Roberto es
sentimental por naturaleza. O lo era. Quizá lo sea todavía, aunque después de
lo ocurrido hoy no lo tiene muy claro.
Comenzó todo
esta mañana cuando salió de casa. A la vuelta de una esquina se encontró con el
crío. Gimoteaba, sentado en suelo, preso de espasmos.
- ¿Qué te
ocurre, pequeño? ¿Te has perdido?
El niño clavó
en él los ojos, enrojecidos por el llanto. Tenía las mejillas húmedas,
cubiertas por churretes de un moco amarillento que se había restregado con la
mano. Las pupilas, abiertas al miedo, reflejaban la angustia que debía sentir
ante su desvalimiento. Hipó un par de veces y alargó su manecita. Roberto le
asió de ella y se dirigió a la comisaría más cercana.
El guardia
era un hombre acostumbrado a mandar y ser obedecido. Le recibió tras una mesa
de madera a rebosar de papeles y hostilidad. Sin responder a su saludo le miró
fijamente desnudándole el alma para descubrir al delincuente que podía albergar
en su interior. Estaba acostumbrado a detener malhechores y los olía a distancia.
Roberto
carraspeó inquieto.
- Traigo este
niño-, acertó a decir.
- ¿No lo
quiere?
- Sí, lo
quiero, pero…
- Sin peros.
Si lo quiere, quédeselo.
- … pero, no
es mío.
- ¿Y si no es
suyo por qué lo tiene?
- Me lo he
encontrado.
- Eso dicen
todos, pero habría que verlo.
- ¿Qué se ha
de ver? Me lo he encontrado y vengo a dejarlo aquí.
- ¡Ah, si
todo fuera así de sencillo! No, caballero, el niño lo ha traído usted. En tanto
no se aclare la situación el niño es suyo y su abandono podría acarrearle
graves consecuencias.
- Me
explicaré, agente…
- Está claro.
Sobran explicaciones superfluas. Usted tiene un niño, no lo quiere, lo trae
para que nosotros nos hagamos cargo de él. Está clarísimo. Abandono de patria
potestad. Veamos…
Y se aplicó a
consultar un grueso manual de reglamento.
El pequeño
seguía aferrado a la mano de Roberto. Miraba hacia arriba como una imagen
suplicante de María dolorosa.
- Aquí lo
dice-, el policía señaló con el índice un párrafo en la página abierta-.
Artículo 154 y siguientes del Código Civil: relaciones paterno-filiales.
Caballero, se ha metido en un buen lío.
- Pero…
- Los peros los
dará usted al juez. Acompáñeme, señor. Y no suelte al niño de la mano o habrá
de vérselas conmigo.
Los introdujeron
a ambos en un vehículo policial. La sirena aullaba enloquecida mientras
atravesaba la ciudad lo que hizo las delicias del crío a quien pareció
escapársele el miedo del cuerpo y hundirse en un extraño trance de regocijo.
Les hicieron
esperar en un cuartucho de dos por tres, sin ventanas, iluminado por un
fluorescente en continuo parpadeo que dañaba los ojos. Al cabo de un rato
apreció una matrona de formas rotundas en busca del pequeño. Luego empezó la
larga espera. Roberto no supo el tiempo transcurrido. Pudieron ser minutos,
horas, quizá días. Aquellas cuatro paredes le miraban ominosas, burlándose de
su soledad.
Por fin
fueron a buscarle para comparecer ante el juez.
Los jueces
suelen ser hombres de catadura cetrina, rostro anguloso y mirada fría. Todo muy
estudiado para amedrentar al acusado en las vistas preliminares, desarmarlo y
conseguir una declaración de culpabilidad que evite procesos judiciales
engorrosos. Pero Roberto se encontró ante un hombrecillo menudo, redondeado de
vientre como una pipa de amontillado, ojos alegres, ademanes paternales y
sonrisa a medio camino del perdón que, aupado en un estrado, ojeaba el legajo
de su expediente por encima de unas gafas de montura de nácar.
- Caso
curioso-, decía cada vez que pasaba una de las hojas-. Curioso, extremadamente
curioso...
Cuando terminó
la lectura se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz y preguntó:
- ¿Roberto Barquillo?
- Sí.
- Si,
señoría-, corrigió el hombrecillo.
- Perdón. Sí,
señoría.
El juez
pareció sentirse inclinado a la benevolencia y sonrió.
- ¿Ha sido
condenado alguna vez por rapto o secuestro?
- Nunca,
señoría.
- ¿Robo con
escalo?
- No,
señoría.
- ¿Muerte
dolosa?
- No,
señoría.
- ¿Malversación?
¿Inmoralidad? ¿Perversión? ¿Dejación? ¿Estulticia? ¿Abulia? ¿Dengue? ¿Mal de
bubas? ¿Ablación escrotal? ¡Responda! ¡Vamos, responda!
- ¡No, no,
no, no, no! ¡Nunca, señoría!
- Ha dudado.
- No he
dudado, señoría. Eran demasiadas preguntas.
- Preguntas
sencillas, concretas, fáciles de contestar.
- Me han
llegado en montón.
- ¿Diría que
le he acosado?
- No osaría
tal, señor juez.
- Pero sí osa
desprenderse de un niño.
- Una
criatura encantadora, señor juez.
- Criatura a
la que quiere abandonar.
- No, ¡así me
condene si lo hiciera!, jamás abandonaría a un ser indefenso. Pero, no es hijo
mío.
- ¿Espurio?
- Lo he
encontrado en la calle.
- ¿Recoge a cuantos
niños se encuentra en la calle?
- No,
señoría.
- ¿Y de quien
es hijo?
- Debería
preguntárselo a él, señoría.
- Se lo
pregunto a usted. Usted lo ha traído.
- Necesita un
padre. Necesita a sus padres.
- De quienes
usted lo ha apartado.
- Lo he
recogido.
- Con
perversa intención.
- No tal.
- Eso se
verá.
Un mazazo
encima de la mesa dio fin al interrogatorio.
Ahora los han
vuelto a encerrar a los dos en la habitación del fluorescente parpadeante. Al
niño le han arreglado, lavado la cara y adecentado las ropas. Le han dado un
pedazo de pan con chocolate que come, sin prisas, mientras mira a Roberto sonriente,
con agradecimiento. Entonces se da cuenta el hombre de que lleva sin comer
desde por la mañana y debe de ser ya muy tarde. El aguijonazo del hambre en el
estómago se lo recuerda.
Mira al
pequeño con envidia de pan y chocolate mariposeándole las tripas.
- Caso
curioso-, murmura, por lo bajo, remedando el gesto concentrado del juez-.
Curioso, extremadamente curioso…