No me ha sido fácil llegar,
pero al fin paseo por la alfombra roja del éxito. Si no me creéis, miradme. La
estoy pisando, siento hundirse el mullido bajo la aguja del tacón de mi zapato.
Es real aunque lo estoy viviendo como un sueño. Ahora floto, me siento
ingrávida, no existe nada a mi alrededor, no me deslumbran los flash de los
fotógrafos, ni oigo los aplausos del público enfervorizado, ni puedo expresarme
ante los micrófonos que, seguro, me acosan como moscardones. Estoy sola,
inmensamente sola con mi triunfo.
Lo había buscado desde
niña. Cuando ojeaba las revistas de mamá ponía toda mi atención en aquellas
actrices de rostro sonriente, saludando a la muchedumbre que las aclamaba hasta
el paroxismo y me prometía a mí misma llegar hasta allí o más lejos.
Pero era preciso empezar
desde abajo. Comencé acudiendo a una prueba fotográfica para un calendario.
Tenía solamente dieciséis años, pero me hice pasar por mayor. A mamá no podía
decírselo pues se habría puesto hecha una furia y en el anuncio pedían jóvenes
mayores de edad o menores con autorización paterna.
Yo, en aquel entonces,
tenía ya cuerpo de mujer. Mis pechos se habían desbocado apenas dejé la
pubertad y con los polvos y el carmín que tomé prestado del neceser de mamá
pasé por una jovencita de veintiún abriles. Además, el culito, la parte más
resultona de mi anatomía, lo tenía respingón y, de haberlo necesitado, lo habría
utilizado como baza decisiva con el amorfo, estúpido y gangoso seleccionador.
Estaba molesta, ofendida.
Aquel individuo ni se fijó en mí. Podría haber sido una lagartija e igualmente
me habría hecho pasar. Allí había de todo: gordas, esmirriadas, feas, feúchas,
horribles… Me sentí en una parada de monstruos.
Cuando el hombre de la
recepción terminó de seleccionarnos, entró un individuo alto, delgado, de
facciones huesudas y ademanes amanerados. Hablaba engolado alargando mucho la
última sílaba de cada frase. Paseó de arriba a abajo examinándonos con gesto de
aburrimiento. Cuando se cansó de desnudarnos con la mirada me hizo una seña con
la uña afilada de su índice largo y nudoso.
Le seguí a la habitación de
al lado. Había cámaras fotográficas, focos, paraguas, cojines, grandes
cortinajes, un dosel con muchos perifollos que ofendían a la vista y la
fotografía de un paisaje nevado ocupando toda la pared de la derecha.
Se acercó a mí y empezó a
manosearme. Creo que su amaneramiento era puro teatro para poder aprovecharse
de las jóvenes que pasábamos por sus manos. En realidad era un sátiro. Le paré
los pies, o más bien, las manos con gesto huraño y estuve a punto de
abofetearle, pero entonces se detuvo y me dedicó una sonrisa de complicidad. Yo
empezaba a estar nerviosa. Por si había sido poco lo del recepcionista, ahora
aquello. Resoplé como un camello si es que los camellos resoplan como lo hice yo,
y conté hasta diez.
- ¡Desnúdate!
La orden estalló en mis
oídos como una bala de cañón.
- Si, desnúdate. ¡Ya!
Calculé la distancia que me
separaba de la puerta, hice acopio de fuerzas y eché a correr arrastrando en la
huída un paraguas, dos focos y varios cables. Me arrepentí enseguida, pero era
ya tarde cuando comprendí que aquel ritual nudista formaba parte de la
iniciación profesional. Había desperdiciado la oportunidad y no volvió a
presentárseme otra hasta que cumplí los veinte. Cuatro años perdidos.
No sé si alguien recordará
un anuncio en el que una señorita, de sonrisa insinuante y ademanes lúbricos,
invitaba a probar una sopa de pasta servida en un bol de madera. Pues esa
señorita era yo. Fui mi primer trabajo. Debo pedir perdón a quienes siguiendo
mis consejos compraron aquella sopa. Tengo que reconocer que era incomible,
además, si se tomaba muy a menudo provocaba diarreas de caballo, pero,
compréndanme, era mi carrera.
Hice otros muchos anuncios,
todos tan falsos como el de las sopas, sin llegar la oportunidad que había de
lanzarme al estrellato. Sonreía, prometía, mostraba mis encantos y cobraba. Así
hasta el siguiente anuncio. Con el tiempo empecé a tener sentimiento de
culpabilidad y me sentía amenazada por los usuarios de los productos que
anunciaba. Cuando iba por la calle me escondía bajo los soportales, buscaba
sitios pocos concurridos y rehuía las aglomeraciones donde podía ser reconocida.
Las noches acentuaban mi
angustia con sueños que me acosaban impenitentes. Siempre he tenido miedo de
morir mientras duermo, pero entonces empecé a vivir en sueños mi propia muerte.
Me agitaba desesperadamente tratando de huir de la calavera que me acosaba tras
las cortinas de un sudario gigantesco, y cuando iba a escapar quedaba atrapada
en mis pesadillas soñando el sueño de mi muerte y muriendo en cada sueño
mientras una interminable hilera de hombres y mujeres me acusaban de mentiras
aterradoras.
Cuando la empresa se hizo
cargo de una promoción de productos infantiles, dejaron de llamarme y fui
arrumbada como un objeto inservible. Querían niños, preciosos niños con ojos
redondos, rostros mofletudos, gesto pícaro y travieso para encaprichar a padres
embelesados por las gracias de los pequeños monstruos y engatusarlos con productos
innecesarios.
Tras una temporada dándome
a todos los diablos y no pocos tumbos, vine a parar en azafata de eventos,
empleo con posibilidades sin cuento en el que aprendí pronto a desenvolverme
con la soltura de una experta. Los jefes me presentaban al individuo a quien
debía acompañar. Normalmente era un personaje importante de las finanzas, la
política o el arte. A veces un caballero de oscuro pasado, en obligado
anonimato, pero a quien convenía mantener contento para darle uso provechoso
cuando llegara el caso.
Antes era aleccionada
procurándoseme un buen expediente de cómo debía comportarme con el cliente,
hasta donde podía llegar en mis confidencias o ahondar en las suyas, si era
proclive, o no, al escándalo, lugares y circunstancias donde había de hacerme
invisible y aquellas en que debía mostrarme afectuosa o intimista.
El trabajo que para la
mayoría es de sol a sol, para mí era de luna a luna, pero me proporcionaba
pingües beneficios como nunca pude sospechar. A más del sueldo lograba, a
menudo, minucias y extras que no estaban en mi ánimo despreciar por no hacerles
feo a quienes tan generosamente querían gratificarme.
Por lo general los hombres
que acompañaba eran de trato agradable, discretos en su comportamiento, sibaritas,
aunque frugales, y apenas tropecé con alguno que quisiera sobrepasarse sin
atenerse antes al acomodo que proveyese a mis exigencias. Los hubo picarones,
algún viejo verde más cercano a los santos óleos que a los placeres, pero estos
acababan siempre frunciendo el ceño y durmiéndose acurrucados, en posición
fetal, en algún sillón de los salones de los hoteles, de donde amables
camareros los levantaban y llevaban a sus habitaciones.
Sólo topé con uno grosero y
apestoso como un albañal. Levantó polvareda mi actitud contraria a sus demandas
y estuve en un tris de mandar al cuerno mi prometedora carrera, pero se
tuvieron en cuenta razones que di y atropellos anteriores en los que el tal individuo
se había visto enredado, quedando dictada sentencia a mi favor por ser más lo
logrado que lo perdido.
No debería contar intimidades
semejantes si no fuera porque en una de estas ocasiones me sucedió ser
acompañante de un afamado director de cine y decidí que aquella había de ser la
noche que me llevase al día. Lo seduje, olvidando los consejos del expediente,
y terminamos entre sábanas de seda y en retretes de cristal.
Gracias a ello conseguí mi
primer papel en el cine, que fue corto por demás, pero era un principio. Salía
llevando una bandeja en alto, me cruzaba en el salón con el protagonista y le
derramaba el postre de melaza en la pechera. Se armaba un escándalo, me tomaban
dos lacayos uniformados por los brazos y era sacada de encuadre.
En la segunda
interpretación pude desarrollar mis dotes histriónicas declamando unos versos a
un muchacho picado de viruelas, mientras danzábamos en una pista llena de
bailarines. Durante siete segundos la cámara nos seguía en un travelín de
vértigo y yo decía los versos. Al final de la película teníamos que volver a
salir el de las viruelas y yo intercambiándonos miradas de cordero, pero hubo
cambios de última hora y se eliminó la escena.
Vinieron después otros
amagos que no terminaron de cuajar. El director se encaprichó de una aspirante
a actriz, feúcha pero con grandes dotes de seducción, y a mí me relegó al
olvido. Para entonces ya me había cansado de perseguir la gloria como si fuese
un galgo tras la liebre y pisé la realidad.
Hasta hoy en que, de
improviso, sin haberlo soñado ni por asomo, me he encontrado en la cumbre,
sobre la alfombra roja, lanzando besos al público que me aclama, repartiendo
sonrisas a los fotógrafos, firmando autógrafos a mis incondicionales.
- Señorita, ¿permite? Tengo
que terminar de recoger.
Es un muchacho con buzo. Me
mira con prevención, pero respetuoso. Tiene a los pies el rulo de la alfombra y
le falta por recoger el metro escaso en el que estoy yo.
- Disculpe. Estaba pensando…
Y me alejo, calle abajo,
con el brillo del triunfo en la mirada.