Se acabó el estudiado manteo de reminiscencias abaciales, el frufrú sinuoso de la sotana y el decadente saludo de la teja alzándose levemente sobre la calva abacial de don Honorio.
El eterno e incombustible párroco de San Efraín se ha jubilado. Airoso aún, aunque comenzaba ya a tropezar con los impedimentos de la edad, se mantuvo cerril en su puesto hasta unos meses atrás. Había pasado de los noventa y aún tenía la prestancia de los tiempos mozos, pero en muchas actitudes se mostraba tan achacoso en años como en vivacidad. Decía misa con tal parquedad de palabras que en evangelio y paternóster se le iba toda y comulgando él las dos especies daba por concluido el sacrificio. En sermones ya no cumplía y daba nombre de confesión a un diálogo sin sentido en que él preguntaba, respondía y absolvía todo en uno, repartiendo, en ocasiones, entre sus santas penitentes pecados que, ni por pienso, hubieran imaginado cometer.
Paseaba por entre la feligresía despacio, pero con solemnidad, envuelto en una grandísima capa irisada por el roce de los años, se cubría con una teja deshilachada, hacía gala de muchas bendiciones entre las viejas que se le acercaban en demanda de gracia y para todas tenía una sonrisa acartonada en el marco terroso de su rostro. Y de repente, un día se levantó encorvado como un acento circunflejo.
El sustituto es el envés de don Honorio. Se llama Emiliano, así a las bravas, sin dones. Emiliano y de tú a tú. Es joven, con presencia. Irradia familiaridad, parece afectuoso y produce un rechazo instintivo en las beatas tan proclives a correr, otrora, tras la sotana de don Honorio.
El nuevo cura ha revolucionado la parroquia. Las mujeres hablan maravillas de su vitalidad, de su donosura, de su amabilidad y gracias. Alguna jovencita deja escapar, a escondidas, sentidos suspiros de incontrolada emoción a caballo entre un enamoramiento inesperado y un desgarrado drama pasional. Pero Emiliano va a lo suyo, a enderezar una parroquia desquiciada por el hacer decimonónico de su predecesor y atraer con sugestivos actos religiosos a unos feligreses despegados y adustos.
Como Antón, el de la carretera, el marido de Engracia. Engracia hace honor a su nombre y se desenvuelve con el donaire de una mujer que se sabe aún hermosa y atractiva. Quiere mucho a su marido y por nada del mundo le sería infiel, ni él a ella y sea Dios servido en tales propósitos porque es mujer muy fiera y arrancaría los ojos a quien mirara más de lo necesario a su Antón.
Engracia no fue muy dada a misas ni beaterías en tiempos de don Honorio. Cumplía con sus deberes de buena cristiana yendo a misa los domingos, comulgando tales cuales días, confesando por la Pascua y pagando sus diezmos de tanto en tanto con una monedas dejadas en el cepillo, sin excesivos estipendios, aunque tampoco con mezquindad.
Pero ahora ha empezado a frecuentar los salones parroquiales con pretexto de enmendar yerros, desembarazar el alma de demonios y buscar consuelo para los novísimos. Rezos, singladuras catecumenadas, palabras susurradas al oído tras la celosía oscura del confesionario, indiscreción en preguntas de vergonzosa intimidad y un trémulo balbuceo en la respuesta.
Emiliano la acoge con complaciente sonrisa, toma su brazo y la conduce, apoyada la otra mano en la espalda, a las habitaciones rectorales. El olor agrio de las cosas sagradas le penetra por la garganta y se le fija en los pulmones con la turbia pesadez de polvo y telarañas seculares.
- Y tu marido, Engracia, ¿para cuándo?- sonríe Emiliano adoptando un aire de resignación aparatosa.
Por la pechera abierta de la camisa se adivina un pecho robusto, varonil, sin achacosos complejos de seminarista. Aquel hombre, piensa Engracia por un momento, no ha debido pisar muchos seminarios, quizá se hizo cura a sí mismo con una bendición aventada por su propia mano. Y habla del marido, de Antón, el de la carretera, como todos le conocen. Antón es un hombre bueno. No va a misa es bien cierto, aunque tampoco ella iba mucho antes con don Honorio y no por eso se consideraba mala aunque ahora va más y reza por ella y por su hombre. Sí, su Antón es bueno, con sus arrebatos, sus palabrotas. A veces incluso blasfema, cuando las cosas no salen a su gusto, pero no es una blasfemia con intención, es una válvula de escape que amordaza furias mayores. Y es cariñoso. Un poco bestia, pero cariñoso. En la cama se lanza sobre ella como un animal sobre la carnaza y la posee sin miramientos, a la carrera, parándose en uno o dos besos donde derrocha todo su afecto. Luego, si ella le hace carantoñas, él se remueve y refunfuña. Entonces le deja en paz y trata de dormir.
Así va desgranando intimidades sin darse cuenta del lugar donde se halla. Aquello no son las tablas sacrosantas del confesonario bendecidas por miles de santiguadas absolutorias, ni hay celosías separando el sudor del varón de la fragancia femenil. Entre aquellas paredes de Cristos aparatosos y Vírgenes voluptuosas la cercanía de los cuerpos se confunde y apelotona en ambigua promiscuidad.
Y sin saber cómo, se desnuda en una habitación velada por espesas sombras de eternidades mal calculadas. El suelo está cubierto de telas blanquísimas como sudarios de niño, manteles ribeteados de ganchillo, un tapiz con guerreros de aspecto fiero mostrando armaduras griegas. Al lado un garabato de sombras difuminadas le hace entrever el cuerpo musculoso y bien formado de Emiliano. Le fascina la piel del sacerdote, blanca como la túnica purísima de un querube, acercándose a ella, cubriéndola, envolviéndola en un turbión de sensaciones desconocidas. Hay algo de arriscado en el acto de la posesión y de la entrega, pasión y dulzura, benevolencia y rapto.
Cuando vuelve a casa, Antón la mira. Adivina la voluptuosidad del pecado, la garra concupiscente aprisionándole todavía la garganta, los pechos, la cintura, las entrañas agredidas por la animalidad del sacerdote. Lo percibe, lo siente, lo palpa en el silencio de Engracia, en sus ojos intranquilos y recelosos, en su pasar esquivo.
Las miradas chocan como trenes desbocados, lanzados uno contra otro por los raíles de la vía única de sus existencias. Pero la tormenta es fugaz, el nubarrón se disuelve, la lumbre muere sin dejar ni un triste rescoldo y la vida vuelve a rodar con la monotonía de todos los días. Ahora la mujer se siente superior, querida, amada realmente con amor dulce y entregado, protegida por la posesión inusual del sacerdote, tan violenta, quizá, como la de Antón, pero distinta, muy distinta aunque no sabría decir en qué o cómo.
A los pocos minutos Antón sonríe. Sonríe y perdona. Perdona la brutalidad de la ofensa y se consuela pensando que, dentro de lo malo que es ser un pendejo, no lo es tanto ser pendejo de Dios.