El silencio, como plomo
derretido, se abatía sobre los espectadores. Los hombres estiraban el cuello
huyendo de roces almidonados, mientras las damas se afanaban en dar a sus
pechos aire de picarona insinuación.
El trombón se acomodó con
teatralidad y aplicó los labios a la boquilla.
Podía oírse el batir de las
pestañas.
Vibró el primer acorde haciendo
temblar las lágrimas de la araña que colgaba del techo. En algún palco, una
mano de enamorado buscó el brazo de la amada y ambos se estremecieron.
Ahora el arpegio debía estallar
como una erupción de notas ensordecedoras. El trombón hinchó los labios y se
aprovisionó de aire pero al soplar sus intestinos tuvieron la ocurrencia de
expelerlo por el conducto extremo y un trueno infamante arrebató la sala.
El amante quedó suspenso, la
joven desilusionada, el maestro corrido y los espectadores joviales.
Un éxito de concierto.