jueves, 21 de febrero de 2013

Cadenas de libertad



Las sombras y las luces jugaban a dibujar espectros. A través de las cortinas, los neones rasgaban la oscuridad y creaban en la habitación una atmósfera irreal donde los colores se entregaban a la fantasía.

Enseguida vendría el hombre o lo traerían hecho un guiñapo, como sucedía a menudo cuando se pasaba con el alcohol y terminaba semiinconsciente en la habitación de cualquier prostíbulo del extrarradio. En estos casos lo arrastraba hasta la cama, le quitaba los zapatos, la chaqueta y, en ocasiones, la camisa. A más no llegaba. Las náuseas de ver aquel despojo le impedían seguir. El olor a sexo y vino barato que emanaba de las ropas la descomponían.

Lo dejaba solo, se encerraba en la habitación contigua y empezaba a llorar. Lloraba hasta que el sueño la vencía y se quedaba dormida en posición fetal, como un ovillo desmadejado. Despertaba con las primeras luces. Un silencio, que se le antojaba siniestro, dominaba la casa. Se duchaba, se vestía y preparaba dos desayunos. Uno se lo tomaba ella y el otro lo dejaba allí para cuando él se levantase. Lo haría a mediodía o quizá por la tarde, en cualquier caso exigía tener preparado su desayuno, la única comida que hacía en casa. Entraba en la cocina rezongando como un idiota, extraviada la mirada, inseguro el paso, braceando para asirse a los muebles. Comía un puñado de galletas, desmigándolas sobre los pantalones, después tomaba la taza con las dos manos y sorbía el café con leche haciendo mucho ruido; de seguido se quedaba sentado, perdida la mirada en las fachadas de los edificios de enfrente, en espera de la noche para volver a la taberna y de la taberna al arroyo. Buscaría una mujer y holgaría con ella dando rienda suelta a sus más desordenados apetitos, para volver a comenzar la espiral eterna en que se había enredado. Ella también se había visto atrapada en aquella trampa de alambres invisibles, trampa tenebrosa de la que querría salir pero no se atrevía por la violencia extrema del hombre.

Catedral de Santo Domingo de la Calzada.
Cuando lo conoció era una real hembra, aunque de baja estofa. Andaba picoteando de pesebre en pesebre, buscando el dinero fácil que le proporcionaba la rotundidad de sus formas, algo más que alegorías, como acostumbraba a decir.

No llegaba a prostituirse. Era solamente un juego casquivano de miradas, sonrisas, caricias hasta donde la censura permitía y algún beso robado en la espesa atmósfera de cualquier cafetería. Como acompañante era presa disputada entre hombres de negocios, solteros irredentos y caballeros necesitados de compañía. Dejaba siempre claro hasta dónde había de llegar la relación contractual, pues así consideraba el intercambio de servicios que hacía con su cuerpo, y en ese convenio nunca aparecía el acto sexual directo, a lo sumo alguna frivolidad de entrepierna.

Hasta el día que apareció él. Ahora no se le alcanzaba qué le vio de especial para encoñarse como lo hizo. Quizá su apostura, su cuerpo de héroe heleno, sus modales de caballero medieval. Cuando lo vio la primera vez pensó que el pantalón de raya perfecta y la impoluta chaqueta de espiga eran meros adminículos que estorban la contemplación de la elegancia innata de su cuerpo. De aparecer desnudo, su apostura justificaría la insolencia y lo haría admirable. Estaba de codos, sobre la barra, al fondo de la cafetería, perdido en la confusión de sombras que emanaba de un pasillo oscuro abierto a sus espaldas.

Le observó tras la neblina tenue del humo de los cigarrillos como se observa el decorado de un escenario donde va a representarse una obra capital, con el carisma y la unción ceremonial precisa. Le sonrió, devolvió él la sonrisa, y discutieron las condiciones del contrato, saltándose las reglas contractuales. Arriba había habitaciones y apalabraron una, entregándose a la más feroz de las lubricidades. La rabia sexual tantas veces retenida en los escarceos con cien hombres, afloró con la fuerza de un tornado demoledor e instó, exigió, tomó y robó hasta quedar exhausta. Hablaron luego de pasar por el juzgado y a poco quedó atada, para su pesar, con anillos de hierro que no de oro.

Porque pronto había de ver su equivocación. La distinción y el cuerpo que le habían cautivado eran fachadas de adobe. Bien armado de cintura para abajo, iba siempre pendoneando tras las mujerucas del barrio y a poco de vivir juntos se lo encontró un día mancillando el lecho conyugal con la pelandusca del cuarto, una mujer picada de viruelas que tenía a su favor ser ojituerta y patizamba.

- ¿Me engañas con semejante horror?-, le apostrofó con lágrimas en los ojos.

El hombre saltó de la cama, envuelto en una toalla para mantener el orgullo de la desnudez a salvo, y le cruzó la cara de un manotazo. Luego, se encamó, de nuevo, con la virolenta y la ignoró.

En otras dos ocasiones trató de revelarse con el mismo resultado de bofetadas y golpes. Después empezó la degradación de ambos. El alcohol, alguna droga de poco calibre y compañías femeninas de desecho dieron al traste con tanta apostura y virilidad, mientras ella se hundía en su propia ignominia, en el miedo y en la aberración de la rutina.

Esta noche no sería distinta. Sólo cambiaría la hora de llegada. Si llegaba pronto, le cedería el lecho e iría a acostarse en la otra habitación. Si llegaba de amanecida dormiría tranquila en su cama. Podía trasladarse a la sala de al lado definitivamente pero había decidido hacerlo sólo cuando estaba él. Al fin y al cabo aquella era su cama y tenía derecho a ella cuantas veces pudiera disfrutarla en soledad, era lo único que le quedaba de la antigua dignidad: el disfrute de su colchón, de sus sábanas, de su manta, de la colcha raída. Pero no quería compartirlo con el bestia del marido, ello la habría hundido en una iniquidad insoluble. Unos miserables grumos de decoro se lo impedían.

Pensando en todo esto la invadió un agradable sopor y se sintió flotar en un lecho de nubes algodonosas.

En el sueño que le sobrevino se encontró en un mundo de animales disformes de dos y más cabezas, tres rabos, siete patas y sonrisas disparatadas que acompañaban de gorjeos. Las personas iban y venían entre aquellas bestias sin prevención ni cuidado, corrían a sus quehaceres y se saludaban con mucho aparato de abrazos y zalemas, deseándose parabienes sin cuento. Todos parecían felices, sólo ella sufría enormemente. Al principio no supo por qué, pero en seguida se fijó que gruesas argollas, unidas a unas pesadas cadenas, se cerraban en torno a sus muñecas y tobillos haciéndole penoso el caminar.

Alguno de aquellos animales se acercaba a ella y la olisqueaba con impudicia. Un hombre alto, de porte distinguido, se arrimó con displicencia. Sonreía de oreja a oreja y saludaba a su alrededor haciendo molinetes con el sombrero de fieltro.

- Señora…-, le dijo con una inclinación exagerada de cabeza. Y sin dejar de sonreír le buscó los pechos.

Al retroceder, para rehuir las caricias, tropezó con un monstruo de cuerpo abotagado, sin patas, que reptaba ayudándose de una lengua viscosa y acerada.

- Querida…-, silbó el asqueroso reptil.

- Me dais asco. Os detesto-, chilló ella.

- Eres bella, muy bella. Te deseamos-, exclamaron mil voces al unísono, llenando de ecos la pesadilla.

- Ni por pienso. Antes me arrojaría a ese abismo.

Roncesvalles.
El abismo acababa de aparecer a su lado. Era una sima tenebrosa de la que no se adivinada el fondo y, sin saber cómo, le vino a mientes arrojarse a ella antes que servir de diversión a los seres de aquel mundo onírico. Sintió un viento fuerte que la empujó y empezó a caer, una caída que se le antojaba sin fin. No supo cuando llegó al fondo, ni si hubo fondo donde pudiera detenerse. La situación era confusa. Alguien orquestaba los acontecimientos desde más allá del sueño porque hubo un repique de trompas, tubas y cuernos dirigido por una batuta que danzaba enloquecida, y que apuntaba a un trombón enorme con forma de boca de volcán del que salían arpegios roncos, a intervalos. De pronto, el trombón rugió apagando los sonidos de los demás instrumentos y sintió un dolor insufrible en muñecas y tobillos.

Las cadenas se habían roto. Cada eslabón rodaba por el suelo y los grilletes se desmenuzaban como arena mientras los horribles personajes del sueño huían despavoridos.

Unos golpes intempestivos, acompañados de voces, pidiendo que abrieran, la despertaron. Se sentó en la cama y escuchó con atención. Era su bestia, tan monstruosa y aborrecible como las del sueño. Dejó que siguiera golpeando la puerta y gritando mientras repasaba los recuerdos y establecía paralelismos entre lo soñado y su vida. Las cadenas empezaron a antojársele de barro cocido. No tenían consistencia, eran frágiles como la loza. Podía rugir, bramar como el trombón, ser volcán incontenible, romper los lazos, ahora frágiles, de su opresor. Podía vencer sus miedos tal como había vencido a los espantos rijosos de la pesadilla.

A través de la ventana entraban las primeras luces del día difuminadas todavía por el temor de romper la noche. Se levantó y empezó a vestirse. Guardó luego unas cuantas cosas, las imprescindibles, en una maleta de esquinas abolladas y se dirigió a la puerta. La abrió. Un espectro demacrado, sucio y abominable ocupaba el vano.

- ¿A dónde vas?-, gangueó dirigiendo una mirada extraviada a la maleta.

- Tienes las cadenas sobre la cama-, le respondió la mujer.

La estupidez del rostro del hombre se tornó más estúpida aún si cabe, al no entender nada de lo que sucedía. Cuando quiso reaccionar estaba solo frente a un desierto de paredes, puertas y ventanas.

La mujer se detuvo un segundo en el umbral antes de encaminarse con decisión hacia el infinito. La calle, acabada de regar, olía a nueva, a recién puesta, a escapada de la siniestra celda donde había estado presa durante la noche. Como ella.

lunes, 11 de febrero de 2013

Angel



No es que ser ángel colmase sus expectativas espirituales. En realidad ni se había planteado semejante posibilidad. Fue un pensamiento pasajero desechado al momento por inoportuno. Agitó la cabeza con violencia imprimiendo a sus hermosos cabellos rubios un movimiento giratorio de voluptuosidad ingrávida y lo dio al olvido. Pero la idea obsesiva de su eventual transformación en un ser incorpóreo siguió acompañándole en días sucesivos con tan  machacona insistencia que empezó a hacérsele insoportable.

Aquella madrugada volvía de fiesta con unos amigos cuando la fría cuchillada de la noche se le clavó en el cuarto espacio intercostal izquierdo y se detuvo son un gesto de dolor. Al momento no le dio importancia, pero el dolor se le reprodujo en los días siguientes y acudió al médico con miedo.

La habitación donde le metieron olía a asepsia y a sustancias narcotizantes. Le habían vestido con una bata azul pálido a la que le faltaban los botones, lo que dejaba su pudor muy mal parado. Continuamente tiraba de este extremo o de aquel, pero si tapaba el pecho dejaba al descubierto la nalga y no le era posible centrarse en cual era la parte más comprometida de su anatomía a la hora de cubrirla según la decencia aconseja.

Puti de la catedral de Burgos.
Al fin apareció la doctora, una mujer asexuada de gestos impersonales y formas rectilíneas, que le miró con desconfianza y desprecio. Se le acercó arrimándosele hasta hacerle sentir su apestoso aliento a desinfectante de hospital. Una vaharada le vino a la boca desde el estómago y estuvo a punto de arrojar la digestión del desayuno en la planicie interminable que se adivinaba bajo la impoluta bata blanca.

La doctora, ajena a todo este desarrollo metabólico, procedió a un exhaustivo examen en el que no faltaron presiones de una mano gélida, alguna punción, y carraspeos escondiendo connotaciones dudosas. Cuando terminó el reconocimiento se sujetó las gafas, que amenazaban resbalársele narices abajo en una pirueta suicida sin precedentes, a la vez que sentenciaba:

- Podría ser una cifosis deformante con curvatura anormal posterior en el plano sagital debida a procesos patológicos desconocidos.

Abelardo babeó ligeramente, sin entender palabra, y se le humedecieron los ojos. El hombre era un amasijo de ternura que, conmovido por la revelación, apoyó la cabeza sobre el hombro de la doctora, llorando amargamente, totalmente desmadejado.

- Estoy desahuciado, ¿verdad?-, preguntó entre hipidos.

- Si acaso condenado a lucir una giba de dromedario, pero nada grave que no pueda solucionarse con cirugía.

La vida volvió al cuerpo de Abelardo cuando oyó estas palabras de esperanza. Miró con dulzura a la mujer y le estampó dos sonoros besos, uno en cada mejilla. Estaba exultante, tenía ganas de saltar, de gritar, de proclamar al mundo su felicidad. ¡Había pasado tanto miedo pensando en una carencia cardiaca! Y resultaba ser una mera corcova…

Se fue a casa a esperar acontecimientos. El tiempo diría si era necesario entrar en el quirófano o la enfermedad se enquistaba en sí misma quedando todo en un susto.

Pero volvieron las obsesiones angelicales, ahora acompañadas de pesadillas en las que se veía volando por el empíreo en compañía de angelotes de sonrosada tez y brazuelos regordetes que entonaban aburridísimas canciones de alabanza al Creador.

Pensó, entonces, si no se le estarían trastornando las entendederas y acabaría deambulando por las calles haciendo tonterías y diciendo memeces que harían reír a todos entre mofas y escarnios. Porque aquella era locura y no pequeña de la que debía desprenderse cuanto antes. Y así andaba, un día, con la preocupación de terminar cheposo y otro con la de volverse orate, sin acertar a quedarse con ninguna, pues las dos le parecían terribles.

No conocernos nos desinhibe y libera de prejuicios. Esto pensó Abelardo y trató de emplearse en mil ociosidades haciendo lo posible por olvidarse de sí mismo, convertirse en un desconocido, llevándolo a extremos tan ridículos como mirarse en el espejo y negarse una y cien veces, teniendo la imagen reflejada por la de un perfecto extraño. No recibía visitas por considerar, a cuantos se le acercaban a saludarle, personas nunca vistas y negaba ser Abelardo o haberlo sido alguna vez si acaso habían existido Abelardos en el mundo.

Resultó todo vano, porque a los sueños de los rubicundos angelotes sucedieron enseguida cambios anatómicos que le hicieron volver a la realidad. Duchándose uno de los días se reconoció a la altura de los omoplatos unas nacencias que, a poco, rompieron la piel y, conforme crecían, se cubrían de plumón suave y menudo con lo que ya no le quedó duda de estar convirtiéndose en ángel.

La doctora de las gafas suicidas le invitó a resignarse con su destino por no ser posible operar lo que no era enfermedad ni anomalía anatómica, pues, le dijo, es propio de un ángel tener alas en las espaldas bien sujetas a los omoplatos y operar sería ir contra la naturaleza de las cosas. Por ello debía avenirse a lo que el destino le deparaba y ser ángel con todas las consecuencias como otros son perros, vacas o aves sin oírseles queja alguna por ello. Si, después de todo, aún quería querellarse debería hacerlo a instancias celestiales donde correspondía el caso según se estaba viendo por las plumas y todo lo demás.

- ¿Qué sería si todos nos mostrásemos disconformes con nuestra natural apariencia y quisiéramos ser distintos a como hemos sido destinados? ¡Aviados estaríamos!-, terminó diciendo mientras abría la puerta de la consulta mostrándole la calle.

Detalle de retablo sobre tabla  de la iglesia de San Nicolás. Burgos
A partir de aquel día Abelardo se resignó a la metamorfosis que sufría, pero vinieron a perturbarle nuevas cuestiones derivadas de ella. Una, no poco importante, a su juicio, fue la de la sexualidad. Por ser los ángeles andróginos, según tenía leído, temía con razón que le habrían de desaparecer los atributos o, en todo caso, quedar dueño de un péndulo inútil como badajo sin campana que tañer.

Tomó por eso costumbre de vigilar con tiento los testigos de su naturaleza, y los saludaba con alborozo cada mañana al hallarlos donde les correspondía. Luego realizaba una inspección más minuciosa en que, ora se mostraba contento de su pujante virilidad, ora le invadía la congoja tanteando lacios despojos, según el estado de ánimo que mostraban tan caprichosos compañones.

Otra preocupación, no menos grave, fue la de la incorporeidad. Se miraba en el espejo tratando de adivinar grietas, honduras o escapes de materia en la masa sólida de su cuerpo, porque si había de ser ángel pronto o tarde se desprendería de la grosera corteza animal para adquirir el estado difuso común a todo espíritu. 

A esto dedicó mucho tiempo en vano, pues no veía ningún cambio en las carnes ni en la grosura por lo que pensó si no sería que al mudar de consuno la totalidad de su cuerpo todo pasaba de material a inmaterial, de corpóreo a incorpóreo, tanto más que, tonándosele quintaesencia también la mirada, no podía apreciar en sí mismo ninguna transformación.

Tanteaba a veces una puerta o un tabique por ver si lo podía atravesar, pero se le resistían sin remedio.

- ¿Y si fuera falta de intento?-, pensó.

Así, un día, tras darle muchas vueltas al caletre, dijo llegado el momento de probar y se arrojó en tromba contra una de las paredes de la casa, quedando empotrado contra ella, esbozada su anatomía en el yeso.

Después de aquello pasó varios días en cama con el cuerpo como colegio de cardenales, un brazo en cabestrillo y varios dientes de menos. Sus comienzos angelicales no habían podido ser menos afortunados.

Obligado a permanecer inactivo hasta la recuperación siguió dándole vueltas al asunto hasta venir a caer en otra idea no menos descabellada que decidió llevar a cabo desde aquel mismo instante: sublimarse en una catarsis absoluta.

Se embebió en profundas meditaciones de sublime intrascendencia. Buscó el karma en los entresijos acusadores de su conciencia y decidió no perturbar en adelante su espíritu con groseros alimentos con lo que vino a negarse a tomar cualquier comida por no ser ello propio de un aspirante a ángel. Y como viniese a debilitarse y enflaquecer hasta extremos que parecía, ciertamente, más espíritu que materia, fue obligado a comer, pero tan pronto como quedaba solo, se provocaba arcadas con los dedos índice y corazón para arrojar el contenido de su estomago en medio de convulsiones grotescas. Quedaba entonces pálido como la cera, con la mirada perdida, lo que le daba el aspecto catártico que tanto convenía a su angelical estado.

Estuvo al borde la muerte y ello le avivó el seso y le hizo recapacitar aviniéndose, por último, a compaginar ambas esencias, humana y etérea, y se dejó alimentar y comió y engordó retomando en poco tiempo el aspecto saludable que siempre se le había conocido.

Aunque ser ángel le obligó a arrastrar una vida mediocre, escondida, perseguido siempre por la curiosidad y la burla. A más de las muchas horas que todos los días había de dedicar a mantener tersa la albura de las plumas con aceites y ungüentos que se procuraba.

¡Y para lo que le servían! Jamás consiguió remontar el vuelo con ellas.







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