Navidades recordadas las de antaño, quizá porque los que peinamos canas (por decirlo de manera grata pues a algunos ya ni canas nos quedan) añoramos el pasado, como el niño recién destetado echa de menos los pechos nutricios de su madre.
Eran años de penuria, quizá también de hambre, de alguna hambre al menos, si no de pan, sí de un tasajo de cordero con patatas o un pescado presentado con salsa verde, animando a chuparse los dedos, como lo habíamos visto en el cine o en la foto de alguna revista y cuyo recuerdo guardábamos, revoloteando ansias, en la imaginación del estómago.
Por entonces se montaba el Belén en el zaguán de entrada, el buen Belén, claro, el Portal con figuritas. También se montaba el otro, ¡qué duda cabe!, pero ese quedaba en el secreto más hondo de los dormitorios conyugales con sus palabrotas, alguna blasfemia insinuada y un amago de bofetada. Nada grave, también hay que decirlo: jamás llegaba la sangre al río y, a la noche siguiente todo se volvía ardientes rescoldos que asuraban sábanas y pijamas mientras se hacían las paces.
Pero vuelvo al Belén de las figuritas. Había algunos tan sencillos y pobres que tenían sólo las tres imprescindibles en todo Portal que quiera parecerlo: el Niño, San José y la Virgen. Otros, más ambiciosos, añadían un buey y una mula amorfos, a más de unos Reyes sobre camellos rencos o desrabados y los muy vistosos tenían sus pastores cuidando exiguos rebaños, alguna zagala en edad de merecer con cordero sobre los hombres, patos, gallinas y conejos, corrientes de agua hechas con papel de plata, un Herodes de rostro ferocísimo, rodeado de soldados romanos, y el angelote turiferario cantando el “Gloria in excelsis”.
El Niño aparecía siempre rollizo, sonriente y juguetón, ajeno en su desnudez al espantoso frío que se adivinaba en la harina esparcida por los tejados simulando nieve. Y una Virgen y un San José a punto de levitar de puro absortos y encandilados.
La cena de Nochebuena era exigua pero muy bien llevada en familia. Por una noche no había adultos ni niños y todos disfrutaban de los mismos privilegios. Se comenzaba con una sopa castellana donde lo de menos eran el pan y el caldo, pues se la aderezaba con huevos estozados, chorizo de la reciente matanza y un sembrado de morcilla rota que hacía las delicias del estómago menos avenido.
Seguía el chicharro impregnado en una salsa sustanciosa donde todos, a porfía, hundían los dedos untando el pan, y si el año había sido bueno hasta podía haber una o dos chuletas a la plancha a repartir en buena compañía.
El postre era siempre el mismo y plural. Primero una fuente rebosando rodajas de naranja embadurnadas en aceite y sal, manjar de dioses reservado a estómagos poco delicados. Yo probaba una por no quedar al margen de la fiesta, pero luego me aplicaba a mi propia naranja, a reventar de azúcar, que hacía menos ascos a mi paladar de niño. Venía detrás una imponente cazuela de castañas cocidas con anises a la que todos nos aplicábamos con fruición y cuando ya languidecían naranjas y castañas, venía el plato de turrón, no mucho, debo reconocerlo, lo justo y un poquito más para matar el gusanillo de las fiestas. No estaban los tiempos para alegrías y el turrón, aunque español, se prodigaba más en mesas mejor abastecidas.
Terminaba con ello la cena y era el momento de cantarle al Niño uno o dos villancicos, con más entusiasmo que acierto, de lo que quedábamos muy pagados los críos y abundando en sorna los mayores. Luego alguien mentaba de ir a la Misa del Gallo. Las mujeres más propensas a beaterías de rezos y sotanas se abrigaban como si fueran a conquistar los polos y nos dejaban a los hombres y a los críos pequeños en casa.
Se abrían entonces las botellas de coñac y de anís, se escanciaba un chorrillo, sin esmerarse mucho que habían de durar hasta final de las fiestas, y en seguida empezaban a pintar oros, bastos, o espadas sobre la mesa. Después, cambiaba el encarte a los órdagos y envites del mus mientras se nos iban cerrando los ojos a los más jóvenes. Cuando las mujeres volvían de la iglesia, con la gracia del recién nacido brillándoles en los ojos, yo dormía hecho un rebujo en algún rincón de la cocina. Las manos amorosas de mi madre o mi abuela, me llevaban a la cama y me arropaban sin quitarme las ropas para que no me despertase.
A cualquiera que no haya vivido aquellos tiempos le sonará a cuento de Maricastaña esto que digo. Hoy no se conciben una fiestas navideñas, sin pitanzas con empacho, gastos desorbitados en fruslerías innecesarias y felicitaciones a todo trapo para cubrir el expediente verbenero.
Se nos han colado de rondón demasiados barbarismos costumbristas y pienso que no para bien. Ahí tenemos, como muestra, ese gordo grasiento, vestido de rojo, con su risa bronca y destemplada, que a saber de qué tontería se reirá, y su campanita hirientemente desestabilizadora.
¿Hemos pensado bien a quien rendimos pleitesía cuando reímos las gracias de ese personaje o lo añadimos a nuestro mobiliario particular? Rostro abotagado, ojos menudos, narizota colorada y mejillas surcadas de venas transparentes, imagen de alcoholizado irrecuperable. Vientre descomunal propio de un glotón irredento, pies torpes, andar grotesco sin dejar de ser engreído y compañero de juegas y jaranas de uno de los renos que arrastra su peculiar medio de transporte, a juzgar por esa trufa roja como la nariz del dueño.
Y se nos aparece machacón y molesto en centros comerciales y grandes almacenes, animándonos a un gasto incontrolado y masivo, envenenando las necesidades de grandes y pequeños, manipulando nuestras preferencias y haciendo que unas fiestas que deberían ser alegres y familiares, se nos tornen horrorosamente desagradables y angustiosas, presos de la insatisfacción consumista.
- ¡Ho, ho, ho!- ríe sin entonación, haciéndonos barruntar falta de sinceridad en cada “ho”, matices de alegría forzada, maldad perniciosa por hipócrita e inhumana.
La risa abierta y sincera, siempre ha sonado: ¡Jaaaja, ja, ja ja…!
Desconfiad de quien no sabe reír.
En cualquier caso, sintáis como sintáis estas fiestas y os arropéis en las haldas que más gusto os den, para todos, ¡feliz Navidad!