La sala de espera
La sala de espera es un cuadrado imperfecto. Desde uno de los rincones quiere parecer un rectángulo de lados inconcretos, perdiéndose hacia un fondo sin salida.
Una marea humana, atildada, sucia, cuidadosa, maloliente, indiscreta, avisada, educada, floja, molesta, sonriente, arisca, brusca, menuda, amable, lacia, empeñada, rubicunda, morbosa, agitada, tranquila, sensata, pesada, apretada, grotesca, bravía se pasea arriba y abajo, habla, susurra, sonríe o muestra gesto adusto, se besa, da un apretón de manos y dice adiós con la tristeza impresa de la despedida o con la alegría, sin pesares, del espíritu libre.
Este lugar es antesala del infierno y poterna del paraíso. Corroe ánimos, engendra y mata ilusiones, entretiene, acecha, aburre, recrea, y deja un poso plomizo de esperanza, mal hilvanado, en las almas. Se respira un olor deshumanizado de sudores perezosos adheridos a las paredes, al suelo, a los bancos y hasta a los rayos de luz de ese sol mortecino en un vano intento de romper los cristales eternamente sucios que mortifican todas las estaciones del mundo.
Brujulea por allí un crío hecho azogue. La madre es una mujer tan generosa en carnes como en permisividad hacia el corretear de su vástago que tiene despertados los odios de más de la mitad de los viajeros. Al final, el chiquillo se estrella contra el maravilloso, grandioso, excelso banco, banco vengador, apoyado contra una de las paredes.
Una sonrisa cumplida aureola las bocas de los afectados y se declaran resarcidos de tan formidable monstruo que los ha aporreado, pisado, manchado y convertido en fin último de sus incomprensibles juegos. Ahora llora, se arroja al suelo y patalea quejoso de dolores en la rodilla espetada contra la pata del banco. Y cada grito es una satisfacción incontrolada en quienes lo han sufrido con el estoico estar de saberse más educados que la enorme madre. ¡Gran Dios, cuánta dicha!
- ¡Oh, señora! ¿Se ha hecho mal el chico?- pero no hay lástima en la pregunta, ni curiosidad, ni ganas de prestar consuelo, sólo querer saber del sufrimiento del crío, de su dolor, de la autenticidad de los gritos y llantinas, sin comedias.
Y contentos y vengados miran con infinito agradecimiento al banco descalabrador, mientras el insoportable mocoso se pierde en hipidos y churretes de lágrimas que sólo conmueven el alma de su progenitora.
Entran ahora dos monjas, una joven, la otra no tanto, murmurando jaculatorias o sucedidos conventuales, pues ni aún estos dulcísimos espíritus están libres del pecado de la maledicencia. La mayor habla con un siseo incomprensible, como una válvula de vapor entreabierta. La otra acepta palabras y afirma con sonrisas los decires que le llegan.
No ríen a carcajadas, ni siquiera con risa abierta, pues sería faltar al recato exigido por sus hábitos, pero hay un deje de malicia en los gestos, miradas y asentimientos, de los que, ambas, son adorables cómplices, cuando le recuerda una a la otra el sucedido a la madre superiora mientras presidía Vísperas y se le vino abajo la toca como arrastrada por una ventolera imprevisible, dejándole al descubierto la cabeza mal servida de un pelo ralo, entrecano, rapado a trasquilones, en la premura obligada de la celda.
- ¡Ay, qué gracia, sor Andrea!
- Sí tuvo su miaja, sor María Auxiliadora de las Benditas Animas del Purgatorio.
Y continúan su deambular las dos tocas grises y caídas, alas de mariposa profanadas.
Mientras, más allá se despiden dos hombres. Uno llora. Es padre. O lo era, pues va a rezar al hijo, allá arriba, en las montañas, en un pueblo perdido entre quejigos añosos, encinas milenarias y pinos que cosquillean el cielo con las agujas de sus hojas. Le atenaza la pena honda de un dolor, todavía incomprensible, aflorada en noticia reciente.
El hijo cuidaba la cabaña. Tres centenares de ovejas de ordeño y un borriquillo lanudo que lo seguía como perrillo faldero a donde quiera que fuese.
La traidora serpiente acudía puntual a la colación de leche, un cuenco grande que llenaba el joven hasta el borde y se lo ofrecía. El animal lo bebía sin ansia, fijos sus ojos de cristal, uno en la leche, otro en el hombre. Venía la costumbre de antiguo, de cuando el reptil no era mayor que una lombriz de las que se ocultan bajo la tierra y el hombre aún no pasaba de niño. Crecieron ambos a una, amigos desconfiados, sin quererse, sin buscarse, unidos sólo por el cuenco mañanero de la leche.
Y un día hubo de marchar el joven a negocios en tierras lejanas donde, pasado el tiempo, le llegaron noticias de extraños sucesos, difíciles de comprender.
- Regresa, ven. Se seca el ganado, languidece y muere- decían las cartas recibidas.
Por eso vuelve y se encuentra al monstruo. Ahora es una serpiente enorme que repta entre las ovejas, cuida de ellas y pastorea como rabadán capaz. Las ordeña hasta secarlas, bebe su leche y, si aún le llama el hambre, toma este o aquel cordero, según su antojo. Cuando el joven se le enfrenta, el animal desagradece los cuencos de leche del pasado, se arroja sobre él, lo aprisiona entre sus anillos y lo devora, entero, sin prisas, deglutiéndolo con la misma parsimonia con que devora a los corderos.
Lo que no sabe el hombre es que su hijo ha sido liberado ya del vientre de su comedora, pero ahora es un cuerpo obscuro, seco, rebozado en una baba espesa y blanca. Por el color y las trazas parece una enorme algarroba desechada por las bestias.
- Ya sabes, si algo necesitas...- miente el otro para consolarle. Es siempre lo mismo, la oferta de ayuda a quien sabemos que no nos la aceptará. El padre se seca las lágrimas, niega a un tiempo con la cabeza, y agradece apretándole el brazo.
Ajenos a tanta desgracia, dos jubilados matan la miseria de su tiempo parloteando intrascendencias. Son los eternos entendedores de todo y comprendedores de nada, visitadores asiduos de estaciones y plazas donde todo lo encuentran aunque nada hayan perdido. Caminan con paso poético, pausado y cansino, alejado de petulancias y en los ojos se les refleja la dulce tristeza de los años que los hacen comprensibles a toda miseria. Por eso van perdonando viajes y viandantes, con la grandeza de un César, mientras desgranan soluciones.
Atención especial merece el viajero veterano, curado de espantos y enterado de sorpresas viajeras, amigo de informar de lo que nadie quiere saber y experto en contar experiencias a quienes no le han de escuchar. Pero él insistirá porque es su razón de ser en aquel y en otros mil viajes aún por hacer con la única misión, o así lo parece, de informar al compañero de asiento. Es latoso, pesado, hasta su cuerpo adquiere el informe volumen de lo molesto y cuando se acomode en el asiento parecerá ocupar aquel y el del compañero mártir sufridor del viaje. Es especie de individuo muy peligrosa de la que conviene guardarse.
- No hay remedio, usted transbordará- y lo dice con la seguridad de quien no podrá equivocarse aún cuando diga que abajo está el cielo y arriba los infiernos. Porque es experto en viajes y sabe de encrucijadas, destinos, enlaces...
Nadie como él para contar el caso del viajero atrapado en el colchón de aquella ominosa pensión. Será preciso armarse de paciencia, sentarse con corrección, entornar los ojos con expresión candorosa y volver a escuchar la consabida historia.
Y no parecía mala la pensión, no. Si hasta tenía el protector encanto de las pensiones antiguas, de habitación individual, lugar fijo en el comedor, botella de vino propia con la marca de nivel, conversación íntima dedicada sólo al compañero de mesa o a lo más al vecino de la mesa de al lado.
La habitación era un misterio, pocos la habían visto antes y nadie la vio después, cuando quedó cerrada a cal y canto para evitar otros sustos. ¡Y vaya si fue susto! Podían preguntárselo a don Genaro que lo sufrió en sus carnes. Tenía la dicha habitación, en el centro, una cama enorme como las que se ven en esos palacios donde dicen que vivieron reyes. Y había que subirse de un salto porque era alta, muy alta, demasiado alta para que no hubiera en sus entrañas busilis escondido. Y fue el busilis, que apenas cayó don Genaro en el inmenso colchón de lana, desapareció en él. Se lo tragó sin remedio como una gigantesca vulva abierta.
Dice que gritó, pataleó, aspaventó, trató por todos los medios de salir del enorme hoyo, pero nada pudo hacer, nadie le oyó. Quiso trepar por las paredes de la tela opresora, pero apenas emergía unos milímetros, la horrible boca volvía a absorberlo hasta las profundidades y quedaba sumido en la vaharada de olvido y soledad que se desprendía de aquella cárcel. Afirma, y es creíble, que incluso maldijo con palabras soeces, cosa que nunca, antes, había hecho.
Pasó la noche sin saber si era noche porque todo era obscuro en su prisión de lana y tela, hasta la amanecida de un día opaco que llenó la habitación de luces tristes. Y la mañana lo regurgitó con ayuda de los membrudos brazos de la patrona. Surgió confuso, agitado y estupefacto. Vio abierta la puerta de la alcoba, se sintió libre y huyó, de lo que creyó, el más endiablado encantamiento.
- Aquella deglución tuvo algo de obsceno- concluye el viajero veterano. Y acompaña estas últimas palabras de una ruidosa carcajada, aventando miradas por lo escandalosa.
Aún quedan el eterno desocupado, el vigilante, el descuidero, un viajero atolondrado que no encuentra su autobús, dos muchachas de mirada aburrida, perdonavidas de la humanidad, algún mendigo, oportunistas impenitentes, la buscona ajada, arrinconada allí por la inclemencia de los años, tres frailes de tonsura, un vendedor de chucherías, el torpe, dos gaiteros, aceite de motor reptando por el suelo, gases, olor, impaciencia, una informe humanidad descalabrada...
Y el nuevo día traerá otros viajeros, nuevos personajes, más historias que nunca acaban de conocerse por entero porque siempre quedan enredadas en las últimas hebras de las prisas.
Sólo la sala de espera seguirá siendo la misma en su vano intento de no parecer un paralelogramo imposible.
Una marea humana, atildada, sucia, cuidadosa, maloliente, indiscreta, avisada, educada, floja, molesta, sonriente, arisca, brusca, menuda, amable, lacia, empeñada, rubicunda, morbosa, agitada, tranquila, sensata, pesada, apretada, grotesca, bravía se pasea arriba y abajo, habla, susurra, sonríe o muestra gesto adusto, se besa, da un apretón de manos y dice adiós con la tristeza impresa de la despedida o con la alegría, sin pesares, del espíritu libre.
Este lugar es antesala del infierno y poterna del paraíso. Corroe ánimos, engendra y mata ilusiones, entretiene, acecha, aburre, recrea, y deja un poso plomizo de esperanza, mal hilvanado, en las almas. Se respira un olor deshumanizado de sudores perezosos adheridos a las paredes, al suelo, a los bancos y hasta a los rayos de luz de ese sol mortecino en un vano intento de romper los cristales eternamente sucios que mortifican todas las estaciones del mundo.
Brujulea por allí un crío hecho azogue. La madre es una mujer tan generosa en carnes como en permisividad hacia el corretear de su vástago que tiene despertados los odios de más de la mitad de los viajeros. Al final, el chiquillo se estrella contra el maravilloso, grandioso, excelso banco, banco vengador, apoyado contra una de las paredes.
Una sonrisa cumplida aureola las bocas de los afectados y se declaran resarcidos de tan formidable monstruo que los ha aporreado, pisado, manchado y convertido en fin último de sus incomprensibles juegos. Ahora llora, se arroja al suelo y patalea quejoso de dolores en la rodilla espetada contra la pata del banco. Y cada grito es una satisfacción incontrolada en quienes lo han sufrido con el estoico estar de saberse más educados que la enorme madre. ¡Gran Dios, cuánta dicha!
- ¡Oh, señora! ¿Se ha hecho mal el chico?- pero no hay lástima en la pregunta, ni curiosidad, ni ganas de prestar consuelo, sólo querer saber del sufrimiento del crío, de su dolor, de la autenticidad de los gritos y llantinas, sin comedias.
Y contentos y vengados miran con infinito agradecimiento al banco descalabrador, mientras el insoportable mocoso se pierde en hipidos y churretes de lágrimas que sólo conmueven el alma de su progenitora.
Entran ahora dos monjas, una joven, la otra no tanto, murmurando jaculatorias o sucedidos conventuales, pues ni aún estos dulcísimos espíritus están libres del pecado de la maledicencia. La mayor habla con un siseo incomprensible, como una válvula de vapor entreabierta. La otra acepta palabras y afirma con sonrisas los decires que le llegan.
No ríen a carcajadas, ni siquiera con risa abierta, pues sería faltar al recato exigido por sus hábitos, pero hay un deje de malicia en los gestos, miradas y asentimientos, de los que, ambas, son adorables cómplices, cuando le recuerda una a la otra el sucedido a la madre superiora mientras presidía Vísperas y se le vino abajo la toca como arrastrada por una ventolera imprevisible, dejándole al descubierto la cabeza mal servida de un pelo ralo, entrecano, rapado a trasquilones, en la premura obligada de la celda.
- ¡Ay, qué gracia, sor Andrea!
- Sí tuvo su miaja, sor María Auxiliadora de las Benditas Animas del Purgatorio.
Y continúan su deambular las dos tocas grises y caídas, alas de mariposa profanadas.
Mientras, más allá se despiden dos hombres. Uno llora. Es padre. O lo era, pues va a rezar al hijo, allá arriba, en las montañas, en un pueblo perdido entre quejigos añosos, encinas milenarias y pinos que cosquillean el cielo con las agujas de sus hojas. Le atenaza la pena honda de un dolor, todavía incomprensible, aflorada en noticia reciente.
El hijo cuidaba la cabaña. Tres centenares de ovejas de ordeño y un borriquillo lanudo que lo seguía como perrillo faldero a donde quiera que fuese.
La traidora serpiente acudía puntual a la colación de leche, un cuenco grande que llenaba el joven hasta el borde y se lo ofrecía. El animal lo bebía sin ansia, fijos sus ojos de cristal, uno en la leche, otro en el hombre. Venía la costumbre de antiguo, de cuando el reptil no era mayor que una lombriz de las que se ocultan bajo la tierra y el hombre aún no pasaba de niño. Crecieron ambos a una, amigos desconfiados, sin quererse, sin buscarse, unidos sólo por el cuenco mañanero de la leche.
Y un día hubo de marchar el joven a negocios en tierras lejanas donde, pasado el tiempo, le llegaron noticias de extraños sucesos, difíciles de comprender.
- Regresa, ven. Se seca el ganado, languidece y muere- decían las cartas recibidas.
Por eso vuelve y se encuentra al monstruo. Ahora es una serpiente enorme que repta entre las ovejas, cuida de ellas y pastorea como rabadán capaz. Las ordeña hasta secarlas, bebe su leche y, si aún le llama el hambre, toma este o aquel cordero, según su antojo. Cuando el joven se le enfrenta, el animal desagradece los cuencos de leche del pasado, se arroja sobre él, lo aprisiona entre sus anillos y lo devora, entero, sin prisas, deglutiéndolo con la misma parsimonia con que devora a los corderos.
Lo que no sabe el hombre es que su hijo ha sido liberado ya del vientre de su comedora, pero ahora es un cuerpo obscuro, seco, rebozado en una baba espesa y blanca. Por el color y las trazas parece una enorme algarroba desechada por las bestias.
- Ya sabes, si algo necesitas...- miente el otro para consolarle. Es siempre lo mismo, la oferta de ayuda a quien sabemos que no nos la aceptará. El padre se seca las lágrimas, niega a un tiempo con la cabeza, y agradece apretándole el brazo.
Ajenos a tanta desgracia, dos jubilados matan la miseria de su tiempo parloteando intrascendencias. Son los eternos entendedores de todo y comprendedores de nada, visitadores asiduos de estaciones y plazas donde todo lo encuentran aunque nada hayan perdido. Caminan con paso poético, pausado y cansino, alejado de petulancias y en los ojos se les refleja la dulce tristeza de los años que los hacen comprensibles a toda miseria. Por eso van perdonando viajes y viandantes, con la grandeza de un César, mientras desgranan soluciones.
Atención especial merece el viajero veterano, curado de espantos y enterado de sorpresas viajeras, amigo de informar de lo que nadie quiere saber y experto en contar experiencias a quienes no le han de escuchar. Pero él insistirá porque es su razón de ser en aquel y en otros mil viajes aún por hacer con la única misión, o así lo parece, de informar al compañero de asiento. Es latoso, pesado, hasta su cuerpo adquiere el informe volumen de lo molesto y cuando se acomode en el asiento parecerá ocupar aquel y el del compañero mártir sufridor del viaje. Es especie de individuo muy peligrosa de la que conviene guardarse.
- No hay remedio, usted transbordará- y lo dice con la seguridad de quien no podrá equivocarse aún cuando diga que abajo está el cielo y arriba los infiernos. Porque es experto en viajes y sabe de encrucijadas, destinos, enlaces...
Nadie como él para contar el caso del viajero atrapado en el colchón de aquella ominosa pensión. Será preciso armarse de paciencia, sentarse con corrección, entornar los ojos con expresión candorosa y volver a escuchar la consabida historia.
Y no parecía mala la pensión, no. Si hasta tenía el protector encanto de las pensiones antiguas, de habitación individual, lugar fijo en el comedor, botella de vino propia con la marca de nivel, conversación íntima dedicada sólo al compañero de mesa o a lo más al vecino de la mesa de al lado.
La habitación era un misterio, pocos la habían visto antes y nadie la vio después, cuando quedó cerrada a cal y canto para evitar otros sustos. ¡Y vaya si fue susto! Podían preguntárselo a don Genaro que lo sufrió en sus carnes. Tenía la dicha habitación, en el centro, una cama enorme como las que se ven en esos palacios donde dicen que vivieron reyes. Y había que subirse de un salto porque era alta, muy alta, demasiado alta para que no hubiera en sus entrañas busilis escondido. Y fue el busilis, que apenas cayó don Genaro en el inmenso colchón de lana, desapareció en él. Se lo tragó sin remedio como una gigantesca vulva abierta.
Dice que gritó, pataleó, aspaventó, trató por todos los medios de salir del enorme hoyo, pero nada pudo hacer, nadie le oyó. Quiso trepar por las paredes de la tela opresora, pero apenas emergía unos milímetros, la horrible boca volvía a absorberlo hasta las profundidades y quedaba sumido en la vaharada de olvido y soledad que se desprendía de aquella cárcel. Afirma, y es creíble, que incluso maldijo con palabras soeces, cosa que nunca, antes, había hecho.
Pasó la noche sin saber si era noche porque todo era obscuro en su prisión de lana y tela, hasta la amanecida de un día opaco que llenó la habitación de luces tristes. Y la mañana lo regurgitó con ayuda de los membrudos brazos de la patrona. Surgió confuso, agitado y estupefacto. Vio abierta la puerta de la alcoba, se sintió libre y huyó, de lo que creyó, el más endiablado encantamiento.
- Aquella deglución tuvo algo de obsceno- concluye el viajero veterano. Y acompaña estas últimas palabras de una ruidosa carcajada, aventando miradas por lo escandalosa.
Aún quedan el eterno desocupado, el vigilante, el descuidero, un viajero atolondrado que no encuentra su autobús, dos muchachas de mirada aburrida, perdonavidas de la humanidad, algún mendigo, oportunistas impenitentes, la buscona ajada, arrinconada allí por la inclemencia de los años, tres frailes de tonsura, un vendedor de chucherías, el torpe, dos gaiteros, aceite de motor reptando por el suelo, gases, olor, impaciencia, una informe humanidad descalabrada...
Y el nuevo día traerá otros viajeros, nuevos personajes, más historias que nunca acaban de conocerse por entero porque siempre quedan enredadas en las últimas hebras de las prisas.
Sólo la sala de espera seguirá siendo la misma en su vano intento de no parecer un paralelogramo imposible.