domingo, 22 de abril de 2012

Noche perdida


Caminaban como restos de un naufragio, Era una tarde húmeda y fría, buena para revelar secretos abrazados al amor de la lumbre.
- ¿Subimos?
Ella titubeó unos instantes. Lo deseaba y lo temía a la vez. Era el piso de él, su cubil, antro donde estaría a su merced. Cuando la asaltase se defendería como defiende la cierva a su cría del ataque del lobo, pero, como la cierva, sabía que la lucha sería desigual y acabaría devorada. Este pensamiento la excitó sobremanera, se sintió agradablemente vencida y musitó un “sí” entrecortado.
El cuartucho, abuhardillado, era menudo a semejanza de una casa en miniatura. La luz cenital de la claraboya daba tonalidades grisáceas al ambiente y envolvía en una atmósfera de incertidumbre los muebles que habían sido amontonados contra las paredes para dejar un espacio mínimo en el que moverse. Las paredes desaparecían bajo innumerables estanterías donde se apilaban libros, ropas, cajas y gran número de cachivaches sin utilidad inmediata. Tras la puerta, velado por los cendales de una cortina rala, se adivinaba el minúsculo retrete compuesto de inodoro y aguamanil en el que goteaba un grifo manchado de cardenillo.
La muchacha buscó con avidez los muebles y respiró reconfortada al observar que en aquel minúsculo desván no había sitio para camas. Luego, se sintió, de repente, desilusionada. ¿Para qué había subido, entonces? ¿Hablarían de cine, del último éxito musical de ese grupo con nombre impronunciable, del libro de moda sobre zombis, hombres lobos y vampiros empeñados en dominar el planeta? Seguro que no tenía ni una mala cola para beber.
- Vamos, siéntate aquí-, dijo él y señaló con la mano los cojines de un sillón de dos plazas tapizado con aparatosos estampados desleídos.
La joven se sentó con mucha modosidad, recomponiéndose la ropa aunque no la tuviera alborotada. Después, debió pensar que aparecía demasiado formal y se desabrochó el botón de arriba de la blusa mientras se sacudía los lacios mechones del cabello dejándolos al desgaire. Al final, terminó abrochándose el botón y se atusó el pelo. Batallaba con su propia indecisión. No quería parecer fácil, pero tampoco estrecha e inalcanzable. Se le hacían nudo las decisiones y nadaba en la inseguridad.
Hablaron de naderías, de insustancialidades, de lo humano y de lo divino dando entonaciones filosóficas a lo vulgar y vulgarizando prioridades.
La lluvia empezó a arreciar. Lo que había sido mero chispear se había convertido en aguacero y golpeaba en los cristales de la claraboya aportando un componente de relajación. Las palabras de su compañero le llegaban lejanas, semejantes a una conversación mantenida por alguien al otro lado de la pared. Un murmullo de frases inconexas le golpeaba los oídos sin oír. La lluvia, las palabras, la luz mortecina del atardecer envolvían su cuerpo en una flojedad placentera a la que se iba entregando, perdida la consciencia.
A la mañana siguiente un rayo de luz vivísima la despertó. Se encontraba directamente bajo la claraboya. Los cristales jugaban a irisarse con los primeros rayos de sol y uno de ellos le había dado en la cara. Miró alrededor. El sillón de dos plazas se había convertido en la minúscula cama donde se encontraba. Escuchó con atención y llamó a su compañero, pero sólo contestó el silencio. Estaba sola, a través de la claraboya empezaba a cernerse la sombra de una nube gris amenazadora y al otro lado de la pared una voz aguardentosa de hombre, blasfemaba a grandes gritos. De pronto, se sintió acometida por pensamientos infames y levantó con aprensión la sábana. El grito murió, antes de nacer, y apenas quedó en un murmullo de impotencia: ¡estaba desnuda!
Se vistió con rapidez, sin prestar atención al orden de las prendas ni a su acomodo. Frente al minúsculo espejo que colgaba encima del aguamanos se atusó los cabellos y, mientras lo hacía, pensó que estaba horrorosa. Por fortuna había vuelto a nublarse y caían ya las primeras gotas, gruesas y pesadas como perdigones. La gente corría a sus quehaceres buscando refugio bajo los aleros y no tenía tiempo de ocuparse de ella.
Llegó a casa empapada. Había caminado sin prisas, tratando de materializar recuerdos que se le resistían, pero no conseguía concentrarse en nada de lo sucedido. Sólo le llegaban retazos deshilvanados de la lluvia repiqueteando en los cristales y la voz monocorde del hombre envolviéndola en dulce sopor semejante al de adormideras acariciadas por la brisa. Lo demás era todo noche cerrada, sin el menor resquicio de luz.
Había perdido ocho horas de vida, quizá ocho horas de goces indecibles, de placeres inacabables, de pasión enloquecedora. Y ahora que lo pensaba, ni siquiera sabía el nombre del chico. ¿Se lo había dicho? Bueno, ella tampoco le había dado el suyo. El la llamaba liebrecilla o conejita, si eso, “mi conejita”, y le había dejado con la ilusión de aquel apodo que ahora se le antojaba vulgar y molesto, casi ofensivo, con sucias connotaciones sexuales. Debería haberle dado su verdadero nombre y obligarle a llamarla por él.
No, él no le había dado su nombre, ni ella lo había preguntado. Le había hablado de manera impersonal. Ahora pensaba en la importancia de saber el nombre de la persona con la que había compartido su “primera vez”. Bueno, si había habido primera vez porque tampoco de eso estaba segura.
Pasó aquel día y pasó otro. Al tercero volvió a la buharda. Estuvo rato golpeando la puerta sin recibir contestación. Las puñadas retumbaban en el hueco de la escalera haciendo eco en cada descansillo como una burla repetida. Al fin se abrió la puerta del piso de abajo preguntando qué eran aquellos golpes. 
Allí no vivía nadie. Aquello no era buhardilla sino una tejavana donde se acumulaban trastos viejos y desechos inservibles, ni conocían inquilino joven o viejo y pretender pasar allí la noche era locura, pues solo las ratas podrían moverse por entre los resquicios que dejasen libres los objetos acumulados.
Y, a la paz de Dios, que aquella era casa decente donde no gustaban esos modos.

Nunca volvió a encontrarse con aquel muchacho, si lo hubo. Nunca pudo recordar lo sucedido, si sucedió. Y ya anciana, seguía añorando su única noche de amor, noche de ternuras, noche de entregas, noche sin sentido por haberla perdido. Y rememoraba en los andares y gestos de su hijo al padre que no existió.