viernes, 24 de mayo de 2013

La alfombra roja



No me ha sido fácil llegar, pero al fin paseo por la alfombra roja del éxito. Si no me creéis, miradme. La estoy pisando, siento hundirse el mullido bajo la aguja del tacón de mi zapato. Es real aunque lo estoy viviendo como un sueño. Ahora floto, me siento ingrávida, no existe nada a mi alrededor, no me deslumbran los flash de los fotógrafos, ni oigo los aplausos del público enfervorizado, ni puedo expresarme ante los micrófonos que, seguro, me acosan como moscardones. Estoy sola, inmensamente sola con mi triunfo.

Lo había buscado desde niña. Cuando ojeaba las revistas de mamá ponía toda mi atención en aquellas actrices de rostro sonriente, saludando a la muchedumbre que las aclamaba hasta el paroxismo y me prometía a mí misma llegar hasta allí o más lejos.

Pero era preciso empezar desde abajo. Comencé acudiendo a una prueba fotográfica para un calendario. Tenía solamente dieciséis años, pero me hice pasar por mayor. A mamá no podía decírselo pues se habría puesto hecha una furia y en el anuncio pedían jóvenes mayores de edad o menores con autorización paterna.

Yo, en aquel entonces, tenía ya cuerpo de mujer. Mis pechos se habían desbocado apenas dejé la pubertad y con los polvos y el carmín que tomé prestado del neceser de mamá pasé por una jovencita de veintiún abriles. Además, el culito, la parte más resultona de mi anatomía, lo tenía respingón y, de haberlo necesitado, lo habría utilizado como baza decisiva con el amorfo, estúpido y gangoso seleccionador.

Estaba molesta, ofendida. Aquel individuo ni se fijó en mí. Podría haber sido una lagartija e igualmente me habría hecho pasar. Allí había de todo: gordas, esmirriadas, feas, feúchas, horribles… Me sentí en una parada de monstruos.

Cuando el hombre de la recepción terminó de seleccionarnos, entró un individuo alto, delgado, de facciones huesudas y ademanes amanerados. Hablaba engolado alargando mucho la última sílaba de cada frase. Paseó de arriba a abajo examinándonos con gesto de aburrimiento. Cuando se cansó de desnudarnos con la mirada me hizo una seña con la uña afilada de su índice largo y nudoso.

Le seguí a la habitación de al lado. Había cámaras fotográficas, focos, paraguas, cojines, grandes cortinajes, un dosel con muchos perifollos que ofendían a la vista y la fotografía de un paisaje nevado ocupando toda la pared de la derecha.

Se acercó a mí y empezó a manosearme. Creo que su amaneramiento era puro teatro para poder aprovecharse de las jóvenes que pasábamos por sus manos. En realidad era un sátiro. Le paré los pies, o más bien, las manos con gesto huraño y estuve a punto de abofetearle, pero entonces se detuvo y me dedicó una sonrisa de complicidad. Yo empezaba a estar nerviosa. Por si había sido poco lo del recepcionista, ahora aquello. Resoplé como un camello si es que los camellos resoplan como lo hice yo, y conté hasta diez.

- ¡Desnúdate!

La orden estalló en mis oídos como una bala de cañón.

- Si, desnúdate. ¡Ya!

Calculé la distancia que me separaba de la puerta, hice acopio de fuerzas y eché a correr arrastrando en la huída un paraguas, dos focos y varios cables. Me arrepentí enseguida, pero era ya tarde cuando comprendí que aquel ritual nudista formaba parte de la iniciación profesional. Había desperdiciado la oportunidad y no volvió a presentárseme otra hasta que cumplí los veinte. Cuatro años perdidos.

No sé si alguien recordará un anuncio en el que una señorita, de sonrisa insinuante y ademanes lúbricos, invitaba a probar una sopa de pasta servida en un bol de madera. Pues esa señorita era yo. Fui mi primer trabajo. Debo pedir perdón a quienes siguiendo mis consejos compraron aquella sopa. Tengo que reconocer que era incomible, además, si se tomaba muy a menudo provocaba diarreas de caballo, pero, compréndanme, era mi carrera.

Hice otros muchos anuncios, todos tan falsos como el de las sopas, sin llegar la oportunidad que había de lanzarme al estrellato. Sonreía, prometía, mostraba mis encantos y cobraba. Así hasta el siguiente anuncio. Con el tiempo empecé a tener sentimiento de culpabilidad y me sentía amenazada por los usuarios de los productos que anunciaba. Cuando iba por la calle me escondía bajo los soportales, buscaba sitios pocos concurridos y rehuía las aglomeraciones donde podía ser reconocida.

Las noches acentuaban mi angustia con sueños que me acosaban impenitentes. Siempre he tenido miedo de morir mientras duermo, pero entonces empecé a vivir en sueños mi propia muerte. Me agitaba desesperadamente tratando de huir de la calavera que me acosaba tras las cortinas de un sudario gigantesco, y cuando iba a escapar quedaba atrapada en mis pesadillas soñando el sueño de mi muerte y muriendo en cada sueño mientras una interminable hilera de hombres y mujeres me acusaban de mentiras aterradoras.

Cuando la empresa se hizo cargo de una promoción de productos infantiles, dejaron de llamarme y fui arrumbada como un objeto inservible. Querían niños, preciosos niños con ojos redondos, rostros mofletudos, gesto pícaro y travieso para encaprichar a padres embelesados por las gracias de los pequeños monstruos y engatusarlos con productos innecesarios.

Tras una temporada dándome a todos los diablos y no pocos tumbos, vine a parar en azafata de eventos, empleo con posibilidades sin cuento en el que aprendí pronto a desenvolverme con la soltura de una experta. Los jefes me presentaban al individuo a quien debía acompañar. Normalmente era un personaje importante de las finanzas, la política o el arte. A veces un caballero de oscuro pasado, en obligado anonimato, pero a quien convenía mantener contento para darle uso provechoso cuando llegara el caso.

Antes era aleccionada procurándoseme un buen expediente de cómo debía comportarme con el cliente, hasta donde podía llegar en mis confidencias o ahondar en las suyas, si era proclive, o no, al escándalo, lugares y circunstancias donde había de hacerme invisible y aquellas en que debía mostrarme afectuosa o intimista.

El trabajo que para la mayoría es de sol a sol, para mí era de luna a luna, pero me proporcionaba pingües beneficios como nunca pude sospechar. A más del sueldo lograba, a menudo, minucias y extras que no estaban en mi ánimo despreciar por no hacerles feo a quienes tan generosamente querían gratificarme.

Por lo general los hombres que acompañaba eran de trato agradable, discretos en su comportamiento, sibaritas, aunque frugales, y apenas tropecé con alguno que quisiera sobrepasarse sin atenerse antes al acomodo que proveyese a mis exigencias. Los hubo picarones, algún viejo verde más cercano a los santos óleos que a los placeres, pero estos acababan siempre frunciendo el ceño y durmiéndose acurrucados, en posición fetal, en algún sillón de los salones de los hoteles, de donde amables camareros los levantaban y llevaban a sus habitaciones.

Sólo topé con uno grosero y apestoso como un albañal. Levantó polvareda mi actitud contraria a sus demandas y estuve en un tris de mandar al cuerno mi prometedora carrera, pero se tuvieron en cuenta razones que di y atropellos anteriores en los que el tal individuo se había visto enredado, quedando dictada sentencia a mi favor por ser más lo logrado que lo perdido.

No debería contar intimidades semejantes si no fuera porque en una de estas ocasiones me sucedió ser acompañante de un afamado director de cine y decidí que aquella había de ser la noche que me llevase al día. Lo seduje, olvidando los consejos del expediente, y terminamos entre sábanas de seda y en retretes de cristal.

Gracias a ello conseguí mi primer papel en el cine, que fue corto por demás, pero era un principio. Salía llevando una bandeja en alto, me cruzaba en el salón con el protagonista y le derramaba el postre de melaza en la pechera. Se armaba un escándalo, me tomaban dos lacayos uniformados por los brazos y era sacada de encuadre.

En la segunda interpretación pude desarrollar mis dotes histriónicas declamando unos versos a un muchacho picado de viruelas, mientras danzábamos en una pista llena de bailarines. Durante siete segundos la cámara nos seguía en un travelín de vértigo y yo decía los versos. Al final de la película teníamos que volver a salir el de las viruelas y yo intercambiándonos miradas de cordero, pero hubo cambios de última hora y se eliminó la escena.

Vinieron después otros amagos que no terminaron de cuajar. El director se encaprichó de una aspirante a actriz, feúcha pero con grandes dotes de seducción, y a mí me relegó al olvido. Para entonces ya me había cansado de perseguir la gloria como si fuese un galgo tras la liebre y pisé la realidad.

Hasta hoy en que, de improviso, sin haberlo soñado ni por asomo, me he encontrado en la cumbre, sobre la alfombra roja, lanzando besos al público que me aclama, repartiendo sonrisas a los fotógrafos, firmando autógrafos a mis incondicionales.

- Señorita, ¿permite? Tengo que terminar de recoger.

Es un muchacho con buzo. Me mira con prevención, pero respetuoso. Tiene a los pies el rulo de la alfombra y le falta por recoger el metro escaso en el que estoy yo.

- Disculpe. Estaba pensando…

Y me alejo, calle abajo, con el brillo del triunfo en la mirada.


miércoles, 1 de mayo de 2013

Perfectos desconocidos



El hombre me miró con extrañeza.
- No eres tú, ¿verdad?-, me preguntó.
- No-, contesté con cierta perplejidad, después de examinar atentamente a mi interlocutor, sin conseguir reconocerle.
- Perdone, le había confundido con una persona a la que nunca he visto.
- No tiene importancia. A mí me sucede constantemente-, repuse, sin saber por qué decía semejante estupidez arrepintiéndome, al momento, de haberla dicho.
- Sí, ocurre todos los días-. Y se despidió de mí con una cortés inclinación de cabeza.
La conversación había sido un auténtico desvarío, inconexa, sin sentido, avalada quizá por las prisas del momento, lo que a ninguno de los dos permitió escoger las palabras justas. Cuando se habla con el imprevisto de la precipitación no acertamos a elegir la frase conveniente para incluirla en el contexto apropiado. Es sabido que las mayores necedades se han dicho con ocasión de haber expresado ideas atropelladas, por ejemplo a caballo de un adiós corriendo tras el tren que sale de la estación o por imperio de un desenlace aleatorio.
Pero, ya siguiendo mi camino, hube de admitir que ninguno de los dos teníamos prisa. Nos habíamos encontrado de frente, paseando con abulia bajo el cárdeno anunciador del otoño en las hojas de los plátanos. O lo que fueran, porque el parque había estado siempre plantado de plátanos, pero entonces, al pensar en ello, dudé. Realmente no estaba seguro de haber visto plátanos y si los vi no los tuve por tales. Bueno, a lo que iba: ninguno de los dos llevábamos prisa, podíamos haber medido las palabras, incluso haber buscado enriquecedores sinónimos y formar con ellos un bello rosario de frases. Por eso me sentí desazonado al recordar la conversación.
Esta desazón fue haciéndose más intensa conforme me acercaba a casa. ¿Y si de verdad no nos habíamos reconocido? ¿Y si éramos dos perfectos desconocidos que el azar había cruzado en un parque? No era imposible. Sucede a menudo. Lo singular de la situación era que nos habíamos hablado admitiendo que segundos antes nada sabíamos uno del otro.
El malestar provocado por estos pensamientos fue en aumento y antes de doblar la última esquina, decidí hacer una comprobación. Quizá debo decir experimento, pues como tal se me representó en aquel instante. Los nervios me punzaron en la zona de los ijares hasta hacerme sentir dolor y tentado estuve de volverme atrás sabedor del horror con el que podía encontrarme. Pero la inconsciencia animal me dio las fuerzas que el consciente me negaba.
Frente a mí, al otro lado de la calle había un escaparate con espejos, grandes unos, otros menudos, algunos minúsculos, redondos, ovalados, irregulares o rectilíneos. Crucé por el semáforo y me acerqué. Cada paso era una tortura que me aguijoneaba las asaduras inmisericorde. Al llegar a la acera me detuve en el bordillo a punto de gritarme a mí mismo: ¡Vuélvete! ¡No seas loco!
Pero miré. Un sudor frío me corrió por la frente hasta las gafas, empañándomelas. Reflejado en los espejos decenas
La imaginación crea monstruos razonables.
de veces, estaba aquel hombre calvo, con gafas de cristal de botella, completamente desconocido para mí. Hacía los mismos gestos que yo, se movía como yo, bamboleando un cuerpo vulgar, sin atributos apreciables que destacar. Había visto mil veces la imagen y nunca me había llamado la atención, pero ahora aquellas decenas de figuras bailando en el cristal tenían algo especial: me eran desconocidas. Si no hubieran estado reflejadas en el espejo me habría acercado a ellas y les habría saludado con efusión, una a una, por no recordarlas de nada, y estoy seguro de que ellas me habrían respondido con igual entusiasmo, dado que todos éramos perfectos extraños.
Ahora, estaba seguro. Me desconocía a mí mismo. Y de pronto desapareció la angustia, el miedo, el sudor frío y no tuve ningún sentimiento de rebelión al admitir mi auto desconocimiento. Me había sentido aterrorizado momentos antes de comprobarlo, mas al fin me invadía la serenidad. ¡Qué importaba quien fuese, mientras fuera!
Cuando entré en casa me recibió un silencio ominoso, precursor de novedades. Pero las sabía y ya no me asustaban. Seguí el pasillo hasta la salita de estar. Allí, sentada a la mesa camilla, ojeando una revista de chismes celestiales, estaba una hermosa desconocida.
- ¿Eres tú?-, me preguntó y afirmó, a la vez, con una sonrisa.
- Sí-, le respondí.
- Tienes que ser por fuerza. No te conozco de nada…-, y siguió ojeando la revista con indiferencia. La portada anunciaba, en grandes titulares, un caviloso estudio sobre el espacio interestelar donde moran los ángeles.
- ¿Es interesante?-, pregunté por decir algo.
- Psch-, y contrajo los labios en un mohín de indefinición.
Me senté frente a ella tratando de recordar y, al mismo tiempo, grabando en mi memoria cada rasgo de aquella figura, nueva para mí.
Era, sin duda, mi mujer, la mujer con la que había vivido, pensado, tratado, sufrido y gozado durante años, pues no la conocía de nada.
La sensación de aquel olvido global era excitante y decidí dejarme llevar por  la morbosa vorágine de lo imposible.