahora se movían entre remolinos furiosos, golpeándoles los pechos. Los pechos de la mujer porque Sebas llevaba tiempo con ahogos y aspavientos en busca de aire por encima de las aguas. A intervalos, Fausta lo alzaba por los sobacos y entonces respiraba con alivio y aprovechaba para llenar los pulmones con ración extra de oxígeno.
- Estamos perdidos, ¿verdad?
Fausta asintió con la cabeza y Sebas lo supo aunque no podía verla. Ya no hacían pie ninguno de los dos. Se mantenían sobre las aguas, merced a las carnes generosas de Fausta, en un océano sin orillas, interminable, grande como el lago del parque, por lo menos.
¿Y cuando se les agotasen las fuerzas? Era mejor no pensar en ello. A lo mejor dejaba de llover en cualquier momento y bajaban las aguas. Pero, por de pronto, seguía la lluvia pertinaz y no había barruntos de cambio. Tenían que seguir a flote en las aguas heladas de aquel mar improvisado.
- Fausta, me canso.
Fausta tembló de angustia al comprobar que también sus fuerzas fallaban. No podría aguantar mucho más. Se le helaban los miembros a pesar de sus grasas y apenas podía agitar ya los brazos para no irse al fondo.
- No iba a descargar aquí, ¿eh?,- dijo al tiempo que tragaba un buche de agua y hacía un último esfuerzo por mantener a flote la cabeza de Sebas.
Un relámpago iluminó todo en derredor. El oleaje se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el cielo seguía vaciando sus aljibes.
Nunca en alto las manos suplicantes ni ante hombre, ni ante Dios u otros poderes, que nos fueron prescritos los deberes de vivir, sin habernos oído antes.
¿Qué se creen, supremos arrogantes, los que juegan de modo con los seres que en haciéndonos hombres o mujeres nos dejan indefensos e ignorantes?
Ruptura ya. Creíble sólo el hombre. Ni un credo, vademécum de temidos horrores que al más bravo aún asombre,
ni leyes, que mantengan ateridos impulsos de gritar, los que, sin nombre, hasta ayer estuvimos sometidos.
Papá había lavado el coche, a mí me disfrazaron de cromo y mamá se puso sus mejores galas. Mientras me vestía la tata, mamá iba y venía de una a otra habitación y no paraba de darme órdenes, instrucciones y consejos. Hablaba, hablaba y hablaba y casi todas sus palabras las oía sin escucharlas, en un prodigioso ejercicio de sordera. De repente me espetó:
- Pero, ¿me escuchas?
Asentí con un cabeceo enérgico que obligó a la tata a desistir de abrocharme el cuello de la camisa. No me gustaba aquella camisa tan blanca, ni los pantalones con raya, ni los zapatos lustrosos. La suciedad gritaría de modo espantoso.
- Irán tía Emilia y el penco de su marido- explicaba mamá.
- ¿Qué es penco?- estuve a punto de preguntar, pero me tragué las palabras, porque mamá no era dada a explicaciones conflictivas.
- Y tío Antonio- seguía diciendo mamá.
- ¿Con los primos?- exclamé alborozado. La idea de enzarzarme con ellos en una de nuestras estúpidas peleas excitó mi imaginación.
- ¡Valientes pazguatos! No quiero verte con ellos. Saludarlos y vale, ¿entendido?, que son calco del cebón de su padre.
Y cebón, ¿qué era cebón? Pero volví a asentir sin preguntarlo, aunque tuve la penosa intuición de que cebón era algo muy malo. Se lo preguntaría a don Zenón, el confesor, en la dulce penumbra de la capillita del colegio. Sólo de pensarlo me pareció escuchar su voz melosa y azucarada y percibí la vaharada de ajo que llenaba su confesonario.
Iba a ser una Navidad como ninguna otra de las vividas hasta entonces. Comeríamos todos en casa del abuelo. La última Navidad, decía papá, porque el abuelo no aguantaba otra, eso se veía. Mamá torcía la cara y refunfuñaba no sé qué letanías sobre el sabelotodo de la casa, pero enseguida lo olvidaba y volvía a aleccionarme.
- También estará tía Enriqueta- dijo.
¡¿La solterona?!- exclamó, más que preguntó, papá desde algún punto del fondo del pasillo- ¡Buena bruja está hecha! Esa ya se ha quedado para vestir santos.
Nuevos refunfuños de mamá, miradas aviesas señalándome con los ojos y encogimientos de hombros de mi padre.
Al fin montamos en el coche y atravesamos la ciudad hasta casa del abuelo. El abuelo era un hombre menudo, calvo, de nariz como pico de águila que se le juntaba con la barbilla. Decían que era porque no tenía dientes y eso lo entendía sin preguntarlo, porque tampoco las águilas tienen dientes y por eso necesitan del pico para comer. Aunque yo nunca vi al abuelo usar su ganchuda nariz para otra cosa sino para sonarse los mocos, lo cual era todo un espectáculo: extendía ante él un grandísimo pañuelo de hierbas, lo examinaba con cuidado buscando la parte más limpia, se la aplicaba a la nariz y lanzaba un trompeteo estruendoso que nos valía a los nietos uno o dos mojicones por la risa que nos entraba. El abuelo, sin embargo, nunca se molestaba por ello y pedía con su voz tranquila y ronca que nos dejasen en paz, pues al fin y al cabo no éramos sino niños.
Cuando llegamos, tía Enriqueta se había encerrado ya en la cocina y andaba trasteando entre platos y cazuelas. Era la cocinera de cuantas comidas se daban en casa del abuelo y no permitía que nadie enredase en sus guisos, como tampoco habría tolerado ayuda para romper, como acostumbraba, una o dos piezas de las que se alineaban en el vasar del fondo, manía suya que nunca conseguí explicarme. Su figura hierática y la sonrisa, de dientes demasiado perfectos, me producían una sensación de desasosiego, pero siempre andaba rondándola por mor de que se escapase alguna chuchería, torrezno o fritanga que, hechos por ella, eran una auténtica golosina. Al menos me lo parecía en la glotonería de mi infancia.
Habían llegado también tía Emilia y tío Angel. Tío Angel era el penco. Era simplón como el tonto de la viña de quien decía mi madre que había ido a vendimiar y se llevó uvas de postre. Estaba sentado en un sillón de orejas, la mirada perdida, estudiando visajes con la boca y los ojos, y abrumado por la interminable perorata de tía Emilia que gesticulaba como si quisiera abarcar con sus brazos toda la habitación. Cuando tía Emilia hablaba nadie le prestaba atención porque no decía sino simplezas con las que había embobado al tío Angel, pero eso a ella no le importaba y hablaba, hablaba, hablaba sin parar aunque lo hiciese a las paredes.
Empezaba a aburrirme cuando entró tío Antonio con mis primos. Tío Antonio era viudo y todos decían que bien merecido lo tenía por haber convertido a la difunta tía Fausta en una coneja paridera. A mí, la verdad es que el tío Antonio me daba pena: era gordo, muy gordo. Cuando intentaba agarrarse las manos, una con otra, parecía que iba a sostenerse la barriga, para que no se le desprendiera y rodara por los suelos. Si se sentaba en un sillón le era imposible levantarse sin ayuda y resoplaba continuamente como persona que ha hecho un esfuerzo desmesurado. Menos pena me daban mis cinco primos. En realidad los odiaba un poco, tanto como podía odiar un niño de mi edad a otro, y a menudo rezaba al buen Dios para que siguiera engordándolos aún más, si ello era posible, porque todos, del primero al último, habían sacado y mejorado, con creces, las hechuras de su padre.
Enseguida hicimos migas del pan los cinco y yo y, a poco, teníamos convertida la casa en campo de batalla. La prohibición de mi madre cayó en saco roto y nos perseguimos, corrimos e hicimos burlas por todos los sitios, hasta que quedé dueño de la situación, cuando mis primos se tiraron en el pasillo, abotargados y resoplando como la vieja plancha de vapor de la tata. Entonces refugié mis nostalgias junto al abuelo y fui a verlo, saltando por cima de los muebles, para quedar acurrucado a sus pies.
El abuelo estaba sentado en el comedor desde primera hora de la mañana, a la cabecera de la mesa, como un patriarca venido a menos, arrugado, solo, triste, silencioso. Rumiaba constantemente con sus encías desdentadas unas grandes cortezas de pan de hogaza que, de tanto en tanto, hundía en un tazón de vino tinto para ayudar a su reblandecimiento. Allí no daba guerra, ni molestaba. Me miró sin verme, fijó los ojos en la huella que había quedado marcada en una silla cuando pisé en ella, e hizo un gesto indefinido, al tiempo que me guiñaba un ojo con complicidad.
- Anda galopín, ¡que no necesitas que te zurren el bálago!- rumió palabras y pan, todo en uno. Y trató de largarme una carantoña que esquivé. No le preocupó y dio un sorbito al tazón.
Estaba en esta ocupación cuando llegó la hora de comer, anunciada por tía Enriqueta con un escándalo de cazuelas rodando y vajilla haciéndose añicos en algún rincón de la cocina. Entre la cacharrería rota estaba el vaso preferido del abuelo. Era un extraño recipiente de loza, al que llamaba vaso por su forma, feo hasta el delirio, pero era un regalo de boda con el que había hecho su primer brindis, tras el, también, primer beso público que le dio a la abuela.
- No es nada, no es nada-, llegaba la voz tranquilizadora de tía Enriqueta desde algún lugar indeterminado del fondo del pasillo. Pero el abuelo, cuando oyó que se había espetado su vaso, dejó de masticar corteza e hizo un extraño movimiento con la mandíbula que lo mismo podía expresar rabia o resignación.
- Vamos, vamos- seguía animando tía Enriqueta a todos, saliendo de su feudo de fogones y cenizas-. A sentarse todos que llegan los entrantes.
Aquello que llamaba entrantes era un complejo plato en que se mezclaban todos los alimentos imaginables. Había resto de comidas olvidadas junto a la lucida anchoa recién sacada de su lata, y rodajas de chorizo duro y seco como piedra de amolar al lado de calamares acabados de freír, sobre los que aún chisporroteaba el aceite caliente.
Aplicámonos todos a la tarea, cada cual según su querencia. Papá y mamá miraban con aprensión los entrantes y alargaban cuanto podían el momento de hundir su tenedor en aquella gallofa. Yo, pedía calamares a gritos e insistía chillando más y mejor, cuando un pescozón de mamá me llamó al orden. Callé un momento para sacar la lengua a mis primos antes de que se regocijasen a mis expensas, y enseguida seguí reclamando mi ración de calamares, aunque no me hacían caso por lo que volví a llamar la atención de mis primos y comenzamos a intercambiar, entre nosotros, tantos visajes y posturas como nos dictaba la imaginación, no quedándome yo atrás en este juego.
Tía Emilia y su penco andaban tan remisos como mis padres, mirando y no creyendo lo que veían, mientras el abuelo untaba sus cortezas en el aceite de las anchoas, ayudado por tía Enriqueta. Sólo tío Antonio y mis primos se aplicaron con auténtica fruición a terminar con aquella mezcolanza de alimentos y, en un abrir y cerrar de ojos, dieron fin a los entremeses y aún entreaños si los hubiera, con visible satisfacción tanto de mis padres como de tía Emilia y de tío Angel. Sólo yo quedé mohíno y descontento por no haber podido catar los antojadizos calamares.
Pero ya venía tía Enriqueta con un humeante cocido que olía a gloria a decir de tío Antonio y que, a tenor de lo que allí se vio, todos acogieron con satisfacción. Era un puchero grande, enorme como caldero de fregar y empezaron a salir de él tasajos, patatas y caldos que iban y venían sobre la mesa colmando platos y rociando manteles. Los ojos de todos se iban tras las tajadas, mirando de soslayo cualquier otra cosa que no fuera aquel provecho.
Al abuelo le llenaron el plato hasta los bordes con las sobras arrebañadas del puchero, después de haberse servido todos a su gusto. Le tocó alguna patata, mucho caldo y ninguna carne, pero no pareció darle importancia. Con mano temblorosa hundía el pan en el moje y de allí a poco quedó eccehomo con el pringue escullándole, barbilla abajo, hasta la pechera. A intervalos cogía el tazón de vino y lo pingaba como si hiciese brindis al techo, con un peculiar chirrido que nos arrancaba risas estrepitosas a los nietos.
Pero en esta ocasión mis primos no hicieron demasiado caso pues estaban harto ocupados compitiendo con su padre en llenar la andorga. Los tenía frente a mí con los churres grasientos chorreándoles por las comisuras, sucios, asquerosos y a su lado tío Antonio con su respiración de locomotora gangosa, llena la boca de carne y un hilillo de aceite corriéndole por la corbata.
Alargué la mano para señalar la mancha y lancé un gritito de alegría. Tío Antonio enrojeció de ira y barbotó algo ininteligible. Al mismo tiempo uno de mis primos se puso de rodillas sobre la mesa y me hizo una mamola tomando, luego, mi impoluta camisa por babero improvisado.
Gritó mamá echa un basilisco, y se enfrentó a tío Antonio diciéndole no sé qué sobre la mala educación del mostrenco de su hijo. Tío Antonio habría contestado a mamá, porque se lo vi en los ojos, pero estaba demasiado ocupado en deglutir el último pedazo de carne y se habría ahogado si hubiera intentado hablar.
Tía Emilia intervino entonces para reconvenirnos a mí, a mi primo y a tío Antonio, a la vez que llamaba panarra a tío Angel por no hacer nada y tener que ser ella quien diese la cara. Tío Angel salió de su letargo eternal y alzó los ojos vacuos en dirección indeterminada. Pareció a punto de decir algo, pero ya para entonces había tomado yo la iniciativa y, enfrentado a mis primos, comencé a hacerles visajes e improvisar muecas con habilidad de experto en la materia. A todo esto me contestaron ellos, sin dejar de comer, con patadas por debajo de la mesa que fueron a dar donde no debieran. Aulló tío Angel, chilló tía Enriqueta y mi padre dio un salto sujetándose la espinilla al tiempo que bramaba obscenidades.
- ¡Cebones! ¡Cebones!- alboroté yo, saltando sobre la silla con gran regocijo de mis primos que, sin saber que me dirigía a ellos, me imitaron en los gritos y los saltos.
El abuelo, que a estas alturas tenía más que terciado el tazón de tinto, se levantó de su silla, arrastrado por el alboroto, y empezó a mover los brazos como molinetes, tropezando en una de estas con la cara de tía Enriqueta que a más de la pierna dolorida terminó con una colosal bofetada marcada en la mejilla.
Yo quedé mudó de espanto, aterrorizado. Nunca había visto al abuelo abofetear a nadie y menos aún a tía Enriqueta. ¿Cómo había yo de suponer que una mujer destinada a vestir santos, podía ser tratada a tortazo limpio?
- ¡Abuelo, abuelo! A tía Enriqueta, no- grité angustiado.
Tomó ella mis palabras como una muestra de cariño y me arropó entre sus brazos, mientras mis cinco primos seguían con su zambra y aún la aumentaron entre grandes risas de alborozó lo que llevó a tía Enriqueta a desahogarse con ellos propinándoles azotes y toda clase de golpes que no parecía sino que tuviera delante a Cristo atado a la columna.
Intervino, entonces, tío Antonio, que al fin había dejado de engullir, y llamando a tía Enriqueta bruja y otras cosas peores que entendí, pero no puedo repetir, la agarró por los pelos para que dejase de sacudir a sus hijos y tiró de ella hacia el fondo del comedor. Tropezaron ambos con el abuelo que, para no caer, quiso asirse al tazón de vino, pero le resbaló de entre las manos y allá fueron tazón, vino y abuelo, enredados con mis tíos en total confusión, viniendo a ser todo Troya.
Tía Emilia le decía a tío Angel que interviniese y, por una vez, no fuera tan calzonazos como acostumbraba, papá trataba de hacerse oír pidiendo calma, tío Antonio seguía sujetando por los pelos a tía Enriqueta y ella se defendía descargándole puñadas en la espantosa barriga; finalmente mamá murmuraba oraciones, debajo de la mesa, en tanto ayudaba al abuelo a ponerse en pie.
Mis primos y yo salimos, mientras, al pasillo e hicimos allí causa común de nuestras quejas, aunque entre llantos y lamentos no tardaron en aparecer en sus rostros de querubines cebados el chispazo de picardía que habría de enredarnos de nuevo. Callaron los hipidos, les saqué yo la luenga, me hicieron ellos cucamonas y, en menos de lo que se cuenta, quedamos enzarzados en otra pelea sin nada que envidiar a la de los mayores.
Me sentí al fin, alzado en vilo y lejos de los puños y pies de mis primos. Era papa que tomó de una mano a mamá y a mí de otra y nos sacó a la escalera jurando no volver a poner nunca los pies en la casa mientras no viese algo de juicio en aquella familia de locos.
La última imagen que tuve del abuelo, cuando salíamos, fue la de un hombre triste y resignado, ablandando con las encías una gran corteza de pan de hogaza.
………………
De toda esta historia sólo papá salió airoso al adivinar que aquella iba a ser la última comida de Navidad del abuelo. Falleció a principios de la primavera siguiente, atragantado por un trozo de corteza mal empapado. Le dio una tos fuerte, torció los ojos y se quedó como un pajarito. Eso, al menos, dijo mamá.
¿Veis?- decía papá-, ya os lo había dicho.
Me pareció un funeral tristísimo, pero no por la muerte de mi abuelo, pues entonces no sabía yo muy bien qué era morir ni a dónde iban los muertos, sino porque no me dejaron asistir al cementerio lo que para mí fue una desilusión grande, pues habría querido saltar entre las tumbas y llevarme a casa dos tibias para la bandera pirata que estaba fabricando.
A tía Enriqueta la encontré pasados cinco años, con motivo del entierro de papá: para el velatorio preparó su inigualable y riquísima tarta de chocolate, famosa en tantos pésames familiares. Todo eran besos, abrazos y alabanzas de donde deduje que morirse es bueno para olvidar enemistades y volver a hablarse. Desde aquel día deseé con todas mis fuerzas la muerte de mamá para volver a probar la tarta de tía Enriqueta, pero mamá aguantó y tía Enriqueta se fue un día sin dejarnos preparada la tarta de su velorio. Creo que estaba aún algo molesta por aquella comida de tiempo atrás.
A mis primos no volví a verlos en años, cuando rondábamos todos el medio siglo. Fue en un concurso para gordos. Arrasaron con todos los premios. Estaban enormes, sebosos y cebados como gorrinos de matanza. Me vieron entre el público y me sacaron la lengua. Les hice un corte de mangas y abandoné la sala con dignidad.
Del penco nunca más supe. Oí que estaba persiguiendo sueños por algún país de oriente, pero fueron rumores sin confirmar. Eso sí, cuando murió tía Emilia, como no tenían hijos, nos regalaron a todos los sobrinos un carro de madera con su caballito de cartón con unas ruedas en las patas. “Para mis sobrinitos del alma a los que quise como hijos”, decía en el testamento. No pude jugar con él porque tenía ya, en aquel entonces, 32 años, pero me emocionó, de verdad.
La sala de espera es un cuadrado imperfecto. Desde uno de los rincones quiere parecer un rectángulo de lados inconcretos, perdiéndose hacia un fondo sin salida. Una marea humana, atildada, sucia, cuidadosa, maloliente, indiscreta, avisada, educada, floja, molesta, sonriente, arisca, brusca, menuda, amable, lacia, empeñada, rubicunda, morbosa, agitada, tranquila, sensata, pesada, apretada, grotesca, bravía se pasea arriba y abajo, habla, susurra, sonríe o muestra gesto adusto, se besa, da un apretón de manos y dice adiós con la tristeza impresa de la despedida o con la alegría, sin pesares, del espíritu libre. Este lugar es antesala del infierno y poterna del paraíso. Corroe ánimos, engendra y mata ilusiones, entretiene, acecha, aburre, recrea, y deja un poso plomizo de esperanza, mal hilvanado, en las almas. Se respira un olor deshumanizado de sudores perezosos adheridos a las paredes, al suelo, a los bancos y hasta a los rayos de luz de ese sol mortecino en un vano intento de romper los cristales eternamente sucios que mortifican todas las estaciones del mundo. Brujulea por allí un crío hecho azogue. La madre es una mujer tan generosa en carnes como en permisividad hacia el corretear de su vástago que tiene despertados los odios de más de la mitad de los viajeros. Al final, el chiquillo se estrella contra el maravilloso, grandioso, excelso banco, banco vengador, apoyado contra una de las paredes. Una sonrisa cumplida aureola las bocas de los afectados y se declaran resarcidos de tan formidable monstruo que los ha aporreado, pisado, manchado y convertido en fin último de sus incomprensibles juegos. Ahora llora, se arroja al suelo y patalea quejoso de dolores en la rodilla espetada contra la pata del banco. Y cada grito es una satisfacción incontrolada en quienes lo han sufrido con el estoico estar de saberse más educados que la enorme madre. ¡Gran Dios, cuánta dicha! - ¡Oh, señora! ¿Se ha hecho mal el chico?- pero no hay lástima en la pregunta, ni curiosidad, ni ganas de prestar consuelo, sólo querer saber del sufrimiento del crío, de su dolor, de la autenticidad de los gritos y llantinas, sin comedias. Y contentos y vengados miran con infinito agradecimiento al banco descalabrador, mientras el insoportable mocoso se pierde en hipidos y churretes de lágrimas que sólo conmueven el alma de su progenitora. Entran ahora dos monjas, una joven, la otra no tanto, murmurando jaculatorias o sucedidos conventuales, pues ni aún estos dulcísimos espíritus están libres del pecado de la maledicencia. La mayor habla con un siseo incomprensible, como una válvula de vapor entreabierta. La otra acepta palabras y afirma con sonrisas los decires que le llegan. No ríen a carcajadas, ni siquiera con risa abierta, pues sería faltar al recato exigido por sus hábitos, pero hay un deje de malicia en los gestos, miradas y asentimientos, de los que, ambas, son adorables cómplices, cuando le recuerda una a la otra el sucedido a la madre superiora mientras presidía Vísperas y se le vino abajo la toca como arrastrada por una ventolera imprevisible, dejándole al descubierto la cabeza mal servida de un pelo ralo, entrecano, rapado a trasquilones, en la premura obligada de la celda. - ¡Ay, qué gracia, sor Andrea! - Sí tuvo su miaja, sor María Auxiliadora de las Benditas Animas del Purgatorio. Y continúan su deambular las dos tocas grises y caídas, alas de mariposa profanadas. Mientras, más allá se despiden dos hombres. Uno llora. Es padre. O lo era, pues va a rezar al hijo, allá arriba, en las montañas, en un pueblo perdido entre quejigos añosos, encinas milenarias y pinos que cosquillean el cielo con las agujas de sus hojas. Le atenaza la pena honda de un dolor, todavía incomprensible, aflorada en noticia reciente. El hijo cuidaba la cabaña. Tres centenares de ovejas de ordeño y un borriquillo lanudo que lo seguía como perrillo faldero a donde quiera que fuese. La traidora serpiente acudía puntual a la colación de leche, un cuenco grande que llenaba el joven hasta el borde y se lo ofrecía. El animal lo bebía sin ansia, fijos sus ojos de cristal, uno en la leche, otro en el hombre. Venía la costumbre de antiguo, de cuando el reptil no era mayor que una lombriz de las que se ocultan bajo la tierra y el hombre aún no pasaba de niño. Crecieron ambos a una, amigos desconfiados, sin quererse, sin buscarse, unidos sólo por el cuenco mañanero de la leche. Y un día hubo de marchar el joven a negocios en tierras lejanas donde, pasado el tiempo, le llegaron noticias de extraños sucesos, difíciles de comprender. - Regresa, ven. Se seca el ganado, languidece y muere- decían las cartas recibidas. Por eso vuelve y se encuentra al monstruo. Ahora es una serpiente enorme que repta entre las ovejas, cuida de ellas y pastorea como rabadán capaz. Las ordeña hasta secarlas, bebe su leche y, si aún le llama el hambre, toma este o aquel cordero, según su antojo. Cuando el joven se le enfrenta, el animal desagradece los cuencos de leche del pasado, se arroja sobre él, lo aprisiona entre sus anillos y lo devora, entero, sin prisas, deglutiéndolo con la misma parsimonia con que devora a los corderos. Lo que no sabe el hombre es que su hijo ha sido liberado ya del vientre de su comedora, pero ahora es un cuerpo obscuro, seco, rebozado en una baba espesa y blanca. Por el color y las trazas parece una enorme algarroba desechada por las bestias. - Ya sabes, si algo necesitas...- miente el otro para consolarle. Es siempre lo mismo, la oferta de ayuda a quien sabemos que no nos la aceptará. El padre se seca las lágrimas, niega a un tiempo con la cabeza, y agradece apretándole el brazo. Ajenos a tanta desgracia, dos jubilados matan la miseria de su tiempo parloteando intrascendencias. Son los eternos entendedores de todo y comprendedores de nada, visitadores asiduos de estaciones y plazas donde todo lo encuentran aunque nada hayan perdido. Caminan con paso poético, pausado y cansino, alejado de petulancias y en los ojos se les refleja la dulce tristeza de los años que los hacen comprensibles a toda miseria. Por eso van perdonando viajes y viandantes, con la grandeza de un César, mientras desgranan soluciones. Atención especial merece el viajero veterano, curado de espantos y enterado de sorpresas viajeras, amigo de informar de lo que nadie quiere saber y experto en contar experiencias a quienes no le han de escuchar. Pero él insistirá porque es su razón de ser en aquel y en otros mil viajes aún por hacer con la única misión, o así lo parece, de informar al compañero de asiento. Es latoso, pesado, hasta su cuerpo adquiere el informe volumen de lo molesto y cuando se acomode en el asiento parecerá ocupar aquel y el del compañero mártir sufridor del viaje. Es especie de individuo muy peligrosa de la que conviene guardarse. - No hay remedio, usted transbordará- y lo dice con la seguridad de quien no podrá equivocarse aún cuando diga que abajo está el cielo y arriba los infiernos. Porque es experto en viajes y sabe de encrucijadas, destinos, enlaces... Nadie como él para contar el caso del viajero atrapado en el colchón de aquella ominosa pensión. Será preciso armarse de paciencia, sentarse con corrección, entornar los ojos con expresión candorosa y volver a escuchar la consabida historia. Y no parecía mala la pensión, no. Si hasta tenía el protector encanto de las pensiones antiguas, de habitación individual, lugar fijo en el comedor, botella de vino propia con la marca de nivel, conversación íntima dedicada sólo al compañero de mesa o a lo más al vecino de la mesa de al lado. La habitación era un misterio, pocos la habían visto antes y nadie la vio después, cuando quedó cerrada a cal y canto para evitar otros sustos. ¡Y vaya si fue susto! Podían preguntárselo a don Genaro que lo sufrió en sus carnes. Tenía la dicha habitación, en el centro, una cama enorme como las que se ven en esos palacios donde dicen que vivieron reyes. Y había que subirse de un salto porque era alta, muy alta, demasiado alta para que no hubiera en sus entrañas busilis escondido. Y fue el busilis, que apenas cayó don Genaro en el inmenso colchón de lana, desapareció en él. Se lo tragó sin remedio como una gigantesca vulva abierta. Dice que gritó, pataleó, aspaventó, trató por todos los medios de salir del enorme hoyo, pero nada pudo hacer, nadie le oyó. Quiso trepar por las paredes de la tela opresora, pero apenas emergía unos milímetros, la horrible boca volvía a absorberlo hasta las profundidades y quedaba sumido en la vaharada de olvido y soledad que se desprendía de aquella cárcel. Afirma, y es creíble, que incluso maldijo con palabras soeces, cosa que nunca, antes, había hecho. Pasó la noche sin saber si era noche porque todo era obscuro en su prisión de lana y tela, hasta la amanecida de un día opaco que llenó la habitación de luces tristes. Y la mañana lo regurgitó con ayuda de los membrudos brazos de la patrona. Surgió confuso, agitado y estupefacto. Vio abierta la puerta de la alcoba, se sintió libre y huyó, de lo que creyó, el más endiablado encantamiento. - Aquella deglución tuvo algo de obsceno- concluye el viajero veterano. Y acompaña estas últimas palabras de una ruidosa carcajada, aventando miradas por lo escandalosa. Aún quedan el eterno desocupado, el vigilante, el descuidero, un viajero atolondrado que no encuentra su autobús, dos muchachas de mirada aburrida, perdonavidas de la humanidad, algún mendigo, oportunistas impenitentes, la buscona ajada, arrinconada allí por la inclemencia de los años, tres frailes de tonsura, un vendedor de chucherías, el torpe, dos gaiteros, aceite de motor reptando por el suelo, gases, olor, impaciencia, una informe humanidad descalabrada... Y el nuevo día traerá otros viajeros, nuevos personajes, más historias que nunca acaban de conocerse por entero porque siempre quedan enredadas en las últimas hebras de las prisas. Sólo la sala de espera seguirá siendo la misma en su vano intento de no parecer un paralelogramo imposible.
- Pues, sí, dicen que trastabilló y desde entonces se volvió raro y se le escurren las ideas.
- Y, ¿cómo fue ello?
Jacinto es hombre de bien. No habla sino en sentencias y son de tales maneras sus decires que nadie puede poner en duda la verdad de cuanto dice.
- Mire, se lo cuento- se dirige a mí como en conciliábulo, en la comisura de los labios, en milagroso equilibrio, una colilla húmeda, eternamente apagada, oliendo a tabaco viejo.- Juzgará así, usted mismo, si este hombre de Dios quedó, o no, tocado cuando trastabilló.
Y dice y no para y me cuenta cómo, en cuanto llega el invierno, el trastabillado se hace agua en dolores y pesares. Allá donde va arrastra una humedad molesta que llena la casa y las cuadras, que afecta a los animales y a las personas, que humedece la ropa de las camas. Por eso Ana, Anita, su mujer, tan pronto llega el invierno le dice: “Hala, fuera”, y le hecha de la habitación porque si no lo hiciese dormiría en un charco de sábanas y mantas.
Y él se va sumiso. Se sienta a la puerta de casa y queda allí, abierta la boca como un bobalicón y los ojos tan redondos que parecen lunas, observando la naturaleza empapada de lluvia en esos días brumosos de invierno cuando empieza a llover y es una cantinela inacabable, monótona, insistente, continuada. Parece como si el repiqueteo de la lluvia en los charcos le llenara de alguna esperanza extraña y le vivificara. A veces, se hace arroyo y baja con las aguas a mezclarse en las turbulencias del gran río. Y entonces está días y días desaparecido porque le gusta llegar hasta el mar, ese lugar inmenso donde hay tantas y tan distintas aguas que ninguna conoce a las demás.
Desde aquel día, desde que trastabilló, pasa así los inviernos, sin apenas comer ni dormir, haciéndose agua, yéndose en cada gota de lluvia, calando poco a poco sus sentimientos en la tierra agradecida, buscando olvidos en alguna sala oscura cuando sale el tímido sol a calentar los campos.
Luego, en primavera, se hace viento. Un viento que sopla sin atender razones, ni conveniencias, que se mezcla con el aire que baja de la montaña y va presuroso y ligero a llevar nuevas formas a la naturaleza sedienta de vida.
Se viste con un blusón gris y largo, sin abrochar, libres los faldones, inflados como un globo, y corre así por las trochas de las lindes, o monte arriba hasta tocar con sus manos las ramas obscuras y tristes de las carrascas, o acaricia la superficie de algún arroyo, torrentera de las nieves de las cimas, y ondea el agua y la hace saltar y la vuelve cantarina. Y se ríe con tonta alegría, inflado el blusón, mientras se desliza sobre el lomo de las bestias que han abandonado los corrales para sentir en los bofes los aires limpios que les traen efluvios de excitación.
Es viento y lo dice, lo grita. Cada racha es un susurro en el que se esconde su grito de alegría: “Voy, corro, vuelo, paso, soy el viento que trae clamores de primavera”.
Cae, después, en un bochornoso pesar, el bochorno de los calores que agostan la tierra. Vuelve a sentarse ante la puerta de la casa, sobre la gran piedra que hace las veces de banco y permanece allí, filtrando por todo su ser la luz y los sonidos del entorno.
Bordonea el moscardón y una libélula madrugadora viene a espantarlo con su vuelo de diosa griega. Chicharras impertinentes se apoderan del día y en su aserrar rasgado traen el imposible calor. Por un momento la tarde se hace silencio. La vaca espanta las moscas con la inquietud de su rabo a la sombra de una encina, el burro clama gozoso en la penumbra de la cuadra y un rumor, apenas susurro, habla del paso reptante de la víbora tras el rastro de un medroso ratoncillo oculto en su forado.
El también es, entonces, fuego. Dicen que un día bajó a la taberna a beber porque el calor era desmesurado. Hacía años que no había calentado tanto. Y pidió una jarra de cerveza. Pues lo asegura quien lo vio: cuando cogió la jarra la calentó de tal manera que la cerveza comenzó a sisear como cuando caen unas gotas de agua sobre la chapa caliente de la cocina. Tal siseó y se levantó una columna de vapor entre sus manos.
Y cuando se aproxima la siega, cercano agosto, recorre los ondulantes mares de trigo y los agosta si el sol aún no lo ha hecho. Lo malo fue el año que se le murió la vaca al herrero. Fue un año malo para todos, pues hubo peste en los conejos, pepita en las gallinas y además de lo del herrero, el sacristán aireó intimidades que no debiera, pues a quien se le ocurre decir que va a acompañar a don Millán, el cura, a ayudar en la procesión de san Mateo, al pueblo de al lado, cuando todos saben que las fiestas son por santa Marina. Ni la más lerda se lo habría tragado, cuánto menos la lagarta de la sacristana. ¡Buena se armó! Pero, aún hubo de ser peor venir el trastabillado a agostar los campos e írsele la mano, de tal modo no sólo las mieses, sino toda la tierra y aún el cielo, que ardió el carrascal hasta quedar sólo tizones y se perdió el monte y se perdió la caza.
Pero nadie le culpó, pues bastante desventura tenía él con haber trastabillado cuando la vendimia. Y mira si fue tonto el suceso y de no verse no creerse. Porque, vamos a ver, ¿era la primera vez que lo hacía?, ¿era nuevo en tales menesteres?, ¿no llevaba desde los doce años acarreando cuévanos como el panadero panes?
- Pues atienda cómo sucedió y dígame si no fue desgracia harta- sigue Jacinto, mientras cambia la colilla al otro lado de los labios con un movimiento imperceptible de la lengua.
Todo fue que andaba de acá para allá con los cuévanos, trayendo estos, acercando aquellos, retirando los otros y había cinco o seis pilas de ellos sujetas con cordeles, como en escalera, que el diablo los ataría pues de otra manera no se entiende. Se subió a la más alta de las pilas, a la que estaba arriba que le decía entre burlona y retadora: “¿Subirás, subirás? No creo que te atrevas y, si subes, caerás”.
Pues, se atrevió. Y se rompió la cuerda que ataba las pilas y empezaron éstas a rodar y él, claro, a querer mantenerse en pie, hasta que trastabilló y se golpeó la cabeza contra el suelo. Fue entonces cuando se le dañaron las entendederas.
Así no es de extrañar que al llegar el otoño, se sienta alicaído, triste y mortecino, y acompañe a la hoja en su caída. Y es caída literal porque se viene al suelo muerto y va de acá para allá, confundido con el polvo, como si lo empujase el viento.
Se le va la piel en hojas de escamas, imperceptiblemente, y pasa a formar parte de esa alfombra vegetal con combinaciones de colores descompuestos. Y le amarillean la cara y los brazos, como amarillean las hojas de la chopera de allí abajo, junto al gran río, hasta quedar como un palo. Puede decirse que ni respira. Está así días y días, igual que un tonto, sin ver, sin hablar. Creo que ni siquiera oye cuanto se dice a su alrededor. Es hoja seca caída, pero ya no la empuja el viento porque se ha pegado a la tierra y tiene que descomponerse allí, hacerse humus gratificante que agradecerán las plantas. Y una noche o una mañana, nunca se sabe, de pronto, con las primeras lluvias, ya cercano el invierno, ¡hala!, vuelve a convertirse en agua y humedad molesta y su mujer le echa otra vez de casa.
- Pero, bueno, a parte de todo esto, ¿de verdad se le escurren las ideas, como dicen en el pueblo?- pregunto.
Jacinto, me mira entre paciente y compasivo, mientras le tiembla en la comisura un pringue de nicotina.
- Vaya si se le escurren y se le corren, pernera abajo, hasta el suelo. ¡Pues no cree el infeliz que todo cuanto le acabo de contar, le sucede de verdad!
Y tras dos chupadas inútiles a la colilla, me hace un guiño de complicidad maligna.
El cura astuto, el pastor zote y la simple de su mujer
Era don Dimas, el cura, hombre de lujuria turbulenta. Después de treinta años de pertinaz abundo en la parroquia, muchos de sus jóvenes feligreses nunca decían mayor verdad que cuando le llamaban padre.
Andaba tan horro de prejuicios que ni el diablo se habría atrevido a aherrojarle en su infernal sentina. Y así iba y venía por el pueblo sabedor de que todos sabían y callando lo que todos callaban porque interesaba a unos, a otros y a otras que las cosas fuesen así y no anduvieran sus honras en dimes y diretes de verbosidad maldiciente.
Todo ello les valía a los feligreses, cuando acudían a misa, que los fieros sermones de otros púlpitos, con amenazas de los más terribles castigos a los que, dejados de la mano de Dios, se enfangaban en el sucio cenagal de la carne, no pasasen, en aquel pueblo, de paternales reconvenciones si no cuidaban como mandaba el Señor de sus obligaciones conyugales en el débito matrimonial, en el respeto mutuo y en la procreación de hijos para el cielo.
Pero nadie vea por eso paz y resignación en el quehacer diario de don Dimas. Pensaban sus parroquianos que a lo hecho, pecho y que revolver el ciemo sólo levanta malos olores, pero no se sacrificaban con vocación de Cristos pacientes, antes, muchos se rebelaban como Gestas insumisos. Y en más de una ocasión hubo de salir por pies el buen cura para salvar nombre y espaldas de las furiosas iras de maridos enojados, aunque nunca estuvo más cerca del peligro como en aquella cuando venció la tenacidad y virtud de la simplicísima pastora.
Era el caso que estaba don Dimas en pejigueras por la tal pastora, remisa a cualquier intento de carnal aventura que pudiera alejarla de su pastor del alma. Llevábanle todos los demonios al cura ver tanta carne mollar desperdiciada por beatería de tres al cuarto y libraba en su caletre no pocas batallas imaginarias, con intento de ganar aquella guerra, nunca dada por perdida, cuando Dios, el diablo o la casualidad vinieron a visitarle.
Fue una tarde en que el sopor digestivo de una buena olla obraba milagros en la fresca penumbra del confesionario, adormilándose con el propio susurrar de invocaciones y avemarías, cuando el chirrido de los goznes del portillo le ahuyentaron los vapores de la modorra.
- Ave María Purísima- susurró una voz al otro lado de la celosía.
Don Dimas dio un respingo y sintió cómo se le aceleraba la respiración. Aquella era la voz de la deseada pastora. Se acomodó con premura en el incómodo asiento, carraspeó un par de veces y se dispuso a llevar a la práctica la estrategia tantas y tantas veces planeada.
- Sin pecado concebida- y su propia voz se le antojó extraña.
- Padre he pecado...
Y la buena pastora se extendió en una letanía inagotable de confusos pecados, imaginarios unos, reales otros, menudos todos.
- Y la familia, hija, ¿para cuándo la familia?- preguntó don Dimas tan pronto hubo terminado de acusarse la mujer, porque es de señalar que, hasta la fecha, el matrimonio era estéril.
La penitente hizo un mohín de disgustó sabedora de las murmuraciones de los vecinos por causa tan peregrina, antes de responder:
- Mucho gusto tendríamos, mi marido y yo, en ser padres, mas no lo ha querido Dios hasta ahora.
Don Dimas volvió a aclararse la voz y siguió susurrante:
- Pues has de saber, hija mía, cómo he recibido en sueños la visita de San Froilán, santo eremita de quien soy muy devoto, y me ha hablado de los motivos por los que el Señor ha permitido que la aridez tenga asiento en tu vientre. Y no son otros sino los gravísimos pecados con los que le ofendes que, aunque perdonados, dejan una secuela de dolor en su corazón inflamado de amor por ti. Es pues preciso que ores. Y el propio san Froilán, libérrimo en sus revelaciones, me ha entregado unas orancioncillas para rezarlas en la forma y lugar oportunos, haciéndote salva y madre, todo en uno.
- Dígame cómo podrá ser ello, padre, y yo lo haré de corazón.
- Deberás procurar que tenga lugar esto antes de acabar el año, si quieres ver obrar las oraciones con prontitud. Y no podrá estar presente el mastuerzo de tu marido pues con su simpleza e ignorancia desbarataría el bálsamo de la oración. En tus manos está, hija, cómo y dónde hacerlo.
Con lo cual, la pastora apercibida y don Dimas resuelto, acordaron que ella le informaría del día y la hora en que el pastor anduviese en sus ocupaciones y no pudiera estorbar, con su presencia, tan sagrado negocio.
No tardó en llegar la ocasión, le pasó aviso la pastora, corrió don Dimas, y en menos de un padrenuestro empezó el ritual. Ordenó para ello don Dimas a la mujer acostarse en traje de Eva, tendida en la cama, cerrados los ojos y puesto el espíritu en lo alto, mientras él hacía lo demás, pues tenía aprendidas de memoria las oraciones convenientes al caso. Y comenzó una salmodia de latines, tan disparatada y necia, que hasta el más grave habría reído allí. Quien sí rió, y no lo hizo mal, fue el taimado cura, mientras entre latín y latín convencía a la simple mujer de que aquello otro con que acompañaban oraciones y salmodias eran ritos imposibles para el pastor por más que lo intentase, pues no proveía Dios de tales taumaturgias sino a quienes El quería. Pasaron, pues, un buen trecho en tales oraciones y aún tuvieron tiempo de desgranar alguna letanía y no pocas jaculatorias.
Eso fue todo o lo habría sido de quedar ahí la cosa, pero era preciso que el ovillo se enredase.
Así, por cuanto la avaricia rompe el saco, quiso don Dimas probar nueva fortuna repitiendo el ensalmo por si no hubiera surtido efecto la vez primera, pero proveyó el diablo que en esta ocasión volviera el pastor a hora imprevista y pillase a ambos en sortilegios difíciles de explicar.
Cortados quedaron allí latines, salmos y salves y sólo hubo asombro, pasmo y estupefacción.
- ¡Ah, cura malvado!, mal has obrado en esto- decía el pastor, demudada la color. Y alzaba con furia los puños como si amenazase a algún ser invisible.
- ¡Tente, tente, desgraciado!- clamaba don Dimas, temeroso- Ve de no perderte con lo que puedas hacer.
- ¿Pues qué he de hacer, miserable de mí, sino dejarle a usted recuerdo de este día, para todos los de su vida?- Y volvía los ojos por la habitación buscando con qué golpear.
Vióse perdido don Dimas, y temeroso de los palos que sin duda iban a lloverle, corrió hacia la puerta, y con un extraño quiebro cayó al suelo con muy fuertes gritos y lamentos de que allí moría de dolor y cómo no habría de moverse aunque lo molieran a golpes, pues no podría por más que lo intentara y preguntaba a grandes voces si habría desalmado tal que se atreviera a vapulear sin tino a un hombre herido cuando no podía valerse. Y, al mismo tiempo, se sujetaba uno de los pies con pruebas seguras de habérselo roto y no volver a andar y preguntaba cómo podría defenderse un cura lisiado. Todo esto con mucho gesto y pantomima, para hacerle creer al pastor que realmente se había roto el pie y debía tenerle lástima.
Quedó el pastor un momento contrito por lo que iba a hacer, pero pudo más la rabia de su honor ultrajado, así que se rehizo pronto, fue hacia el cura, tomólo por la camisa y lo zarandeó con fuerza.
- No hay más remedio y he de castigarlo, así que vístase sin más y véngase conmigo- porfiaba el pastor.
- ¿Me dirás tú cómo he de ir, cuitado, si no puedo poner el pie en el suelo sin clamar a los cielos de dolor?- se lamentaba don Dimas.
- Descuídese de eso y no haga cábalas que no han de servirle- le replicó el pastor- que en vistiéndose yo sabré qué ha de hacerse.
Y así fue, porque tan pronto se hubo vestido el buen cura, lo tomó el pastor en brazos, se lo cargó a hombros y salió con él, de casa, sin rumbo fijo.
Caminó con tan molesta carga por sendas, trochas y desmontes hasta que, doloridas las piernas, destrozada la espalda y machacado todo el cuerpo, lo dejó caer junto a unas piedras que servían de poyo al caminante, a un lado del camino y, tras sacudirse la manos, se volvió al pueblo mientras le decía muy ufano:
- Vuelva, ahora, andando pues ese es su castigo. Y sea esta la última vez, mal cura, que la próxima lo he de llevar cinco leguas más allá, aunque me deslome el cuerpo.
Salió, con esto, bien librado don Dimas cuando no daba dos céntimos por su pellejo y quedó satisfecho el pastor juzgando justo castigo el aplicado al cura, seguro de que no andaría ya en precario la honestidad de su pastora con la fiera amenaza de las cinco leguas.
Gregorio Martínez Abajo nací el 2 de junio de 1942 en Ciruelos de Cervera (Burgos).
Casado.
Fui primer premio Internacional Pentafinium de Literatura, por la novela “El fémur de san Bandrán”.
Colaboéó, como firma invitada, en el concurso de microrrelatos sobre el Cid organizado en 2011 por la Asociación “Ego Ruderico”, de Burgos, con el relato titulado “Batalla”.
Primer Premio en 2013 del Concurso de relatos cortos de La Asociación María Zambrano de Burgos, por “La muerte de la Engracia”.
En 2016 publiqué con Afronta Editorial “El fémur de san Bandrán y otros relatos jacobeos”, una novela corta y una selección de relatos y cuentos.
El Ayuntamiento de Valladolid me otorgó en 2015 el Tercer Premio del IX Certamen Literario “Las fuentes de la edad”.
Diploma de honor en el 14º concurso Literario UDP en la convocatoria 2015 por el relato ”La volubilidad de las ranas”.
En noviembre de 2019 publiqué“Biblia para creyentes desengañados”, un tratado bíblico de investigación basado en el punto de vista de la razón.
“La razón es fuente de conocimiento. La superstición es oscuridad e ignorancia”.