viernes, 15 de marzo de 2013

El primer beso



Conocí a Carlota siendo casi niños. Ella tenía catorce años y yo apenas había cumplido los quince.
Era esmirriada de cuerpo, tenía el rostro chupado, los ojos saltones, tras los labios finos y agrietados dejaba entrever una dentadura descabalada y era maravilla verla sostenerse sobre los juncos de sus piernas. Pero desde que la vi sentí la necesidad imperiosa de besarla.
El verano siguiente dio un cambio portentoso y, de pronto, se transformó en mujer. Se le abultaron los pechos como dos naranjas en sazón, sus caderas adquirieron redondeces morbosas, los ojos se le acomodaron en una cara pletórica de luz, semejante a la luna llena, y los labios le cambiaron a dos fresas sonrosadas. Hasta los dientes se le alinearon mostrando, al sonreír, una hilera de marfiles deslumbrantes. Y mis deseos de besarla aumentaron. En el silencio de la noche se me alborotaban las ideas; los fantasmas de la imaginación me embarullaban el entendimiento, perdiéndome en un fanal de sonrisas luminosas y labios temblorosos que se llegaban a los míos, pero sin rozarlos.
No era fácil encontrar un momento para estar a solas con Carlota y, cuando lo hallaba, era tal mi azoramiento que no atinaba con las palabras; hasta los brazos se me hacían huéspedes, empapado de rubores y vergüenzas ante la risa burlona con que ella acogía mi turbación.
Uno de los días, después de mucho ensayarlo ante el espejo, se lo solté de sopetón:
- Carlota, necesito besarte.
Soltó la carcajada más argentina que había oído yo hasta entonces.
- Lo harás, querido, lo harás a su tiempo-, me dijo sin dejar de reír, desnudándome alma y cuerpo con la mirada.
Aquel querido me embargó de alegría por unos instantes, pero fue esperanza vana porque, enseguida, me desinflé como se desinfla el globo al que le pinchan con un alfiler. El suyo no era un querido de enamorada, ni siquiera un querido afectuoso. Era, sencillamente, su forma de hablar. Llamaba querido a todo el mundo y yo no era la excepción.
Una tarde bochornosa de esas que invitan a perderse bajo el ramaje de las enredaderas y sentir en la piel el frescor de la hierba, nos encontramos sentados frente a frente, en un parque de la ciudad, disfrutando de abrumadores silencios. Carlota me miraba con picardía. Sabía de mis deseos, me adivinaba el pensamiento. Yo había tomado sus manos entre las mías y jugueteaba con ellas. Tenía los dedos finos, las uñas arregladas imitando nácares afilados y la tersura de su piel excitaba mi imaginación. Posé los labios en el torso de su mano derecha, luego la volví para besarle la palma. Me sentía el hombre más dichoso de la tierra, pero para ver completa mi felicidad tenía que besar sus labios rojos, húmedos, deseables y entreabiertos.
Tiré de ella hacía mí hasta acercar mi rostro al suyo.
- Querido, eres demasiado impetuoso-, deslizó las palabras en mi oído.
Entonces, llegó un airón acompañado de ruido ensordecedor. El viento rugió entre el ramaje y el vendaval desgajó aquí y allá las ramas de los árboles, haciéndolas caer a nuestro alrededor. Un pandemónium de gritos y carreras lo llenó todo. La muchedumbre se abalanzó sobre nosotros arrollándonos. Cuando quise darme cuenta, a Carlota la había arrastrado el gentío y corría, a lo lejos, presa del pánico. Quedé de pie mirando como un estúpido las carreras que se sucedían en torno mío. No ocurría nada. La histeria se había apoderado de la multitud, pero no ocurría nada. Si acaso, había perdido otra oportunidad. El viento siguió soplando unos minutos, luego se apaciguó y una calma ominosa y siniestra invadió el parque.
Estaba solo con mi desencanto, y lancé un grito horrendo para descargar todas mis iras y golpeé el tronco del árbol más cercano hasta dejarme en él los nudillos y terminé de desgajar una enorme rama que el viento había dejado columpiando.
La siguiente ocasión se me presentó cuando me gradué en la Universidad. Pedí a mis padres permiso para llevar a casa a un grupo de compañeros e invité también a Carlota. Estaba preciosa. Desde que entró no tuve ojos para ninguna otra chica que no fuera ella. Me deshice en cumplidos, le agradecí su asistencia, pero tuve la fatal ocurrencia de presentarla a mi madre. ¿Congeniaron como no era posible que lo hicieran en tan poco tiempo o, simplemente, me eran contrarios los hados? Durante horas se retiraron a una habitación de la casa donde hablaron de cuantas naderías es posible hablar sin perder el hilo de una conversación insustancial y tonta. Reían a ratos, daban a su rostro un tono de seriedad caótica, otros, y se abrazaban de cuando en cuando mientras giraban dando pequeños saltitos.
Yo no entendía nada. Me sentía transportado a un mundo irreal. Desde la puerta, le hacía a mi madre señas de que dejase a Carlota, pero me miraba sin entender y me contestaba con extraños visajes preguntándome qué quería. Luego supe que, en algún momento de aquella conversación, había dicho con mucha seguridad:
- Carlota, encanto, creo que tengo un hijo idiota.
No me fue posible acercarme a Carlota en toda la tarde ni a lo largo de la noche y ya no pude hacerlo en mucho tiempo. Los caminos de Carlota y los míos se separaron de madrugada. Mis padres me metieron en un avión y aparecí, horas después, al otro lado del Atlántico donde me esperaba un caballero, vestido de negro, de aspecto encorsetado, al que jamás vi sonreír en el lustro que compartí con él el trabajo.
La empresa a donde fui enviado era filial de una filial asociada al bufete familiar y el señor de luto con cara seria, el director encargado de enseñarme los entresijos y mañas del oficio. Debí ser buen discípulo, pues a los cinco años consideró mi padre que estaba lo suficientemente preparado para hacerme cargo del departamento que atendía los asuntos financieros del bufete por lo que me ordenó volver.
Apenas llegado, recibí notificación del casamiento de Carlota. La boda fue de empaque. Cuando acudí, invitación en mano, un individuo con pinta de mayordomo británico, que anunciaba a los invitados engolando mucho la voz para ser oído por encima del murmullo generalizado, me hizo los honores. El novio era un hombre menudo, rechoncho, de brazos cortos que pugnaban por darse la mano inútilmente abrazando una barriga trazada a circunferencia. Los ojillos le bailaban en las órbitas como dos planetas menudos que se le hubieran incrustado bajo la frente y la cabeza parecía pegada al cuerpo, directamente, sin adminículo alguno parecido a cuello. Hablaba en susurros, mantenía prietos los labios al hacerlo, mientras saludaba a los invitados alargando una mano blanda semejante a una gigantesca ameba.
- Carlota, ¿dónde has encontrado eso?-, le pregunté a mi amiga cuando, por fin, pude aislarme con ella en la pista de baile. Soy un bailarín pésimo, lo reconozco; la pieza que destrozaba la orquesta parecía una mazurca, pero yo estreché a Carlota entre mis brazos y bailamos a ritmo de vals que se me daba mejor
- Es un riquísimo financiero. Chasquea los dedos y le manan dineros de las manos.
Mientras danzábamos percibí en sus ojos el brillo alegre de las joyas, las mansiones, los yates, la vida holgada y despilfarradora. Ella debió ver en mí la existencia miserable del hombre que mendiga un beso sin conseguirlo, porque me sonrió con picardía, redondeando los labios en ademán de lanzarme uno, pero lo dejó morir a las puertas.
Cuando terminó la mazurca, un invitado se acercó a nosotros y me la arrebató. Estaba esplendorosa, bellísima, pero no como lo están las novias el día de su boda. La belleza de Carlota no cabía en esos esquemas protocolarios. Estaba bella porque lo era y en su boca había una invitación a ser besada. O eso me parecía.
De madrugada la fiesta languideció, los invitados fueron despidiéndose, yo entre ellos. Apreté la mano untuosa del novio y la cálida y sensual de ella, fija mi mirada en sus labios.
- Algún día, querido-, me pareció oír su voz en un susurro.
Al salir de la casa trastabillé borracho de emociones. Con el ánimo zarandeado por sensaciones dispares, me subí el cuello del abrigo para defenderme del relente y desaparecí calle abajo en la humedad del amanecer, tratando de sonreír, aunque fueran sonrisas ensangrentadas.
Tardé cuatro años en volver a tener noticias de mi adorada obsesión. El aviso me llegó de forma brutal a través de una llamada telefónica. Un extraño virus, con el que los médicos disculpaban su desconocimiento de la enfermedad, se le había alojado en los intestinos y la estaba comiendo por dentro.
- No conoce. No habla. Se muere-, me aclaró el marido apenas llegué a la casa.
La habitación era un colosal mausoleo en cuyo centro se levantaba el catafalco de columnas salomónicas. Aquel estúpido gordinflón la había enterrado en vida. Los crespones desvaídos del dosel contrastaban dolorosamente con la piel cerúlea de Carlota. Tenía la calavera afilada, hundidos los ojos en dos cavernas insondables y no se percibía ya la respiración agitada de la muerte bajo la holanda de las sábanas. Me acerqué al bulto con pasos apagados, igual que se hace en los cementerios cuando amortiguamos la voz y sosegamos los movimientos como si temiéramos despertar a los muertos.
- Ha llegado el momento, querido. Puedes besarme-, creí percibir como un rumor.
Posé mis labios sobre los suyos, pero no llegué a apretarlos pese al deseo. Aquellos no eran los labios frescos de Carlota. Los tenía viscosos, fríos, terriblemente fríos, como el viento que arrastra la hojarasca sobre las piedras del camino y la amontona contra la cuneta y viscosos, a semejanza de un reptil antediluviano.
Me retiré con el espanto de haber besado a la muerte.
- Esta muerta, está muerta-, lloriqueó el marido a mis espaldas, mientras salía de la casa.