Camina al
socaire de las sombras que proyectan ángulos de inseguridad contra los muros.
Es el barrio, su barrio, lo conoce como la palma de la mano pero no puede
evitar un escalofrío medroso cada madrugada, camino de casa. Las farolas sucias
y destrozadas por el rozar de viandantes, orinar de perros y pedradas de críos
apenas bastan a romper la oscuridad de las aceras.
Viene de
lejos, del otro extremo de la ciudad, de allí donde las fábricas se levantan con
amenaza de humos y tufaradas. Se ha pasado buena parte de la noche limpiando orines,
desatascando lavabos y fregando suciedades en uno de los inmensos tinglados. De
regreso a casa, al pasar por el centro, ha saludado a dos jardineros que
regaban los parterres y a los empleados del camión de basuras en retirada, con
la carga del último contenedor a cuestas. Pero ha llegado aquí, a su barrio, y
el miedo se ha apoderado de ella.
Nunca le ha
sucedido nada, pero algún día… La penumbra cárdena del amanecer empieza a
golpear el horizonte. Unos pasos sospechosos marcan los adoquines al ritmo de
sus propios pasos. La respiración se le hace más agitada, siente húmedas las
manos de ese sudor frío síntoma del pánico, y se detiene. Los pasos se acercan,
la rebasan y oye que la saludan:
- Buenas
noches, Pascuala… o días.
Es la voz
aguardentosa e insegura de Pacorro, un hombre de edad indefinida, barba
boscosa, prieta, que se le hace una con la maraña grasienta del pelo. Cerró
hace tiempo la última taberna, pero ha andado de aquí para allá buscando otro
vaso de vino agriado, y ahora se retira también a casa.
Pascuala
respira hondo y, de momento, se siente reconfortada. Hoy ha sido Pacorro, pero
algún día será un indeseable, un drogadicto, un desconocido quien la aborde y
exija las menguadas monedas que necesita para de dar de comer a sus hijos. Y
acelera el paso hacia las míseras casuchas que se perfilan contra las primeras
luces del día.
Empuja la
puerta de la calle y, entonces, de un rincón donde las sombras han empezado a desvanecerse,
salta un bulto sobre ella. Lanza un grito de espanto y trata de defenderse a
puñadas Unas manos firmes, como de acero, la sujetan con fuerza y oye la voz
grave y destrozada del hombre:
- Perdona, Pascuala,
soy yo. No te había conocido.
Impenitente
zarrapastroso, el “Lamias” vive de la miseria que consigue de bolsillos tan
míseros como el suyo. Va a salto de mata, amedrenta a quien puede con su
aspecto descuidado y algo feroz, pero respeta a los vecinos, y Pascuala es
vecina y amiga.
- Perdona, Pascuala,
perdona.
Y vuelve a
ocultarse en la oscuridad del rincón.
Cuando entra
en casa se dirige a la habitación de los niños. Abre la puerta con mucho
cuidado. Deja pasar el rayo de luz que llega desde la bombilla del pasillo. En
las literas se desperezan, con aires de galbana, dos muchachotes fuertes y
hermosos a punto de abandonar la pubertad. Pascuala les estampa un beso en la
frente y tira fuera las sábanas animándolos a levantarse. Mientras se lavan les
prepara un desayuno frugal y el pequeño bocadillo que comerán a media mañana
durante el recreo. Luego, mientras se toman la leche, ellos le muestran los
trabajos del colegio, le hablan de la nueva profesora y de que el director del
colegio se ha accidentado al golpearse contra la puerta de cristal de la
biblioteca, y del nuevo compañero que apenas habla español porque es de un país
con un nombre muy raro, y…
Pascuala los
oye mientras zarcea en el fregadero con los cacharros de la cena y asiente, de
vez en cuando, dando a entender que los escucha y se interesa por lo que le
dicen. A veces hablan los dos a la vez y no entiende a ninguno, pero ella sigue
asintiendo y sonriéndoles sin dejar el fregado.
- Vamos no os durmáis o llegaréis
tarde.
Y les da un
beso en la mejilla, en el cogote, a veces al aire, mientras corren escaleras
abajo.
Tiene la casa
como una patena, o lo procura, y sopas podrían comerse en el suelo, aunque lo
suyo le cuesta. El sueño le cierra los ojos pero aún ha de lavar la ropa
amontonada en el barreño y, luego, repasar las rodilleras de esos pantalones
que se clarean y poner coderas a la chaqueta del mayor y buscar los calcetines
a rayas del pequeño, misteriosamente desaparecidos ayer, y dejar preparada la
cena para la noche que los niños, comer, lo harán en el colegio, y...
También deberá
pensar un poco en ella, en el trabajo de la fábrica cada vez más inseguro, en
las noticias del sindicato sobre la inminente huelga, en la escasez y en tantas
y tantas cosas motivo de cavilaciones y desasosiegos. Pero ahora no tiene
tiempo, por eso lo hará en la cama, cuando se acueste, a mediodía, si el sueño
no la vence antes y cae rendida de bruces sobre la mesa como tantas otras veces.
U otro día
cuando las cosas se tranquilicen, el trabajo lo tenga asegurado y los del
sindicato se dejen de bravuconadas y enfrentamientos. Otro día cuando sienta
los brazos y las piernas, y se le vaya el dolor de cintura, y no le duela la
cabeza, ni le amenacen, cada madrugada, los miedos de aquel barrio hostil. Otro
día…