Todos llevan su máscara. O casi todos. Aún quedan
rebeldes como yo que vamos a cara descubierta, pero cada vez somos menos. Y
cualquier día de estos terminaremos cediendo a las presiones del Departamento
Instructor de Máscaras. Las visitas, las sugerencias, la vigilancia a que somos
sometidos por los inspectores del Departamento comienzan a hacerse
insoportables. Es como tener en la nuca la mirada fija de un leproso que
amenaza con contagiarnos su enfermedad.
La máscaras confieren
personalidad a los individuos, encubren el yo ficticio y los hacen mostrarse tal
cuales son. Al menos eso dice la propaganda oficial.
En realidad pienso que la
máscara distorsiona la mente y la voluntad de las personas y las emplaza a
seguir las directrices del poder. Pero esto no puedo expresarlo en voz alta,
como mucho deben ser esbozos de mi mente, sin elaborar conclusiones que me
podrían acarrear serios disgustos.
He taladrado las paredes de
mi habitación para observar, a través de los pequeños agujeros, los otros dos dormitorios
de la casa. El de la derecha es el de mi hermana. A la noche se retira
ingrávida, como una aparición etérea, y cuando cree que todos dormimos la veo
levantarse de la cama. Está triste y desanimada. Busca asiento frente a la
mesita de maquillaje y enciende la luz de encima del espejo. Sus dedos
aparentan cristales por lo frágiles y transparentes. Parece que se le fueran a
quebrar al menor descuido. Se cepilla la melena de oro, que dice mi madre,
mientras penetra los secretos del espejo buscando alguna arruga que pueda
afearla, pero no la encuentra porque mi hermana es hermosa, una de las chicas
más guapas de la ciudad y está a salvo de esas imperfecciones. Así un día y
otro, casi inane, sin sorpresas.
En una ocasión se quitó la
máscara para lucir en todo su esplendor. Quedé sin habla viendo brillar su
rostro, envuelto en un halo de belleza que no me es dado describir. Al
principio pareció dudar, permaneció suspensa un instante, pero enseguida se
acarició las mejillas, hundió los dedos en la melena, alborotándosela, y se
puso a danzar en el centro de la habitación. El camisón se le enredaba en el
cuerpo a cada giro vertiginoso del baile formándosele una especie de tirabuzón
en las piernas que le hacía trastabillar para ir a caer sobre la cama. Se levantaba
ahogando un puñado de risas e iniciaba de nuevo la danza. Estuvo así una y otra
vez hasta que acabó agotada. Fue al espejo, pasó la mano por él, acariciando su
imagen y besó sus propios labios.
Cuando se volvió tenía
colocada de nuevo la máscara y otra vez la encontré apagada, vana e
intranscendente aunque seguía siendo hermosa.
La pared de la izquierda da
a la habitación de mis padres. Desde mis primeros recuerdos, siempre fue un
lugar frío, empachado de tristeza. Los veo entrar a ambos. Retiran el embozo de
la cama, cada uno en su lado, y comienzan el ritual de desnudarse. Yo me retiro
unos instantes del agujero para respetar la intimidad del acto esperando a que
tengan vestidos los pijamas. Luego, sigo mirando, veo cómo se dan un beso de
buenos noches, tan casto como el de una madre a su pequeño, y se acuestan dándose
la espalda. Enseguida oigo el silbo agudo de la respiración de mi madre y el
más espeso de mi padre mezclado con algún ronquido.
Siempre los había conocido
así, con máscara, mas desde que tuve ocasión de ver el rostro de mi hermana al
natural, sentí deseos de saber cómo serían sin ella y puse más empeño en
espiarlos, aunque las noches seguían transcurriendo iguales. Como los días.
Esta monotonía puede llegar
a romper los nervios. No hay posibilidad de discrepar. Si se me ocurre hacerlo,
la sonrisa de mis progenitores se agranda hasta adquirir dimensiones colosales
de aceptación. A veces, sólo por comprobar hasta donde puede llegar su
servidumbre a los dictados de las máscaras, rechazo un plato o hago gestos de
disgusto a una fruta y es maravilla comprobar su aquiescencia a mis deseos, eso
sí, reprobando con dulzura mi poca predisposición a colaborar en la
idealización que el sistema ha difundido como hogar perfecto.
El enfrentamiento, los
criterios dispares, no tienen cabida en las familias. Como no tiene cabida en
la sociedad la delincuencia, el gamberrismo, la vida disoluta, el alboroto, ni
tan siquiera la celebración festiva de una efeméride familiar. La policía se aburre
extraordinariamente y nadie es capaz de explicar el mantenimiento de un cuerpo
represivo cuyas intervenciones ni los más ancianos recuerdan, si es que un día
las hubo. En algún papel amarillento figuran crónicas de violencias y delitos,
pero no pueden mantenerse tales afirmaciones como ciertas y se consideran
producto de la imaginación desbordada de algún cronista.
Una noche, después de
cenar, mis padres se mostraron más amables de lo habitual con mi hermana y
conmigo. Cuando se levantaban de la mesa venían a nosotros para darnos un beso
en la frente. Era un ósculo frío, de circunstancias, con el que daban fin a la
jornada antes de retirarse a su dormitorio. Pero aquella noche se extendieron
en afectos desacostumbrados.
- Buenas noches, querida.
- Buenas noches, querido.
- Que tengáis felices
sueños.
- No os acostéis tarde. El
descanso es beneficioso.
- Felices sueños de nuevo.
- Y no recojas la mesa,
cariño. Mañana lo haré yo.
Había algo extraño en su
comportamiento. La curiosidad me picó hasta el extremo de desear inmediatamente
las buenas noches a mi hermana deseoso de ir al puesto de observación de mi
dormitorio.
Cuando miré habían cumplido
el ritual de retirar el embozo de la cama y estaban desnudándose, pero
contrariamente a lo sucedido hasta entonces no se pusieron las ropas de dormir,
sino que quedaron los dos frente a frente semejantes a enemigos que fueran a
acometerse, mostrando la carnaza de sus deseos incontrolados.
Y quedé maravillado cuando,
a una, como si lo tuvieran acordado, se quitaron las máscaras arrojándolas al
suelo y se me aparecieron extraños. No eran mis progenitores, amantísimos
padres cargados de cariño y afecto, preocupados por el porvenir de sus hijos,
celosos guardadores de las virtudes familiares. El rostro de mi padre reflejaba
la concupiscencia más fiera que jamás pude sospechar en un ser humano, mientras
en el de mi madre adiviné el deseo brutal de entregarse sin restricciones.
Cayeron ambos sobre la cama, enredados en obscenidades propias de las bestias
recluidas en las reservas de los páramos, jadearon como animales sedientos de
apareamiento, los vi buscarse uno a otro atentos solo al placer lujurioso en
toda su descarnada realidad.
No supe el tiempo
transcurrido. Pudieron ser segundos u horas. Mi padre quedó exangüe, tendido
sobre el lecho, mostrando sin pudor las vergüenzas de su animalidad y, al lado,
mi madre buscaba su protección procurándole la sensualidad de besos y caricias.
Me retiré del punto de
observación horrorizado de aquel acto monstruoso que no habría sido capaz de
imaginar, ni aún creer si otra persona me lo hubiera contado. Cuando me
tranquilicé y volví a mirar, ambos se habían colocado la máscara, estaban
vestidos con sus pijamas y dormían plácidamente, dándose la espalda como tenían
por costumbre.
….. ….. …..
Hace dos días recibí una
nueva citación del Coordinador del Departamento Instructor de Máscaras. Semejaban
sabuesos olisqueando la presa. Sin ceremonias ni presentaciones me introdujeron
a la Sala de Audiencias. Era una habitación casi vacía, tan huera de calor y
hospitalidad como los sentimientos del individuo que me esperaba, ahorcajado en
una silla, abrazado a un perrillo tiñoso y disparatado que ladraba a cuanto se
movía.
Desde el techo, una lámpara
dejaba caer los chorros de luz sobre la mesa de cristal. El individuo del perro
me indicó una silla ingrávida que parecía formar parte de una fantasmal decoración
con sus formas de líneas imposibles. Durante horas perdí la noción del tiempo atento
sólo a una cháchara monótona e insufrible sobre las excelencias del uso de las
máscaras. Yo me defendí con asertos válidos, pero mi interlocutor los desmenuzó
uno a uno, convirtió en polvo y dispersó en el aire sin perder la compostura ni
alzar un ápice la voz.
Mi intransigencia, según él,
estaba provocando un vómito institucional que afectaba a amplios estamentos
sociales donde ya habían empezado a dibujarse grietas que terminarían acarreando
el desmoronamiento del sistema con consecuencias difíciles de prever.
Luego, dejando el asqueroso
chucho en el suelo para que corriera a sus anchas y me ladrase cada vez que
pestañeaba o respiraba, se acercó a mí con voz meliflua, algo aflautada como la
de quien quiere embaucar sin argumentos. Y, de rodillas, abrazado a mis pies, me
suplicó que accediese a portar la maldita máscara. Cuando dijo lo de maldita noté
cómo se le quebraba la voz, un instante, en un conato de ira reprimido.
Mi natural sensiblero me movió
a lástima por este lacayo del sistema sintiéndome incapaz de negarle mi ayuda.
No quería ser yo causa de desasosiegos en su ánimo ni motivo de desarraigo o
pérdida de prebendas.
- Vale, pero sólo unos
días. Después volveré a mi natural-, le dije
Al oírme hablar así vi que se le contraía el
rostro en un rictus difícilmente descifrable y empezó a besarme las manos.
Luego se volvió al perrillo para reñirle, conminándole a dejar de ladrarme pues,
le explicó como si pudiera entenderle, estaba delante de un hombre que a partir
de ese momento iba a ser un ciudadano ejemplar al servicio de la sociedad. Y sin
dejar de hablar con el perro señaló un rimero de máscaras, apartado en un
rincón de la habitación, que hasta ese momento no había visto.
- Toma la de arriba. Es la
tuya-, dijo autoritario.
Me aupé sobre el montón que
se elevaba varios palmos sobre mi cabeza para coger la de encima. Al ponérmela
sentí que un terror convulso atenazaba mis dedos.
- ¿Quieres mirarte?-, me
llegó la pregunta desde detrás de un espejo aparecido de no sé donde.
Me miré y hube de admitir
que la máscara me confería prestancia. Estaba cómodo con ella y no tuve deseos
de quitármela. Después de todo me quedaba muy apañada. Quién sabe, quizá no fuera
tan terrible formar parte de un sistema jerarquizado.
Al salir del Departamento
Instructor de Máscaras creí ver una sonrisa de triunfo en el Coordinador,
mientras se frotaba las manos. Pero pudo ser un reflejo de mi torpeza en el uso
de la máscara. En pocos días me acostumbraré a ella y veré la realidad sin
distorsiones.
Es lo que me han dicho.