Y este sí es el relato del
crucero por el Rhin. El gran padre Rhin es reverenciado por los alemanes como
fuente de riqueza, vía de comunicaciones y escaparate del país. Este año anda
escaso de caudal. La pertinaz sequía que asola buena parte de Europa alarga
hasta aquí sus tentáculos.
El crucero fluvial no tiene
nada que ver con los grandes cruceros
marítimos. Aquí todo es pequeño, minúsculo, en comparación con aquellos.
Nuestro barco, el Swiss Crown, era un paquebote de 110 metros de eslora, 14 de
manga y apenas dos metros de calado, con capacidad máxima para 150 personas.
El personal de servicio, un maremágnum
de nacionalidades, se defendía como gato panza arriba tratando de hacerse
entender en español. Atento a cualquier contingencia me pareció demasiado
servil en el momento de recibirnos a bordo haciendo pasillo en dos filas
perfectamente uniformadas y saludando a la usanza oriental con repetidas
flexiones de cintura. Semejante recibimiento me hizo temer lo peor, pero me
equivoqué. Quien haya viajado (especialmente en viajes organizados para la
tercera edad) tendrá la desagradable experiencia de ser perseguido y casi
obligado a divertirse según cánones preestablecidos que maldita la gracia que
tienen en la mayoría de los casos. Pero, como digo, estaba equivocado: en los
ocho días tuvimos libertad total para elegir a dónde ir y cómo pasar el tiempo.
La comida alemana es excelente. A este
respecto hay dos tópicos: la cerveza y las salchichas. Del primero debo
proclamar su veracidad. La cerveza es la bebida nacional y con mucho orgullo
pueden alardear de ella. Bebí cerveza hasta hartarme, recia y suave, clara y
oscura sin llegar al negro. Las salchichas son otra cosa. Creo que la salchicha
es a Alemania lo que la paella a España. El extranjero que llega aquí piensa
que encontrará paella en cualquier sidrería asturiana, asador castellano o
tasca vasca. Pues lo mismo sucede allí con las salchichas. De hecho sólo las
probé en una cena dedicada a la noche bávara y, en honor a la verdad, debo
decir que prefiero la otra comida, la habitual, abundante, sabrosa, bien
cocinada y en nada desmerecedora de la mediterránea.
En este viaje fueron de destacar los guías, un grupo de jóvenes de ambos
sexos perfectamente preparados para su labor. Conocían la historia, cultura,
costumbres y geografía del país y muy especialmente de las ciudades que
visitamos y eran capaces de contestar a cualquier cuestión que se les
plantease. De su mano hicimos un recorrido muy de agradecer.
Las ciudades, cuidadas y pensadas para
el disfrute ciudadano, con grandes espacios peatonales, me agradaron en
general. Con la salvedad de Bonn. Medio siglo de ostentar la capitalidad de
Alemania no le han despojado de su aire pueblerino y mediocre, aunque se salva
su Museo de la Historia, una representación vívida de los horrores del nazismo
y del holocausto judío que no pueden dejar a nadie indiferente.
Tanto el gótico como el románico
alcanzan en Alemania un esplendor difícilmente igualable. Es admirable el
románico renano de la iglesia de San Martín, en Colonia, o de las no menos
impresionantes catedrales de Espira, Worms y Maguncia
Catedral protestante de Espira. |
El gótico, denominación peyorativa en
sus orígenes, en contraposición con el clasicismo romano, es la sublimación del
arte y en Alemania esa sublimación se hace excelsa. Debido a los sucesivos
expolios y destrucciones de su patrimonio, muchos de los monumentos han tenido
que ser reconstruidos cuando no levantados desde los cimientos copiando al
original. Por ello el arte escultórico alemán carece, por lo general, de la
frescura y vivacidad de la imaginería que estamos acostumbrados a ver en
nuestras catedrales y especialmente en la de Burgos.
Pero los muros de sus iglesias y
catedrales se elevan al cielo en un canto de belleza inigualable. Impresionantes,
en arte gótico, la segunda catedral de Espira, abierta al culto protestante, y
la de Estrasburgo, a mi juicio, las mejores construcciones góticas que vi en mi viaje
(recuerdo que aunque Estrasburgo sea hoy ciudad francesa, perteneció durante
siglos al imperio alemán). A continuación coloco la catedral de Colonia. No
diré que me desilusionó, pero no estuvo a la altura de las expectativas que me
había hecho, quizá por los muchos retoques, restauraciones y arreglos que ha
debido de sufrir, así como por el poco cuidado tenido al levantar, aledaño a
sus muros, un deplorable cubo para bajar al metropolitano y otro no menos
antiestético donde se ubican los mingitorios públicos, prácticamente abrazados
ambos a los muros catedralicios. El buen gusto y la belleza se pierden en ese
punto.
La catedral de Colonia,
famosa por sus torres, no lo es menos por guardar las supuestas reliquias de
los Magos de Oriente. Pero no parecen sus habitantes muy ufanos de ellas. Casi
olvidadas, hay que preguntar una y otra vez por la urna que guarda los restos
de aquellos reyes, magos o astrólogos que visitaron Belén hace 2.000 años.
¿Andarán temerosos de resucitar los viejos fantasmas de la falsificación y
comercio de reliquias que fueron uno de los detonantes de la ruptura luterana?
Monumento a Lutero en Worms. |
Visitando Worms, la ciudad
de los Nibelungos, la ciudad donde Lutero fue condenado al destierro, recordé
viejas consignas de mis años de estudiante. Martín Lutero, un oscuro fraile
resentido, tras colgar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, predicó la herejía y se
separó de la obediencia del Papa para dar rienda suelta a sus lúbricas
relaciones con una monja.
La verdad fue muy otra.
Lutero se alzó contra la corrupción que enfangaba la Iglesia de Roma y predicó
contra la simonía y el nepotismo que esclavizaba la fe de los creyentes y
esquilmaba sus escuálidas bolsas con promesas de salvación eterna a cambio de
dinero. El monumento a la Reforma en una amplia plaza de la ciudad de Worms
recuerda la historia con fidelidad. El monje agustino es el personaje central.
A su alrededor escenas, cartelas y personajes varios recuperan la memoria de
las circunstancias en que se produjo el mayor cisma que ha conocido el
cristianismo.
Pero hoy cristianos y
protestantes viven en perfecta comunión, incluso en ocasiones comparten iglesia
para sus cultos. Aunque debo apuntar que existe un sano pique entre ambas
confesiones y si una iglesia católica toca a misa, no tarda la protestante en
llamar también a oficios, y cuando en aquella se reza el rosario, esta prepara
un sermón.
Continuando con el crucero dejaré constancia de dos momentos inolvidables. El primero fue el ascenso del Rhin mientras inundaban las salas del paquebote los sones de esa maravilla musical, Patrimonio Documental de la Humanidad, que es la Novena Sinfonía del genial sordo, Ludwig van Beethoven.
El segundo, el paso por las esclusas que permiten salvar bajíos y desniveles en la confluencia del Rhin y la Mosela. En estas aguas nos acompañaron con frecuencia manadas de elegantes cisnes mecidos por el oleaje tímido de la estela que dejaba el barco. También abundaban los patos y alguna vez se dejaba ver una pareja de garzas curiosas.
En las laderas orientadas al sur la
tierra salvaje ha sido roturada y abre al sol surcos interminables de viñas.
Son tierras frías pero adaptadas con mimo para recibir la máxima insolación y
aun los lugareños saben robar al suelo su energía con la colocación de pizarras
que durante la noche desprenden el calor acumulado. De aquí salen los caldos
del Rhin y los afamados Moselas. Pero no nos engañemos, lo suyo es la cerveza.
Quiero terminar este corto relato con
una curiosidad que la tradición ubica en la ciudad de Estrasburgo. Quizá
alguien haya oído mentar las cigüeñas de Estrasburgo. La ciudad es pródiga en
nidos de estas zancudas y parece que sus habitantes defienden a machamartillo
que el origen parisino de los bebés es totalmente falso. Los niños vienen de
Estrasburgo o, al menos, eso dicen por allá.
Es cierto y probado el medio infalible
que tienen los habitantes de Estrasburgo para llamar a la cigüeña y lo cuento
aquí. Cuando hombre y mujer han decidido ser padres dejan en el balcón, al
relente, un terrón de azúcar. Esa noche vendrá la cigüeña y se comerá el
azúcar. Después comenzará un largo, larguísimo viaje, visitando lugares que la
imaginación más desbordada no podría suponer. Sobrevolará tierras donde moran
dioses, espíritus y genios; espacios en descomposición permanente y creación
continua; mundos habitados por criaturas sin forma flotando en esferas de luz.
Allí está el germen de la vida. Ella lo toma en su pico y regresa. El viaje ha durado
nueve meses, pero no ha sido en vano y hombres y mujeres se regocijan con su vuelta.