jueves, 19 de julio de 2012

Matrimonio de conveniencia


El trueno retumbó por encima del robledo y se desparramó en ecos interminables ladera abajo hasta estrellarse contra la casa. Hildegarda se estremeció involuntariamente y esperó el zigzag cárdeno de un nuevo relámpago, pero no llegó. Mientras, se desgajaron las nubes y un turbión empezó a golpear la tierra reseca levantando minúsculos cráteres de polvo.
Gonzalo alargó el brazo y tanteó, sin mirarla, hasta rozarle la mano. El olor a tierra húmeda y el repiqueteo de la lluvia sobre el tejadillo que protegía el umbral de la casa sublimó a ambos y los dejó en un estado de placidez semiinconsciente.
El calor había sido sofocante durante todo el día. Los cuerpos buscaban el frescor de la umbría, y se acurrucaban por los rincones, temerosos, bajo el irresistible agobio de un implacable cielo lechoso. Cada ráfaga de bochorno era un latigazo quemando la piel. Habían permanecido ambos tumbados en dos colchonetas de heno a la puerta de la casa desde primeras horas de la mañana, sin ánimo de emprender ninguna tarea. A mediodía él se alargó hasta la cocina y trajo dos cervezas heladas que bebieron con avidez, luego siguieron callados atenazando con su silencio la tupida calma de la naturaleza. A ratos Hildegarda aguzaba el oído, ponía atención tratando de captar algún sonido, pero un brutal y callado sudario envolvía los alrededores.
Ni hambre tenían, así que llegada la hora de la comida siguieron tumbados sobre el heno. Una vez se levantó la mujer y fue para traer más cerveza y agua helada con unas gotas de limón. Luego empezó a hacerse noche oscura a mitad de la tarde, con nubarrones azabachados tejiendo la tormenta, y un viento abrasador bajó en torbellino desde el robledal.
Ahora, mientras escuchaban el repiqueteo relajante de la lluvia golpeando sobre sus cabezas, dieron rienda suelta a pensamientos contenidos por la gravedad de los calores. Las ideas les venían alborotadas con la misma turbulencia del agua que caía en cortina sobre el campo sediento. Gonzalo miraba cómo se empapaba la tierra enfrente de él, se saturaba de agua y el regato pasaba a ser río caudaloso que anegaba la campiña hasta donde alcanzaba la vista.
- ¿Recuerdas cuando nos conocimos? Aquel día también llovía-, dijo.
- Sí, pero era una lluvia fría que entenebrecía los huesos-, contestó la mujer.
Gonzalo era de naturaleza apática, medroso y tímido ante lo desconocido, desconsiderado incluso consigo mismo y presa de inexistentes limitaciones. Por ello, y aunque habría podido sobresalir causando admiración, que físico tenía sobrado, acaba siempre retrayéndose y quedaba olvidado en un rincón donde nadie hacía cuenta de él, ni era tenido en consideración para nada. Tornóse por ello huraño, agresivo y huidizo y tomó determinación firme de dedicarse de lleno a acumular conocimientos, memorizar mamotretos incomprensibles y aprobar curso tras curso.
El día que llegó Hildegarda a la facultad ni siquiera se fijó en ella. Era una muchacha, tan poco agraciada de prendas como de nombre. Su cuerpo semejaba un haz de sarmientos desmadejados y sin conexión entre sí; la boca, menuda y abierta como un agujero inútil en medio de la cara, mostraba unos dientes desiguales y rebeldes, amagando una mueca de tristeza al sonreír, y cada ojo era de una ventolera y mirar disperso sin que nunca llegaran a ponerse de acuerdo a dónde dirigirse. Hablaba con torpeza, daba ligeros saltitos al caminar y toda ella se envolvía en una aureola de apatía degenerativa.
La joven, con tan irritante bagaje, se sintió perdida entre los pícaros estudiantes, siempre propensos a embromar con crueldad una víctima propiciatoria. Vagaba por los pasillos claustrales del edificio, recatándose al amparo de las columnas y la soledad de la salas de estudio, cuando tropezó por casualidad con Gonzalo. Se dieron de manos a boca. El contacto de los cuerpos provocó en ambos un sentimiento desconocido. Turbóse ella, embrollóse él, y quedaron ambos desconcertados, luego tomaron la misma dirección acompañados de un silencio ominoso. Vivían, sin saberlo, pared por medio, en un edificio de apartamentos para estudiantes. Una lluvia fina y fría que calaba hasta los huesos les acompañó en el camino de casa. A la puerta del piso estuvieron los dos largo rato, empapados en medio del charco que chorreaba de sus ropas, mirándose, sin decirse nada, sin despedirse, esperando cada uno que fuese el otro quien tomase la iniciativa. Parecían anuncio de miserias y ejemplo de necesidades. Pero fue el principio de una amistad.
Porque aquello no pasó de amistad. Enamorarse, hay quien se enamora de legañas, pero según convinieron con tácito consentimiento ni Hildegarda llegaba a legaña ni Gonzalo aspiraba a tanto, por lo que, cuando ambos terminaron los estudios, se entregaron a una maravillosa amistad trazada con regla firme, amalgamada de silencios y rechazos, y confirmada con un matrimonio de conveniencia. No hubo declaraciones amorosas, siquiera fingidas, ni juramentos de fidelidad ya que no de amor, sólo promesa de ayuda mutua.
La tormenta amainaba, el bochorno había desaparecido y se respiraba con holgura. Hildegarda se removió en su colchón de heno, estirando los brazos en un intento de abarcar el infinito.
- ¿Te acuerdas del día que nos juramos ayuda eterna?-, preguntó.
Gonzalo la miró. Seguía siendo la mujer desastrada y fea de siempre, aunque velados ahora los rasgos por el disimulo del tiempo. Tampoco él había resistido el paso de los años y se encogía en una especie de acento circunflejo cada vez menos disimulado. Sonrió y asintió con la cabeza.
Fue a mediados de aquel primer curso. Ella, en un arranque de valor, quiso llevar más allá la amistad y le pidió relaciones. El se sintió horrorizado y no lo disimuló. Le dijo a las claras que no la amaba y nunca podría amarla y que era torpe y fea y otras cosas terribles que le destrozaron el corazón. Hildegarda se refugió, desolada, en los brazos de un canijo despeinado que se escondía tras unos culos de botella a modo de gafas, embebido en la quimérica solución de la cuadratura del círculo a la que, decía, estaba a punto de dar respuesta. Acogió a la chica y se encerró con ella en un cuartucho de dos por tres. Al poco se perdían ambos en un mundo de conjuntos, subconjuntos y teoremas tan enloquecedores como abstractos. No volvió a saberse de ellos hasta dos meses después con motivo de un simposio donde el canijo e Hildegarda expusieron sus logros en una fórmula para calcular infinitos.
Gonzalo, quizá, admirado por los conocimientos de Hildegarda en la complejidad de las matemáticas, acaso torturado por los remordimientos del cruel trato dado a la muchacha, resolvió en su ánimo recuperarla en todo el esplendor de su pasada amistad y un día la abordó. Se hundió en el pozo de la humillación pidiéndole perdón con las más emotivas palabras que encontró e hizo una exposición de sus miserias, arropándolas con lágrimas de arrepentimiento firme y logrando de Hildegarda una mirada compasiva. Ella le tomó la cara entre sus manos y le secó las mejillas con un beso de hermana. Luego, sin pronunciar palabra, se lo llevó a su habitación y estuvo con él toda la noche y el día siguiente hablando de lo humano y lo divino, del pasado y del porvenir glorioso que les esperaba. Entre ellos no habría amor, pero se entregarían con afecto uno a otro dándose una felicidad comprensible solo para espíritus superiores. O al menos así lo entendieron.
Un trueno apagado les anunció la lejanía de la tormenta. Había dejado de llover. El sol asomó su rostro amarillento entre dos nubes desmadejadas por la tormenta.
Ahora fue Gonzalo quien preguntó:
- ¿Has sido feliz?
Hildegarda se levantó. La tela del vestido era ligera, adecuada para combatir el calor que había hecho. A su través se adivinaban las formas secas y retorcidas de unos miembros que jamás fueron acariciados, de un cuerpo enteco que nunca supo de embates amorosos.
- Todo lo feliz que se puede ser sin amor-, murmuró mientras se retiraba.
Gonzalo la siguió con la mirada mientras le envolvía un olor espeso a hembra necesitada y por primera vez sintió deseos de lo que aquel cuerpo pudiera ofrecerle.
- ¡Hildegarda!- llamó.
Y corrió tras ella al interior de la casa.

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