Era una
encrucijada comprometedora, arisca podría decirse. Las cuatro calles se
estrechaban con impudor en el nudo de la cruz.
El hombre y
la mujer, al encontrarse de frente, tropezaron saltando por los aires sus
pertenencias. Se agacharon ambos y con el embarazo del caso recogieron cuanto
les vino a mano, suyo o de la otra persona, objetos sin identificar, piezas
anónimas, mientras a su alrededor, se apresuraban los viandantes camino de sus deprimentes
destinos.
- ¡Perdón!
- ¡Perdón!
- Soy yo
quien debe disculparse, señorita.
- Señora, si no
le importa.
- Disculpe
nuevamente. Esa cabeza de factura griega llevada con tanto donaire me
confundió.
- Quedo
agradecida por el requiebro, joven.
- Caballero,
si le es lo mismo.
- ¡Oh!, tan
grácil y ya casado. ¡Cuan injusto es el destino!
- Me siento halagado
y confundido.
- Confundida
yo que, alocada, no le he visto venir y lo he atropellado.
- He sido yo
el alocado. Iba ensimismado en mis cosas, fútiles asuntos, banalidades que me embargan
a menudo, sin venir a cuento.
- ¿Seremos
almas gemelas?
- Pues, ¿qué?,
¿también usted desvaría?
- Estaba
acurrucada, vea, contra aquellos contenedores. De todos y cada uno de ellos
rezuma el olor agrio de la basura en descomposición y yo me emborrachaba con
sus vapores. Entonces he visto las estrellas allí, en el cielo, veladas a
intervalos por rebaños de nubes en desbandada y he sentido la necesidad de huir.
Corría, por eso, desalada.
- ¿Vio las
estrellas a la luz del día?
- Están
perdidas, como yo. Buscan, en su extravío, el relente de la amanecida pasada. Están
ahí y me miran temblorosas.
- Quisiera
verlas yo también a la luz del sol.
- ¡Tendría
que renunciar a tanto!
- No habrá de
importarme la renuncia.
- Es
dolorosa.
- ¿La visión?
- No, la
renuncia.
- ¡He dejado
atrás jirones de mi existencia y no me ha importado!
- Está,
entonces, en el buen camino.
- No veo
estrellas en el día, pero se me aparece, a ratos, una tortuga con alas como
espumarajos, lanzada en mi persecución.
- Es el
principio.
- Viene hacia
mí amenazándome con su pico córneo. Me ovillo, entonces, contra una sombra de
mujer, buscando el calor de sus brazos, mientras revolotean, ingrávidos, unos
copos de nieve sobre nuestras cabezas. Estoy arrecido. Nos besamos y la tortuga
huye. Me siento confundido, pero audaz, ante el desafío.
- ¡Oh!, qué
gratificante es hablar con usted, caballero.
- No tanto
como escuchar el devaneo de sus palabras, señora.
- Su hubiéramos
tiempo, si el tiempo fuera estático, le contaría por menudo miríadas de
historias amontonadas en el desván de mis recuerdos.
- Las escucharía
con agrado. Ciento, mil…
- Las tengo ordenadas
como muñequitas de salón. Desde el número siete, hasta uno inconmensurable.
- ¿Y las seis
primeras?
- Son
avatares de una principesca existencia, muerta antes de empezar a vivirla.
Residuos de un pasado horrendo. Legajos escritos en una aleta de esturión,
dados al olvido.
- Yo ordeno
mis recuerdos en círculo, sin principio ni fin, un círculo interminable,
abierto a los espacios siderales, donde el vacío de Dios se estremece en los
espasmos de la creación.
- ¿Es, quizá,
filósofo?
- Soy
barítono.
- Barítono
filósofo.
- No,
barítono en paro.
- ¡Admirable
conjunción!
- De poca
sustancia, pero admirable, sí.
- Querría
reír.
- Ría, tiene
la boca hecha para reír.
- ¡Ja, ja,
ja!
- Su risa es
argentina.
- Plata bien
bruñida.
- Perlada de
coral.
En estas y
otras fruslerías terminaron de recoger las pertenencias esparcidas por el suelo
y se despidieron con un melancólico adiós, consternados ambos, con el ánimo
suspenso.
El hombre
caminó hacia su casa. Se sentía eufórico, alborozado, jayán llamado a
descomunales gestas. Le esperaba su esposa, una mujeruca de mirada torva y
labio belfo. Quizá no tuviera aún la mente sucia, pero se barruntaba el día en
que bocanadas de hedor habrían de trasudarle de cada poro. Le miró boqueando
por la sorpresa.
- ¿Qué traes
a la cabeza? Es pamela o lo parece.
El hombre,
tras descubrirse, la miró y remiró quedando tanto o más sorprendido que la
mujer.
- Pamela es,
a no dudar.
- Y, al brazo,
bolso de cachemir con lentejuelas y dorados.
- Tal parece.
Y no acierto a dar con la causa.
- ¡Botarate!
Con alguna pelandusca habrás andado. Y como a pelanas te ha engatusado hasta
adormecerte las mientes.
- No digas
eso mujer, que desbarras.
- Pues, ¿qué
excusas?
- Te
explicaré. El diálogo, las prisas y el alboroto crearon mucho desconcierto.
Quizá ella...
Se rebuscó en
los bolsillos para echar en falta una agenda, hojas perladas de rasgos enriquecedores,
fechas, nombres, miradas de perfil, agujas finas. Tampoco encontró el pañuelo
ni la minúscula insignia que siempre le campeó en la solapa.
Un silencio
ominoso abrazó la estancia hasta la mañana. Ella huraña, él lejano, ella despectiva,
el abotagado por sensaciones encontradas, ambos perdidos en una noche sin
salida.
Al día
siguiente otra vez la encrucijada comprometedora, arisca. Donde las cuatro
calles se estrechan con impudor en el nudo de la cruz, volvieron a encontrarse
el hombre y la mujer, pero ahora adrede, con manifiesta intención de devolverse
las pertenencias cambiadas.
- Su pamela.
- Quizá sea
suya la agenda.
- El
cachemir.
- Y el
pañuelo que esta noche me hizo soñar. Y esta insignia.
- Veo dolor
en su cara.
- La noche
fue horrenda.
- La mía
fría.
- Ni la más
fragorosa tormenta me hizo temblar así. Siempre hubo odio en los ojos del
hombre que me esposó.
- Desposó.
- Nunca fui
desposada. Esposada solamente en horrendo contubernio.
- Como veo,
ahora, haberlo sido yo.
- Mas ayer el
odio se hizo violencia. La agenda desató los celos, el pañuelo los furores y la
insignia golpes desabridos.
- ¿Te golpeó?
El tuteo
caldeó las palabras.
- Me
golpearon sus palabras, sus miradas.
- Como a mí la
pincelada ocre del desprecio.
El hombre
tomó, entre las suyas, las manos de la mujer.
- ¿Vienes?
- ¿A donde?
- Allá.
El gesto fue
impreciso, anodino, sin señalar a ninguna parte.
- Vamos.
- Vamos.
- Te enseñaré
a ver las estrellas a la luz del día.
- Yo te
presentaré a mi tortuga alada de pico córneo.
- Te contaré
la miríada de historias que dije, empezando por la primera.
- Yo
destejeré el círculo de mis recuerdos y los pondré en línea recta para que
desfilen ante de ti.
Y se
perdieron, cogidos de la mano, en el imperturbable fárrago de viandantes
anodinos, camino de no se sabe a dónde para no se sabe qué.