miércoles, 30 de marzo de 2011

Recepcionista de noche

Paco llega invariablemente a las once. Vaguedades aparte, empuja la puerta giratoria con desgana y cansancio, insólitamente maltrecho tras un día estúpido y mal aprovechado. Al fin y al cabo es animal noctámbulo. Lo suyo es aquel cubículo rodeado de mostrador con timbre, sellos, folletos y planos de la ciudad.

Apenas entra se opera en él una metamorfosis más anímica que física. Sigue siendo el hombrecillo enclenque, larguirucho y triste de siempre, pero un empuje silencioso le hace sentirse ligeramente superior a todos aquellos clientes albergados en el hotel. La calva se le tiñe de reflejos irisados bajo el foco de luz que cae vertical desde el techo, le sonríen los ojos con malicia, tras las gafas de aro metálico, como si estuviera maquinando alguna maldad y cuando se acomoda en el sillón de brazos lo hace como el emperador de los caribes.

El primer acto de cada noche consiste en tomar posesión de sus dominios como lo haría un déspota de esos que salen en las novelas, mandatarios indiscutibles de pueblos lejanísimos. Una mirada superficial le basta para abarcar la disposición de cuanto ha de necesitar: información, teléfonos, papeles, dos bolígrafos, la estufa por si la noche refresca y la lista de huéspedes. Esta lista es lo más importante. Nombres y números de habitación. La mayoría son nombres distintos cada noche, hombres y mujeres anónimos perdidos en una barahúnda de idas y venidas sin sentido; solo unos pocos, habituales del hotel, personajes de la noche, solitarios, pensionistas acomodados más acostumbrados a hacerse servir que servirse ellos mismos, se repiten noche tras noche.

Cuando él llega, empiezan a retirarse a sus habitaciones la mayoría de los alojados. Suelen ser los transeúntes que han llegado por motivos de trabajo o de vacaciones o perdidos en un tren de muchísimos vagones que los descargó en aquella ciudad que no era la suya. Con la lista delante, les saluda a todos por su nombre o sus apellidos. “Buenas noches, señores de Gonzalvo, que descansen”. “Feliz estancia y buenas noches, señora de Mínguez”. “A su servicio don Patricio”. “Que usted se divierta don Miguel”. Mañana han de volver, unos a sus quehaceres, visitas, reuniones con directivos, comidas pesadas de difícil digestión tratando de colar un contrato entre ensalada y chuleta, otros a disfrutar de la ciudad, una ciudad encantadora de provincias, con su catedral de agujas caladas, su plaza Mayor, su paseo y sus callejuelas de trazado coqueto muy propio para perderse y trenzar pícaros juegos de enamorados.

Otros, los habituales, abandonan a esta hora el hotel y se pierdan en la ciudad sórdida de callejas alumbradas por el neón parpadeante de los rótulos. Como este don Miguel a quien acaba de saludar. Calavera irredento en busca de emociones y aventura, sale todos los miércoles y sábados a la caza de sensaciones olvidadas en la maraña de los años, pero con un pálpito aún latente en la memoria. Se pierde por los barrios altos, guapea de tabaco rubio y tubo de güisqui mientras desgrana naderías frente a un machorro pintarrajeado de esperpento.

- ¿Cuánto?

- Cien.

- ¿Cien? Treinta y cinco y vale.

- Sesenta.

- Es mucho.

- Y tú poco. Abur.

Y el espantajo de pintura se pierde en la bocana de la noche bamboleando el bolso. “Será pendejo, el tío”, va pensando mientras cruza la calle entre miradas libidinosas y piropos obscenos.

Don Miguel se toma el güisqui, saca otro cigarrillo, lo mira, lo remira, vuelve a meterlo en la cajetilla y tira calle abajo hacia el hotel. Otra noche perdida, o ganada, quien sabe, a una esperanzadora ilusión, abierta siempre de par en par, como las puertas de la muralla de la ciudad.

- ¿Se dio bien la noche? Que usted descanse, don Miguel.

Hay un deje de sorna casi imperceptible en el saludo ceremonioso de Paco. Don Miguel abaja el testuz y refunfuña algo ininteligible.

La señorita Clotilde sale antes que don Miguel, pero se retira mucho más tarde. A veces le sorprende la aurora retirándose a su habitación. Es señorita entrada en años, un tanto apocada, espigada aunque sabe encogerse hasta parecer una insignificancia, con muchos remilgos en el hablar y en el vestir. Jamás mira de frente, lo hace siempre revirando los ojos para rehuir los de su interlocutor.

- Buenas noches, señorita Clotilde.

Y la señorita Clotilde pegando un respingo como si hubiera sido sorprendida en falta se cubre de rubor, un rubor apenas perceptible en su rostro siempre pintado de colorete. Cuando regresa trae la ropa descompuesta, el cabello alborotado, prendido a la carrera con dos horquillas y una goma y el maquillaje todo corrido.

Una noche don Miguel se le acercó a Paco aventando el halo del misterio. Olía a alcohol rancio, a humo de cigarrillo barato. Había estado en un garito infame, susurraba entre hipidos y traspiés, y ¿a quién creía haber visto? ¡A la señorita Clotilde abrazada a dos perdularios de terrible catadura! ¿Y si estaba equivocado? Quizá. Estaba borracho, se había emborrachado con güisqui barato, pero juraría que era la señorita Clotilde, aunque mucho más desenvuelta.

Y el recepcionista empezó a mirar a aquella pacata de tres al cuarto, mojigata de iglesia, beata conventual, como la llamaba, de manera distinta. La miraba, volvía a mirar y le clavaba los ojos desnudándola con somnolienta morbosidad, en un intento de adivinar si en aquel cuerpo de virginal apariencia podría caber una vida de desenfreno y libertinaje.

También era menudo don Alfredo, otro noctámbulo impenitente. Más que menudo era un alfeñique vestido con pantalones. Muy poca cosa. Pasaba desapercibido para todos los habituales del hotel, menos para Paco, claro. Trata de salir a hurtadillas para evitar la molestia del saludo obligado.

- Buenas noches, don Alfredo. Que usted lo pase bien.

Pero sería una noche más, una noche como todas las noches de los últimos cincuenta y dos años, amorfa, fría, oscura y aburrida, de desolados paisajes perdidos en la negrura infinita de los cielos. Porque don Alfredo, rentista acomodado, soltero por vocación, jamás será capaz de romper el muro de hormigón que le separaba del resto de la humanidad. Fantasea como semental olisqueando hembras en celo, amaga sonrisas y manos extendidas imaginando amistades, se arropa en imaginarias tertulias donde perora con convencimiento y le aplauden, mas nunca pasará de ahí. La soledad le abruma pero le protege.

Del hotel baja al parque. Allí se sienta en un banco si la noche no es muy fría y se devana la sesera en proyectos imposibles. Cuando hace frío se dirige al paseo de la ribera, a uno de los bares de sabor decimonónico que aún aguantan y se pierde entre visillos hechos a ganchillo y retratos antiguos de señores respetables con barba y bigote. Sentado a una mesa de mármol desportillado mata el tiempo mientras degusta un café irlandés, fijos los ojos turbios en la cafetera de colosales dimensiones que arroja vapor como un locomotora de las de antaño o en los contornos de matrona romana que recata la dueña. Sorbe el café deleitándose en cada gota. Le da vueltas con la cucharilla hasta marearlo y cuando apura los últimos posos está frío como la noche de allá afuera.

Luego vuelve al hotel y lo hace con mucho empaque, al desgaire, arregazando calaveradas de crápula irredento. Mira al recepcionista, le sonríe torciendo mucho la boca que es modo de insinuar y se retira muy noble a descansar.

Paco menea la cabeza, displicente, y ganguea un “buenas noches” con voz atrabiliaria.

Salen también los Montesinos, matrimonio entrado en años, de mucha prosapia y comedimiento, arañados ambos por las arrugas de los años, acentos circunflejos caminando hacia su destino. No habrán cenado por ahorrar unas monedas necesarias, pero alardearán de hacerlo por salud. Y arrastran el paso hasta el parquecillo cercano donde pasean a un perro imaginario de aristocrático pedigrí, regalo de los unos supuestos marqueses. Tiran de la correa, miran atrás, jalean al chucho y lo animan a regar los alerces de junto al estanque.

Cuando regresan susurran un saludo casi mudo, cargado de linajudo orgullo. Paco los ve pasar sin bandearse un ápice, esboza una sonrisa comprensiva y se aplica a la novela barata de huérfanas desvalidas y condes malvados, historia en la que tiene arrebatada el alma.

A la madrugada, con las primeras luces, traspasa los poderes a su sustituto y se va como vino, con desgana y cansado, roto un poco el corazón por las miserias vividas, a desgranar otro día desaprovechado y torpe.

Mientras, la ciudad se despereza con el runrún de los coches, las calles empujan la luz de la mañana contra los cristales de las galerías y allá abajo, junto al río, una paloma disputa a dos gorriones su desayuno.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Pudor

Y la raíz,
flor pudorosa de la planta,
se oculta bajo el manto de la tierra.

La vida

Son, mi tiempo, las horas transcurridas
y es mi tiempo el futuro
que habrá de ser,
más un instante,
el ahora,
que ya no es.

La lágrima

La lágrima:
retazo suelto de un recuerdo
que se hace poesía.