jueves, 22 de noviembre de 2012

Tizona



Las estrellas se estremecen bajo el relente.
Todo duerme. Duerme la noche al abrigo de una luna entreverada por las nubes. Duerme el monasterio tras la seguridad de sus muros, arropado por frailunos ronquidos que se escapan de las celdas. Y duermen las niñas María y Cristina ajenas a la tragedia del adiós.
Sólo Jimena vela la ausencia del hombre que la arrebató un día de sus montañas para darle nobleza en la áspera Castilla. Espera asomada a la ventana de un torreón musgoso aguzando el oído que le anuncie el galope nervioso de Babieca.
Espera abrazada a Tizona y sonríe el olvido del guerrero.

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A orillas del Arlanzón, sesenta lanzas, las mejores de Castilla, esperan la llegada del día para marchar a tierras hostiles. Rodrigo pasea nervioso por la glera mientras ordena guardias y dispone vigías. Algo se le escapa en aquella noche nacida para el olvido. Y de pronto se apercibe de la causa. Ha echado mano al costado y no topa empuñadura.
- ¡Presto! ¡Babieca!-, ordena.
Sin gualdrapa ni jaeces, sólo con bridón y silla, aguija a Babieca hacia Cardeña. Pretexta la espada, pero el motivo es la desazón de su última noche en Castilla. Y la noche se hace cómplice de cabalgadas, sombras y susurros sin mengua de tan grande honor.

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Al alba, regresa resplandeciente con la Tizona al costado.

Batalla



El contrincante es joven y tiene el vigor de los cortos años, pero el brazo de Ruy Díaz está bregado en cien batallas y lo humilla.
A punto de descargar el golpe decisivo queda al descubierto el rostro del sarraceno. Más que joven, es un niño. Moreno, ojos despiertos, sin barba aún que mesarse.
El Campeador amaga recuerdos: Diego, Consuegra…
Mira en torno suyo, toma un caballo de crines ensangrentadas y ayuda a montar al muchacho. Lo aguija, luego, con el hierro y espera hasta verlos perderse en la lejanía.
No ha tiempo para más. Una cimitarra enemiga le reclama.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Una jornada mas



Camina al socaire de las sombras que proyectan ángulos de inseguridad contra los muros. Es el barrio, su barrio, lo conoce como la palma de la mano pero no puede evitar un escalofrío medroso cada madrugada, camino de casa. Las farolas sucias y destrozadas por el rozar de viandantes, orinar de perros y pedradas de críos apenas bastan a romper la oscuridad de las aceras.
Viene de lejos, del otro extremo de la ciudad, de allí donde las fábricas se levantan con amenaza de humos y tufaradas. Se ha pasado buena parte de la noche limpiando orines, desatascando lavabos y fregando suciedades en uno de los inmensos tinglados. De regreso a casa, al pasar por el centro, ha saludado a dos jardineros que regaban los parterres y a los empleados del camión de basuras en retirada, con la carga del último contenedor a cuestas. Pero ha llegado aquí, a su barrio, y el miedo se ha apoderado de ella.
Nunca le ha sucedido nada, pero algún día… La penumbra cárdena del amanecer empieza a golpear el horizonte. Unos pasos sospechosos marcan los adoquines al ritmo de sus propios pasos. La respiración se le hace más agitada, siente húmedas las manos de ese sudor frío síntoma del pánico, y se detiene. Los pasos se acercan, la rebasan y oye que la saludan:
- Buenas noches, Pascuala… o días.
Es la voz aguardentosa e insegura de Pacorro, un hombre de edad indefinida, barba boscosa, prieta, que se le hace una con la maraña grasienta del pelo. Cerró hace tiempo la última taberna, pero ha andado de aquí para allá buscando otro vaso de vino agriado, y ahora se retira también a casa. 
Pascuala respira hondo y, de momento, se siente reconfortada. Hoy ha sido Pacorro, pero algún día será un indeseable, un drogadicto, un desconocido quien la aborde y exija las menguadas monedas que necesita para de dar de comer a sus hijos. Y acelera el paso hacia las míseras casuchas que se perfilan contra las primeras luces del día.
Empuja la puerta de la calle y, entonces, de un rincón donde las sombras han empezado a desvanecerse, salta un bulto sobre ella. Lanza un grito de espanto y trata de defenderse a puñadas Unas manos firmes, como de acero, la sujetan con fuerza y oye la voz grave y destrozada del hombre:
- Perdona, Pascuala, soy yo. No te había conocido.
Impenitente zarrapastroso, el “Lamias” vive de la miseria que consigue de bolsillos tan míseros como el suyo. Va a salto de mata, amedrenta a quien puede con su aspecto descuidado y algo feroz, pero respeta a los vecinos, y Pascuala es vecina y amiga.
- Perdona, Pascuala, perdona.
Y vuelve a ocultarse en la oscuridad del rincón.
Cuando entra en casa se dirige a la habitación de los niños. Abre la puerta con mucho cuidado. Deja pasar el rayo de luz que llega desde la bombilla del pasillo. En las literas se desperezan, con aires de galbana, dos muchachotes fuertes y hermosos a punto de abandonar la pubertad. Pascuala les estampa un beso en la frente y tira fuera las sábanas animándolos a levantarse. Mientras se lavan les prepara un desayuno frugal y el pequeño bocadillo que comerán a media mañana durante el recreo. Luego, mientras se toman la leche, ellos le muestran los trabajos del colegio, le hablan de la nueva profesora y de que el director del colegio se ha accidentado al golpearse contra la puerta de cristal de la biblioteca, y del nuevo compañero que apenas habla español porque es de un país con un nombre muy raro, y…
Pascuala los oye mientras zarcea en el fregadero con los cacharros de la cena y asiente, de vez en cuando, dando a entender que los escucha y se interesa por lo que le dicen. A veces hablan los dos a la vez y no entiende a ninguno, pero ella sigue asintiendo y sonriéndoles sin dejar el fregado.
- Vamos no os durmáis o llegaréis tarde.
Y les da un beso en la mejilla, en el cogote, a veces al aire, mientras corren escaleras abajo.
Tiene la casa como una patena, o lo procura, y sopas podrían comerse en el suelo, aunque lo suyo le cuesta. El sueño le cierra los ojos pero aún ha de lavar la ropa amontonada en el barreño y, luego, repasar las rodilleras de esos pantalones que se clarean y poner coderas a la chaqueta del mayor y buscar los calcetines a rayas del pequeño, misteriosamente desaparecidos ayer, y dejar preparada la cena para la noche que los niños, comer, lo harán en el colegio, y...
También deberá pensar un poco en ella, en el trabajo de la fábrica cada vez más inseguro, en las noticias del sindicato sobre la inminente huelga, en la escasez y en tantas y tantas cosas motivo de cavilaciones y desasosiegos. Pero ahora no tiene tiempo, por eso lo hará en la cama, cuando se acueste, a mediodía, si el sueño no la vence antes y cae rendida de bruces sobre la mesa como tantas otras veces.
U otro día cuando las cosas se tranquilicen, el trabajo lo tenga asegurado y los del sindicato se dejen de bravuconadas y enfrentamientos. Otro día cuando sienta los brazos y las piernas, y se le vaya el dolor de cintura, y no le duela la cabeza, ni le amenacen, cada madrugada, los miedos de aquel barrio hostil. Otro día…