La muchacha había decidido
entregarse. La virginidad le molestaba no tanto por lo que de ella pudieran
pensar otras personas, como por el gusto de probar las tan cacareadas delicias
de Venus.
Había elegido a un zote
fornido, rugoso, atrabiliario, velludo como oso, perdido en una majada allá en
monte, del que se decían maravillas.
Mientras se desnudaba, el
chico la miraba entre divertido y burlón haciendo muchas muecas y visajes con
los ojos.
- ¿Y bien?-, preguntó
cuando se hubo desnudado poniendo pose de actriz de película.
El rústico fijó en ella sus
ojos como platos y se le acercó a los pechos. Eran dos manzanas en sazón. Se
los miró, sobó, pellizcó y acarició.
- ¿Y bien?-, volvió a
preguntar viendo que el muchacho no se arrancaba.
- ¿Y cuánto?-, dijo él.
- ¿Cuánto?
- Si le doy gusto a la
cabra me entrega su leche, la oveja su lana y sus corderos y hasta la burra me
lo agradece con su trabajo. ¿Habías de ser tu menos?
Y se alejó sendero
adelante, dejándola allí con las bragas en la mano y el rubor de la vergüenza
destilándole cuerpo abajo.