Chirrió con dolor la desvencijada puerta y en su umbral se dibujó, contra el halo de niebla, la figura azogada del hombre.
Cinco pares de ojos lo escrutaron con avaricia desde el interior de la chabola. El más fornido era un gigantón de dos metros de altura, ancho como una columna de iglesia; otro, menos fuerte pero también membrudo y colosal, vestía ropas talares y lucía tonsura, de las de antes, aunque mal marcada y casi oculta por una guedeja que le caía hasta la nuca, y los tres restantes eran unos viejos desdentados y achacosos con el cansancio de los años reflejados en la torpeza de los movimientos. A la luz del fuego y de las velas los cinco parecían fantoches de un cuadro tenebroso.
El recién llegado susurró un saludo ininteligible, ahogado por la excitación, y dejó en el suelo su mochila, haciendo sonar el bosque de medallas, cruces y rosarios que traía sobre el pecho.
- ¿Habrá alojo para un peregrino de Santiago?-, preguntó cuando recobró el resuello.
- Lo habrá, si tal eres-, respondió el tonsurado.
El peregrino respiró con acomodo y se hizo un sitio junto a la lumbre. Luego, sintiéndose interrogado por el silencio uncial de los presentes, creyó oportuno aclarar:
- He topado con la Santa Compaña.
Santiguóse el clérigo con supersticiosa devoción y, recogiéndose las haldas de la sotana para asentarse en un taburete descangallado, repuso:
- No sería la Santa Compaña, que esa no deja ir a quien la topa.
- Pues si no era la Santa Compaña mucho se le parecía y otras maravillas he visto estos dos días que me tienen sumido en la confusión-, se defendió el peregrino de la incredulidad del cura.
Chisporroteó con alborozo un tronco, al resquebrajarse en el fuego, y el remolino de humo y pavesas que produjo agitó el llar, mientras un turbión de cenizas gateaba chimenea arriba. Nuevamente se santiguó el sacerdote y murmuró una letanía entrecortada a la que contestaron los otros hombres.
- Hace dos jornadas-, empezó el peregrino-, me pilló la noche en el medio de un bosque. El cielo se deshacía en lluvia, el viento arreciaba empujando nubarradas de agua de acá para allá y sólo la luz de los relámpagos me permitía ver por donde andaba. Estaba desorientado y buscaba en vano un cobijo donde resguardarme de la tormenta cuando, a la luz de un relámpago, vi una figura de mujer que se movía delante de mí tratando de librarse de una rama, arrancada por el ventarrón, que había caído sobre ella. Acudí en su ayuda, le ayudé a desembarazarse del estorbo y la tomé a mis espaldas. Con una mano me iba señalando por dónde ir y qué senda tomar hasta que llegamos a una casa, si tal nombre podía darse a semejante chamizo, cuya puerta se abrió, como por ensalmo, sin tocar cerrojo ni picaporte. El interior estaba profusamente iluminado aunque solo alumbraba un candil de aceite de cinco brazos, y la estancia era grande y estaba aderezada como no podía imaginarse desde el exterior, de lo que deduje que no era aquello natural, y andar hecho trasgo me había metido en muy extraño negocio.
Aquí, signóse y santiguóse nuevamente el sacerdote y exclamó:
- ¡Líbrenos Santa María, el señor Santiago y los ángeles del Señor!
- ¡Amén!-, contestaron a una los otros cuatro hombres.
- La mujer-, siguió el peregrino-, era una joven de deslumbrante belleza que enseguida amañó un fuego para secar mis ropas y darme calor, y me ofreció un lecho donde descansar.
- ¿Holgaste con ella?-, peguntó el cura, afilados los dientes con sátira expresión.
- Para huelgos estaba yo con la hambre fiera que tenía y el cansancio de la jornada, aparte de no ser aún núbil la muchacha y parecerme gravísimo pecado tocarla siquiera-, repuso el peregrino, poco atento a la cuestión. Y prosiguió, ligero sólo a terminar el relato:
- A la mañana siguiente, como por encanto, me desperté en el medio del bosque donde me había perdido la noche anterior, sin que por ningún sitio pareciera casa, doncella o cosa semejante.
Calló unos instantes antes de continuar:
- Y hoy volvió a hacérseme noche cerrada siguiendo una corredeira, puesta allí por el demonio, a cuyo final nunca llegaba. Y, otra vez perdido, se me alcanzaron voces extrañas a modo de sonsonete incomprensible y vi un resplandor aún más extraño y, a poco, una gavilla de encapuchados, en fila de a dos, con sayales blancos y de tez tan nívea como sus sudarios, que venían derechos hacia donde yo estaba. No parecían caminar sino que flotaban a cierta altura del suelo, rozando apenas las hojas húmedas de los helechos. Traían en sus manos velones negros y venían dirigidos por una ánima portadora de una gran cruz de leños sin labrar. Quise huir pero mis pies estaban pegados al suelo. Se llegaron a mí los encapuchados y el que llevaba la cruz me la alargó indicándome por señas que la tomara. Ya iba a cogerla cuando apareció entre los árboles un trasgo o demonio en figura de vieja achacosa y deforme que me agarró de un brazo y, arrancándome del pecho una de las cruces, ésta, la más grande, la esgrimió en alto y ordenó a las estantiguas seguir su camino. Cuando marcharon quedó inundado el bosque de un fuerte olor a cera y aceite de candela mal quemados, y la vieja tiró de mí llevándome en volandas, en medio de la oscuridad, por trochas desconocidas, hasta dejarme a la puerta de este lugar para desaparecer al momento.
- La meiga blanca de Carballera es, que te ayudó hoy por el favor de ayer-, pareó el gigante al ovillo del cura que se santiguaba aquella noche por centésima vez. Mientras, los tres viejos murmuraban jaculatorias amparados en la oscuridad del fondo.
- ¡Santa María de Barca, de la Compaña, libéranos!
- ¡San Xil, patrón de los miedos, de la Compaña, libéranos!
- ¡San Andrés de Teixido, do todos habremos de ir, de la Compaña, libéranos!
- ¿Las dos eran una?-, preguntó el peregrino, azorada la mirada, demudado el color-. ¿Y cuál de las dos imágenes es cierta, la de doncella o la de desastrada?
- Ella y el diablo lo sabrán que nunca, antes, nadie la vio y pudo después contarlo. Cata el peligro porque pasaste de haber hurgado en su doncellez, primero, porque te habría tomado el ánima, y estáte agradecido por salir con bien de la última hazaña, después, que de haber tomado la cruz serías ahora guía de espíritus errantes-, repuso el sacerdote y, alzándose del asiento, manteó la sotana para sacudirse las cenizas. Se despidió, luego, con muchas zalemas y bendiciones y salió acompañado del gigantón mientras los tres viejos, tras despabilar las velas, se tendían en torno al hogar y quedaban enseguida dormidos.
El peregrino, sentado en un poyo, agostó la noche besando las cruces que le colgaban del pecho y pasando las cuentas de un rosario de cristales. A la mañana, apenas amanecido, se levantó con tiento para no despertar a los viejos y siguió su camino a Compostela, mochila al hombro, rumiando desconciertos.
Tras él, cendales de niebla blanca que subían del valle velaban la robleda, mientras el sol quería desbordarse por la cima de las montañas.