El trueno retumbó por encima del
robledo y se desparramó en ecos interminables ladera abajo hasta estrellarse
contra la casa. Hildegarda se estremeció involuntariamente y esperó el zigzag
cárdeno de un nuevo relámpago, pero no llegó. Mientras, se desgajaron las nubes
y un turbión empezó a golpear la tierra reseca levantando minúsculos cráteres
de polvo.
Gonzalo alargó el brazo y
tanteó, sin mirarla, hasta rozarle la mano. El olor a tierra húmeda y el
repiqueteo de la lluvia sobre el tejadillo que protegía el umbral de la casa
sublimó a ambos y los dejó en un estado de placidez semiinconsciente.
El calor había sido sofocante durante
todo el día. Los cuerpos buscaban el frescor de la umbría, y se acurrucaban por
los rincones, temerosos, bajo el irresistible agobio de un implacable cielo
lechoso. Cada ráfaga de bochorno era un latigazo quemando la piel. Habían
permanecido ambos tumbados en dos colchonetas de heno a la puerta de la casa
desde primeras horas de la mañana, sin ánimo de emprender ninguna tarea. A
mediodía él se alargó hasta la cocina y trajo dos cervezas heladas que bebieron
con avidez, luego siguieron callados atenazando con su silencio la tupida calma
de la naturaleza. A ratos Hildegarda aguzaba el oído, ponía atención tratando
de captar algún sonido, pero un brutal y callado sudario envolvía los
alrededores.
Ni hambre tenían, así que
llegada la hora de la comida siguieron tumbados sobre el heno. Una vez se
levantó la mujer y fue para traer más cerveza y agua helada con unas gotas de
limón. Luego empezó a hacerse noche oscura a mitad de la tarde, con nubarrones
azabachados tejiendo la tormenta, y un viento abrasador bajó en torbellino desde
el robledal.
Ahora, mientras escuchaban el
repiqueteo relajante de la lluvia golpeando sobre sus cabezas, dieron rienda
suelta a pensamientos contenidos por la gravedad de los calores. Las ideas les
venían alborotadas con la misma turbulencia del agua que caía en cortina sobre el
campo sediento. Gonzalo miraba cómo se empapaba la tierra enfrente de él, se
saturaba de agua y el regato pasaba a ser río caudaloso que anegaba la campiña
hasta donde alcanzaba la vista.
- ¿Recuerdas cuando nos
conocimos? Aquel día también llovía-, dijo.
- Sí, pero era una lluvia fría
que entenebrecía los huesos-, contestó la mujer.
Gonzalo era de naturaleza
apática, medroso y tímido ante lo desconocido, desconsiderado incluso consigo
mismo y presa de inexistentes limitaciones. Por ello, y aunque habría podido
sobresalir causando admiración, que físico tenía sobrado, acaba siempre
retrayéndose y quedaba olvidado en un rincón donde nadie hacía cuenta de él, ni
era tenido en consideración para nada. Tornóse por ello huraño, agresivo y
huidizo y tomó determinación firme de dedicarse de lleno a acumular conocimientos,
memorizar mamotretos incomprensibles y aprobar curso tras curso.
El día que llegó Hildegarda a la
facultad ni siquiera se fijó en ella. Era una muchacha, tan poco agraciada de
prendas como de nombre. Su cuerpo semejaba un haz de sarmientos desmadejados y
sin conexión entre sí; la boca, menuda y abierta como un agujero inútil en
medio de la cara, mostraba unos dientes desiguales y rebeldes, amagando una
mueca de tristeza al sonreír, y cada ojo era de una ventolera y mirar disperso
sin que nunca llegaran a ponerse de acuerdo a dónde dirigirse. Hablaba con
torpeza, daba ligeros saltitos al caminar y toda ella se envolvía en una
aureola de apatía degenerativa.
La joven, con tan irritante
bagaje, se sintió perdida entre los pícaros estudiantes, siempre propensos a
embromar con crueldad una víctima propiciatoria. Vagaba por los pasillos
claustrales del edificio, recatándose al amparo de las columnas y la soledad de
la salas de estudio, cuando tropezó por casualidad con Gonzalo. Se dieron de
manos a boca. El contacto de los cuerpos provocó en ambos un sentimiento
desconocido. Turbóse ella, embrollóse él, y quedaron ambos
desconcertados, luego tomaron
la misma dirección acompañados de un silencio ominoso. Vivían, sin saberlo,
pared por medio, en un edificio de apartamentos para estudiantes. Una lluvia
fina y fría que calaba hasta los huesos les acompañó en el camino de casa. A la
puerta del piso estuvieron los dos largo rato, empapados en medio del charco
que chorreaba de sus ropas, mirándose, sin decirse nada, sin despedirse, esperando
cada uno que fuese el otro quien tomase la iniciativa. Parecían anuncio de
miserias y ejemplo de necesidades. Pero fue el principio de una amistad.
Porque aquello no pasó de
amistad. Enamorarse, hay quien se enamora de legañas, pero según convinieron
con tácito consentimiento ni Hildegarda llegaba a legaña ni Gonzalo aspiraba a
tanto, por lo que, cuando ambos terminaron los estudios, se entregaron a una
maravillosa amistad trazada con regla firme, amalgamada de silencios y
rechazos, y confirmada con un matrimonio de conveniencia. No hubo declaraciones
amorosas, siquiera fingidas, ni juramentos de fidelidad ya que no de amor, sólo
promesa de ayuda mutua.
La tormenta amainaba, el
bochorno había desaparecido y se respiraba con holgura. Hildegarda se removió
en su colchón de heno, estirando los brazos en un intento de abarcar el
infinito.
- ¿Te acuerdas del día que nos
juramos ayuda eterna?-, preguntó.
Gonzalo la miró. Seguía siendo
la mujer desastrada y fea de siempre, aunque velados ahora los rasgos por el
disimulo del tiempo. Tampoco él había resistido el paso de los años y se
encogía en una especie de acento circunflejo cada vez menos disimulado. Sonrió
y asintió con la cabeza.
Fue a mediados de aquel primer
curso. Ella, en un arranque de valor, quiso llevar más allá la amistad y le pidió
relaciones. El se sintió horrorizado y no lo disimuló. Le dijo a las claras que
no la amaba y nunca podría amarla y que era torpe y fea y otras cosas terribles
que le destrozaron el corazón. Hildegarda se refugió, desolada, en los brazos
de un canijo despeinado que se escondía tras unos culos de botella a modo de
gafas, embebido en la quimérica solución de la cuadratura del círculo a la que,
decía, estaba a punto de dar respuesta. Acogió a la chica y se encerró con ella
en un cuartucho de dos por tres. Al poco se perdían ambos en un mundo de
conjuntos, subconjuntos y teoremas tan enloquecedores como abstractos. No
volvió a saberse de ellos hasta dos meses después con motivo de un simposio
donde el canijo e Hildegarda expusieron sus logros en una fórmula para calcular
infinitos.
Gonzalo, quizá, admirado por los
conocimientos de Hildegarda en la complejidad de las matemáticas, acaso
torturado por los remordimientos del cruel trato dado a la muchacha, resolvió
en su ánimo recuperarla en todo el esplendor de su pasada amistad y un día la
abordó. Se hundió en el pozo de la humillación pidiéndole perdón con las más
emotivas palabras que encontró e hizo una exposición de sus miserias,
arropándolas con lágrimas de arrepentimiento firme y logrando de Hildegarda una
mirada compasiva. Ella le tomó la cara entre sus manos y le secó las mejillas
con un beso de hermana. Luego, sin pronunciar palabra, se lo llevó a su
habitación y estuvo con él toda la noche y el día siguiente hablando de lo
humano y lo divino, del pasado y del porvenir glorioso que les esperaba. Entre
ellos no habría amor, pero se entregarían con afecto uno a otro dándose una
felicidad comprensible solo para espíritus superiores. O al menos así lo entendieron.
Un trueno apagado les anunció la
lejanía de la tormenta. Había dejado de llover. El sol asomó su rostro
amarillento entre dos nubes desmadejadas por la tormenta.
Ahora fue Gonzalo quien
preguntó:
- ¿Has sido feliz?
Hildegarda se levantó. La tela
del vestido era ligera, adecuada para combatir el calor que había hecho. A su
través se adivinaban las formas secas y retorcidas de unos miembros que jamás
fueron acariciados, de un cuerpo enteco que nunca supo de embates amorosos.
- Todo lo feliz que se puede ser
sin amor-, murmuró mientras se retiraba.
Gonzalo la siguió con la mirada
mientras le envolvía un olor espeso a hembra necesitada y por primera vez
sintió deseos de lo que aquel cuerpo pudiera ofrecerle.
- ¡Hildegarda!- llamó.
Y corrió tras ella al interior
de la casa.
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