Se
dio cuenta de que había actuado con inconsciencia absoluta, pero ya
no tenía remedio. Desde por la mañana había bebido cafés y
cervezas sin control, a sabiendas de que pronto tendría la vejiga a
reventar. Luego, la comida había sido heterogénea por demás:
pescado, carne, guisos, asados, mayonesas, salsas picantes, quesos,
tiras bacalao sin desalar, pastelitos de merengue. A todo ello
debía añadir la friura que había cogido la noche pasada por
dormir en cueros vivos . Ahora las necesidades fisiológicas le
apremiaban y debía cargar con las consecuencias. Lo mejor era
apretar el paso y llegar a casa cuanto antes.Con los muslos apretados
y aguantando cuanto podía tomó una calle de reputación dudosa. En
situación normal no habría ido por allí, pero por premura quería
tomar el camino más corto. En el portal inició una danza grotesca
retorciendo mucho el cuerpo y haciendo visajes con la cara mientras
esperaba el ascensor, parado en el último piso. Además aquel
artilugio, a quien el diablo confunda, bajaba con una lentitud
exasperante. En el descansillo del piso los llavines se le
multiplicaron en las manos y la cerradura se obstinó en no admitir a
ninguno. Abrió al fin, pero aún le quedaba un largo trecho hasta el
cuarto de aseo que recorrió arrastrando los pies y retorciendo el
cuerpo como si fuese de alambre, ¿Por qué los diseñadores de
pisos ubicaban siempre aquella estancia en el punto más alejado?
Mientras avanza hacia el inodoro fue bajándose los pantalones. En
semejante apretura, ganar segundos podía marcar una gran diferencia.
Por fin se sentó en el retrete y aflojó los esfínteres. El silbido
de la orina, vaciando la vejiga,le pareció una melodía de chirimías
y zanfoñas. Llegó, después, un retortijón alojado en algún lugar
del intestino. Esperó que el dolor fuese bajando por el laberinto de
las tripas. Aguantó los dolores, pero no pudo evitar torcer el gesto
cuando notó escoceduras en unas inoportunas hemorroides, almorranas
de tiempo de estreñimientos.
Por
fin, con un esfuerzo, pudo vaciar el intestino. Un turbión negro y
maloliente golpeó las paredes del inodoro. Notó salpicaduras, sin
importancia, en los glúteos. Quiso disfrutar, pasada la urgencia,
del alivio que le proporcionaba el nuevo estado. Durante un buen rato
estuvo exhalando los olores de sus propios excrementos con expresión
de beatitud.
En
algún punto de la casa sonaron las campanadas solemnes de un
carrillón. Agitó la cabeza para despejarse y se levantó.