Las estrellas
se estremecen bajo el relente.
Todo duerme.
Duerme la noche al abrigo de una luna entreverada por las nubes. Duerme el
monasterio tras la seguridad de sus muros, arropado por frailunos ronquidos que
se escapan de las celdas. Y duermen las niñas María y Cristina ajenas a la
tragedia del adiós.
Sólo Jimena
vela la ausencia del hombre que la arrebató un día de sus montañas para darle
nobleza en la áspera Castilla. Espera asomada a la ventana de un torreón
musgoso aguzando el oído que le anuncie el galope nervioso de Babieca.
Espera
abrazada a Tizona y sonríe el olvido del guerrero.
. . . . . . . . .
. . . . . .
A orillas del
Arlanzón, sesenta lanzas, las mejores de Castilla, esperan la llegada del día
para marchar a tierras hostiles. Rodrigo pasea nervioso por la glera mientras
ordena guardias y dispone vigías. Algo se le escapa en aquella noche nacida
para el olvido. Y de pronto se apercibe de la causa. Ha echado mano al costado
y no topa empuñadura.
- ¡Presto!
¡Babieca!-, ordena.
Sin gualdrapa
ni jaeces, sólo con bridón y silla, aguija a Babieca hacia Cardeña. Pretexta la
espada, pero el motivo es la desazón de su última noche en Castilla. Y la noche
se hace cómplice de cabalgadas, sombras y susurros sin mengua de tan grande
honor.
. . . . . . . . .
. . . . . .
Al alba,
regresa resplandeciente con la Tizona al costado.
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