El gobernador Poncio se apoyó en la baranda de la terraza desde la que se divisaba la ciudad. A su derecha quedaba el templo de aquel dios simplón que nunca llegó a entender. Ni imágenes, ni altares, ni vestales a su servicio, sólo un templo vacuo y sin adornos y una muchedumbre de mercaderes haciendo dineros a cuenta de los corderos y palomas que le ofrecían en sacrificio. A la izquierda y frente a él la ciudad dormida y silente, pero sólo en apariencia, pues bien sabía la tormenta contenida de sus levantiscos habitantes. Más allá huertos de familias pudientes, algún publicano adinerado o sacerdotes del templo que daban a las ofrendas uso más profano, y pequeños campos de olivos comunales.
Escuchó unos instantes. Nada, silencio. Aquella noche podía dormir tranquilo. Era la víspera de la Parasceve, Jerusalén hervía de un extraño fervor religioso y sus habitantes estaban cenando, reunidos en familia, o en casa de amigos, mientras entonaban salmos de auto alabanza y recordaban gestas de tiempos remotos en tierras de Africa. Pueblo extraño, ¡por Júpiter! O se mostraba sumiso hasta el servilismo o sacaba la furia ancestral de las tribus primitivas y se convertía en problema insoluble que hacia tambalear solios de cónsules y gobernadores.
Claudia Prócula, recordó, lo esperaba en el lecho desde antes de la caída del sol. Decía sentirse agotada del tráfago palaciego y se había retirado tras una cena frugal. La imaginaba lánguida, tendida, mostrando bajo sutiles velos los encantos libidinosos de su cuerpo ofrecido, de sus pechos semidesnudos, pechos que tenían fama en toda la provincia, y aun en la misma Roma, de ser los más sensuales y atrevidos del imperio. Corría por los mentideros el rumor de que el divino Tiberio los había saboreado como pago de aquella prefectura y también que, con ocasión de visitar, en el Foro, el templo de Vesta, la mismísima diosa Venus se había dignado bajar a admirar tan bella criatura.
- Buena guardia, capitán-, saludó al hombre armado que estaba junto a él. Y desde la puerta añadió: La noche sea propicia al César.
El romano saludó cruzando el brazo sobre el pecho con gesto enérgico y estudiado:
- Salud, gobernador.
A la misma hora, cerca, en una de las dependencias del templo, Caifás, Sumo Sacerdote aquel año, daba por terminada la cena Pascual. Tundido por los años, agobiado por el cargo y dolorido por una gota incontrolada despidió a todos los familiares con gesto ceñudo. La cena fue un tormento, tortura indescriptible. Una diarrea imparable lo había baldado desde por la mañana llevándolo de la letrina al lecho y del lecho a la letrina. Y para arreglarlo aquellas verduras amargas que se le pegaban en la garganta formando un tapón pastoso imposible de tragar y el pan ácimo, espeso, inconcreto y poco digerible, invento de Luzbel. Cuando quedó solo, cuatro siervos lo trasladaron de nuevo a la letrina, donde una vez más desaguó un torrente de aguas malolientes, y luego lo depositaron con mucho cuidado en el dormitorio sobre un lecho de telas de lino.
- Ni un suspiro u os haré azotar-, gimió-. Estoy a morir.
Su esposa, mujer vieja, retorcida y deforme como los olivos del huerto que allá abajo se aparecía, se acercó a él en ademán sumiso.
- Grande es Yhavé, - murmuró, tocando el suelo con la frente-, grande su poder, loado sea su solio. Sólo suya la victoria.
Despabiló el velón y se acostó junto al esposo.
Mientras esto sucedía en las dependencias de Caifás, allá abajo, en los olivares comunales, había desusado movimiento. Un hombre iba a paso ligero estudiando el terreno. Se detenía un punto y seguía. Parecía hacer cálculos de tiempo y lugar, murmuraba algo en voz baja y terminaba por salir corriendo. Se llamaba Judas, hijo de Iscariote, una conocida familia de Jerusalén, acomodada y querida por las muchas obras de caridad que hacía y el gran prestigio adquirido tras la donación de un rico ajuar para los sacrificios en el templo.
- Lo que has de hacer, hazlo pronto-, le había dicho el Maestro. Y salió presuroso a cumplir el mandado sea cual fuere, pues nadie lo sabía. Era un secreto guardado entre ellos dos, secreto sublime de impredecibles consecuencias.
Apenas abandonado el lugar, un grupo de doce hombres, alumbrándose con hachones, llegaba al sitio desde el otro extremo del olivar. Fueron acomodándose aquí y allá y pronto dormían todos, o casi todos, porque había uno que tenía una misión muy importante que cumplir entre aquella noche y el día siguiente, o al menos eso pensaba y para ello había hecho planes, pero sabido es que el hombre propone y Dios dispone, aunque difícil era discernir en este caso donde acababa el hombre y empezaba Dios con lo que podía ser que dispusiese quien no debía y propusiese quien no podía.
O al revés que está esto muy enrevesado y será cosa de dejar que los acontecimientos nos lo aclaren.
Salió pues Judas, el Isacariote, corriendo a su misión después de haberse cerciorado bien a dónde había de volver con quien fuese el que lo acompañara luego. Y se allegó al templo. Todo era silencio y oscuridad. Si estaba allí sin tropiezos era porque conocía al dedillo todas las calles que lo circundaban y las esquinas que había de doblar y hasta los cantos con los que se tropezaría, ya que no se veía a un palmo y bien podía decir que ni sus manos topaba en aquella negrura.
Tanteó el muro hasta sentir las maderas del portón y empezó a aporrearlo con fuerza. Sus puñadas resonaron haciendo eco, pero nadie respondió y sólo un silencio opresivo siguió a los golpes. Insistió más, una y otra vez, hasta que oyó voces al otro lado de la puerta y mucho ruido de pasos.
- ¿Quién va?- preguntó alguien.
- Judas, el Iscariote.
- ¿Qué quieres a estas horas, así seas maldito por siempre?
- Hablar con el Sumo Sacerdote. Es negocio tratado y sólo queda un último punto.
- Caifás duerme y ha dado orden de no despertarlo. Vuelve mañana, apenas amanecido y te recibirá.
Y los pasos se alejaron. De nuevo silencio y oscuridad, el silencio y la oscuridad que acompañan las noches en que se fraguan crímenes y horrores, noches tremendas sin siquiera un ladrido de perro llamando a la hembra intuida.
De pronto se oye ruido de armas, sonido metálico de escudos que entrechocan con los petos, de espadas que golpean los muslos protegidos. Viene de allá arriba, del palacio del gobernador. Es la guardia nocturna haciendo ronda en torno al palacio y el templo. Judas reacciona y echa a correr, se pierde por callejuelas infectas, se espeta contra muros olvidados, tropieza en piedras desconocidas y nota sangre en alguna parte de su cuerpo, pero corre despavorido. Los romanos no guardan formas ni indagan motivos y sabe que si lo encuentran puede terminar aherrojado en una mazmorra de la fortaleza.
Inconscientemente, en el bulto de la noche, se dirige hacia los olivares donde están los suyos, el Maestro y los demás, los otros, aquellos que incomprensiblemente le hacen el vacío, le dan la espalda, no lo consideran importante. Claro que en esto no hacen sino seguir la pauta del Maestro que tampoco le tiene en gran estima. ¿A quién llevó consigo al Monte Tabor donde, a decir de algunos, se vieron maravillas? A él no, por cierto. ¿Y cuando en el Tiberiades la pesca recogida estuvo a punto de volcar la barca de Simón? Tampoco le llamó. Ni en Caná donde se acabó la bebida y el Maestro obró un portento sirviendo agua con el color y el sabor del vino. El siempre detrás, siempre olvidado, siempre en las sombras, en la oscuridad, aquella oscuridad a la que se había acostumbrado de tal modo que ya le parecía día, aquella oscuridad y olvido de las que aquella noche había querido salir.
Le habían prometido treinta monedas, suficientes para empezar una nueva vida en Egipto, o acaso en la cercana Siria, pero lejos de aquellos lugares infectados por la milagrería populachera del Nazareno. Al día siguiente volvería al templo y trataría de hablar con el viejo Caifás a ver si llegaban a otro acuerdo. Treinta monedas… No, esta vez pediría más. Le había dado con la puerta en las narices, no le había recibido según lo acordado. Sí, por lo menos cien monedas. Menos, no. Por menos se negaría en redondo a negociar. Cien monedas o nada.
Llega y los encuentra a todos dormidos. Juan, Simón, Jacobo, Tomás, Mateo… Se oyen ronquidos desacompasados, otros rítmicos, algún resoplido vibrante. Sólo el Maestro vela. Está sentado en la base ñudosa de un olivo, perdida la mirada en lo alto. Se le acerca y susurra:
- Maestro…
Jesús le mira. Judas espera sin saber cómo continuar. Al final se encoge de hombros y hace un gesto ambiguo, indeterminado. Puede significar todo o no decir nada. El negocio no ha salido como esperaban. Jesús lo tenía claro, él también pero, cosas de la vida, se había ido todo al traste por el desacompasado flujo de vientre de un viejo asqueroso.
El Maestro se acoge al abrigo del olivo centenario, tormento de ramas y raíces, y besa la tierra:
- Hágase tu voluntad y no la mía-, ora. Luego, va de aquí para allá repartiendo puntapiés a los durmientes.
- Vamos, alzaos, llegó la hora.
Simón se levanta, desorbitados los ojos por el repentino despertar, y echa mano a un espadón que esconde entre los vestidos, aspaventando con desaliño en las sombras. La noche tiene abortos impredecibles y este es uno de ellos. De un tajo poda la rama seca de un olivo y el chasquido de las astillas restalla como un latigazo. El Maestro no hace caso y empieza a caminar. Baja la ladera hacia una de las muchas cuevas que se abren al pie del olivar. Sobre una piedra, acomoda la cabeza y con la túnica apretada al cuerpo se protege del relente. Alrededor se van colocando los discípulos. Judas está de pie dubitativo.
- Y ahora, ¿qué?-, le pregunta al Maestro.
Jesús le mira y se encoge de hombros malhumorado.
- Debía ser esta noche. Ahora sé tanto como tú.
Simón resopla de nuevo como el viento furioso del Tiberiades, abotargado en un sueño profundo. Juan recuesta la cabeza sobre uno de los brazos de Jesús y susurra:
- Maestro, ¿me amas?
Pero Jesús no responde. Piensa, cavila, ahonda en el insondable misterio de un Dios frustrado, incapaz de prever la contingencia de unas cagaleras turbulentas. Ahora tendría que esperar todo el plan, quién sabe, cien años, una miríada. Bueno, tampoco tiene mucha prisa, el tiempo no existe para El y lo mismo le da aquella noche que dentro de dos mil años.
Dos mil años…
Una estrella cruzó el firmamento y se apagó con un estallido silencioso. Era el momento de pedir un deseo. ¿Un deseo? ¡Ya está! Simón aún tenía la barca en Cafarnaún. Se dedicaría a la pesca. No era nada parecido a lo que tenía previsto, mucho menos notorio, sin espectacularidad ni alardes, pero podía satisfacer sus necesidades y a su edad debía empezar a pensar en el porvenir.
Se dio la vuelta, retiró la cabeza de Juan del brazo que se le dormía y entornó los ojos en espera del sueño.