Ni por pienso
imaginó tanto. Menuda, casi insignificante y quizá por ello cargada de timidez,
buscaba hacerse notar, pero tampoco le preocupaba mucho pasar desapercibida, aun
cuando ello le causaba enojo y ponía rabia en sus sentimientos que, enseguida, apaciguaba
con dosis de mansedumbre. Pero todo tiene un límite y el de Jacoba llegó el día
que un tonto de capirote trató de aprovecharse haciéndole inconfesables proposiciones.
- ¡Eres un
guarro! ¡Eres un guarro!- barbotó, desorbitados los ojos, mientras trataba de
imaginarse a sí
misma ofreciendo su virginidad a aquel individuo. Y el tonto de
capirote, puesto a cuatro patas, salió gruñendo con el sacacorchos del rabo haciéndole
carantoñas el aire.
Se llevó más
susto Jacoba que el guarro y sintió una comezón retorciéndole los intestinos.
Primero no supo qué hacer, luego corrió tras el gorrino no fuera a ser víctima
de algún predador, amigo de mondongos y embutidos, aunque esto lo pensó
después, pasado ya todo, por último, se sintió aliviada cuando, de allí a unos
minutos, tras un encontronazo, dos escaramuzas y varios quiebros, el gorrino se
enderezó volviendo a ser el tonto de siempre.
No le dio
importancia al hecho y pensó ser, aquella, cosa de maravilla pero tampoco de la
que asombrarse mucho pues otras más raras se habían visto y seguramente estaban
aún por verse. En esto no se equivocaba. Pronto comprobó que si decía algo con
enojo o pasión, sus palabras se hacían realidad acomodándose la naturaleza a
sus deseos para volver todo a la normalidad pasado un corto espacio.
Fue el caso
tener un compañero de trabajo cargante en extremo, pesado hasta lo indecible,
buscando siempre cómo hacerse valer aun cuando no fuera preciso ni se le necesitase
e insistiendo a pesar de todos los pesares y aunque se le diese con la puerta
en las narices. Hartóse un día Jacoba, arremetió con furia contra él y le dijo
en el paroxismo de su rabia:
- ¡Vamos,
desaparece! ¡Tus!
Fue visto y
no visto, volvióse etéreo, se hizo voluta, palpitó como un soplo y estuvo una
porción de tiempo moviéndose por la habitación, aunque sin ser visto ni oído. Le
preguntaron, cuando volvió, dónde había estado, qué había sentido, cómo logró
hallar el camino de regreso, mas no supo referir sino incoherencias tales como
que no se había movido de allí, siendo así que todos vieron cómo desaparecía,
por lo que fue tenido, a partir de entonces, por bastante sandio y muy mendaz.
En otra
ocasión hubo de subir el tono de una disputa con la huéspeda que le tenía arrendada
la habitación, por un quítame allá esas pajas, pero fue la discusión a más y
como la huéspeda insistiese en cobrarle unos gastos no apalabrados antes, soltó
Jacoba, sin pensar en las consecuencias:
- Vuelen primero
los burros, luego, veré si pago.
Y aquel día hubo
extrañísimos rumores asegurando haber visto asnos de todo pelaje cruzando los
cielos hacia el
horizonte. Muchas personas fueron encerradas en celdas de
seguridad por tener dudas acerca de su salud mental, hallándose contradicciones
sin cuento en estos enfermos que decían, primero, haber visto lo que vieron para
confesar, después, estar equivocados pues no vieron burros ni nada parecido
volando por los cielos, así se lo preguntara el mismísimo Dios. Y ya podían, luego,
volar cometas, ángeles o nubes que nadie osaba decirlo asegurando rodar las
cosas por tierra como era natural hacerlo.
Tenía mucho
cuidado Jacoba de no usar este poder pues era consciente de las consecuencias
que podía traer uno de aquellos deseos suyos expresado de forma incontrolada,
por eso se mordía la lengua hasta hacerse sangrar antes de estallar en
amenazas, pero le era imposible, a veces, dejarlo escapar cuando la gota rebosaba
el vaso de su paciencia.
¿Y si un día
mandaba a la muerte a un semejante en un arranque de ira? La muerte podía ser
un hecho irreversible. Todo cuanto hasta entonces había pedido o deseado en sus
arrebatos tuvieron una duración de segundos o minutos, nunca más allá de lo
razonable, si había algo de razonable en cuanto le estaba ocurriendo. Pero la
muerte… La muerte es la inactividad absoluta, el caos total, el cierre del grifo
sanguíneo a esa masa gris, en forma de laberinto, almacenada dentro de la
calavera. Vuelta la sangre a su normal discurrir podrían no reanimarse ya las
circunvoluciones de los pensamientos y quedar cadáver. Pensaba en todo esto mientras
le corría un escalofrío desde la nuca hasta la rabadilla. En alguna ocasión
estuvo tentada de probar este efecto con algún animal: mariquitas, escarabajos,
una salamandra; pero ¿cómo hacer daño a tan inocentes animalitos? Mejor lo
dejaba.
La idea, no
obstante, siguió anidando en ella con tormenta de idas y venidas, como ese
mosquito de verano al que espantamos, se marcha, y de allí a poco vuelve
insistente a rondar en torno nuestro para cebarse con molestias y acoso
pertinaces. Cien veces estuvo a punto de ceder a la tentación y cien salió
triunfante del combate, aunque siempre le quedaba la duda abrasándole la
entraña como hierro al rojo.
Una mañana,
al levantarse, se sintió singularmente indispuesta. Le bailaban los nervios
como azogue, tenía la piel sensibilizada de forma no acostumbrada, la vista se
le nublaba con oscuros presentimientos. Fue un día tremendo, pues desde el
principio empezó a salirle todo mal. Para empezar, el despertador no sonó a
tiempo, fue imposible explicárselo al coordinador y se le anotó la falta en su
expediente. Luego aquel cliente de ademanes lujuriosos, mirada torva y sonrisa babeante,
inclinado sobre el mostrador, tratando de llegar a las intimidades de su
escote.
A mediodía el
camarero que la atendía habitualmente no se había presentado a trabajar. Algo
de una indigestión, cólico o diarrea, dijo el sustituto. La ensalada no había
sido aliñada a su gusto, el vino era de garrafón y el vaso mostraba un cerco de
carmín.
Ya a la
tarde, camino de casa, un bulto ominoso le salió al encuentro. Sombras agrias
dibujaban la hostilidad de sus perfiles en los muros de las casas y en una de
aquellas sombras centelleó la alarma de una navaja. Se le llevó el bolso y el
aliento y sólo le quedó un jadeo ronco y nervioso. Alguien vino en su ayuda, la
tomó de los hombros y fue con ella hasta un banco donde la obligó a sentarse.
Luego llegaron otras personas. Hablaban todas, daban su opinión, le tomaban de
las manos, tiraban de ella para alzarla y volvían a sentarla sin ponerse de
acuerdo.
Se abrió paso,
por fin, un hombre de uniforme. Debía de ser policía o guarda, o vigilante de
alguno de los comercios que por allí había. Llevaba pistola a la cintura y la
visera de la gorra le caía sobre el rostro, dejando ver solamente la barbilla.
Hablaba muy deprisa y daba gritos pidiendo a la gente que se retirase. Le traía
el bolso. Había aparecido en una calle, allí cerca, tirado al pie de los
contenedores de basura. Aún contenía una porción de cosas: maquillaje, un
pañuelo de tela y varios de papel, lápiz de labios, un peine, una cajita vacía,
otra llena de confeti azul, una tercera tan pequeña que no podía contener nada,
rimel para las pestañas, dos o tres objetos de uso indeterminado, un pendiente
sin compañero, billetes de autobús usados, dos entradas de cine y un manojo de
llaves.
- ¿Le
acompaño a su casa?
Jacoba miró
sin ver. La calle, la luz, los rostros, las palabras le bailaban en la cabeza
en vertiginoso remolino.
El hombre de
uniforme, sin esperar respuesta, la agarró con fuerza por un brazo y tiró de
ella calle adelante. Jacoba se dejó llevar embargada por una sublime, pero
desconocida insensibilidad. Sombras de incertidumbre, miedo y desconocimiento
le nublaban las entendederas; no obstante, de manera incomprensible, empujada quizá
por el instinto, dio con el portal.
El hombre
preguntó si quería que subiese con ella hasta el piso, pero Jacoba denegó con
la cabeza. Antes de cerrar la puerta tras de sí, se volvió para murmurar un
“gracias” apagado.
Sentada en la
cama, estuvo mirando, largo rato, la figura reflejada en el espejo que tenía
frente a ella, figura grotesca, casi disforme, de una mujer de enredadas
greñas, alborotado el vestido, ojerosa y humillada. ¡Humillada! Esa era la
palabra, palabra rotunda que encerraba toda la mediocridad de una existencia entregada
al servilismo.
Se acercó al
espejo para mirar con más atención. Empezaron a llegarle recuerdos, brumas que
se desvanecían para dejar expedito un camino abarrotado de injusticias y
desprecios. En el trabajo, con los amigos, cara a la sociedad siempre había
sido relegada como segundona, útil solo para cubrir faltas, sustituir
ausencias. Y una rabia infinita le atenazó la garganta.
Corrió a la
ventana, abrió los cuartillos de par en par y se quedó mirando a los estúpidos
que pululaban por las aceras, con aire de bobalicones resignados.
- ¡Malditos,
seáis!- gritó.- ¡Así desaparezca todo! ¡Así se lo lleve el infierno!
Y comenzó el
principio del fin. La noche dejó de ser noche, nunca hubo ya mañana, ni
amaneceres, ni estrellas girando en el firmamento, ni siquiera firmamento. Sólo
vacío, y ni aun esto, pues el vacío dejó de tener sentido en la nada.