miércoles, 28 de diciembre de 2011

La meiga de Carballera y el peregrino

Chirrió con dolor la desvencijada puerta y en su umbral se dibujó, contra el halo de niebla, la figura azogada del hombre.

Cinco pares de ojos lo escrutaron con avaricia desde el interior de la chabola. El más fornido era un gigantón de dos metros de altura, ancho como una columna de iglesia; otro, menos fuerte pero también membrudo y colosal, vestía ropas talares y lucía tonsura, de las de antes, aunque mal marcada y casi oculta por una guedeja que le caía hasta la nuca, y los tres restantes eran unos viejos desdentados y achacosos con el cansancio de los años reflejados en la torpeza de los movimientos. A la luz del fuego y de las velas los cinco parecían fantoches de un cuadro tenebroso.

El recién llegado susurró un saludo ininteligible, ahogado por la excitación, y dejó en el suelo su mochila, haciendo sonar el bosque de medallas, cruces y rosarios que traía sobre el pecho.

- ¿Habrá alojo para un peregrino de Santiago?-, preguntó cuando recobró el resuello.

- Lo habrá, si tal eres-, respondió el tonsurado.

El peregrino respiró con acomodo y se hizo un sitio junto a la lumbre. Luego, sintiéndose interrogado por el silencio uncial de los presentes, creyó oportuno aclarar:

- He topado con la Santa Compaña.

Santiguóse el clérigo con supersticiosa devoción y, recogiéndose las haldas de la sotana para asentarse en un taburete descangallado, repuso:

- No sería la Santa Compaña, que esa no deja ir a quien la topa.

- Pues si no era la Santa Compaña mucho se le parecía y otras maravillas he visto estos dos días que me tienen sumido en la confusión-, se defendió el peregrino de la incredulidad del cura.

Chisporroteó con alborozo un tronco, al resquebrajarse en el fuego, y el remolino de humo y pavesas que produjo agitó el llar, mientras un turbión de cenizas gateaba chimenea arriba. Nuevamente se santiguó el sacerdote y murmuró una letanía entrecortada a la que contestaron los otros hombres.

- Hace dos jornadas-, empezó el peregrino-, me pilló la noche en el medio de un bosque. El cielo se deshacía en lluvia, el viento arreciaba empujando nubarradas de agua de acá para allá y sólo la luz de los relámpagos me permitía ver por donde andaba. Estaba desorientado y buscaba en vano un cobijo donde resguardarme de la tormenta cuando, a la luz de un relámpago, vi una figura de mujer que se movía delante de mí tratando de librarse de una rama, arrancada por el ventarrón, que había caído sobre ella. Acudí en su ayuda, le ayudé a desembarazarse del estorbo y la tomé a mis espaldas. Con una mano me iba señalando por dónde ir y qué senda tomar hasta que llegamos a una casa, si tal nombre podía darse a semejante chamizo, cuya puerta se abrió, como por ensalmo, sin tocar cerrojo ni picaporte. El interior estaba profusamente iluminado aunque solo alumbraba un candil de aceite de cinco brazos, y la estancia era grande y estaba aderezada como no podía imaginarse desde el exterior, de lo que deduje que no era aquello natural, y andar hecho trasgo me había metido en muy extraño negocio.

Aquí, signóse y santiguóse nuevamente el sacerdote y exclamó:

- ¡Líbrenos Santa María, el señor Santiago y los ángeles del Señor!

- ¡Amén!-, contestaron a una los otros cuatro hombres.

- La mujer-, siguió el peregrino-, era una joven de deslumbrante belleza que enseguida amañó un fuego para secar mis ropas y darme calor, y me ofreció un lecho donde descansar.

- ¿Holgaste con ella?-, peguntó el cura, afilados los dientes con sátira expresión.

- Para huelgos estaba yo con la hambre fiera que tenía y el cansancio de la jornada, aparte de no ser aún núbil la muchacha y parecerme gravísimo pecado tocarla siquiera-, repuso el peregrino, poco atento a la cuestión. Y prosiguió, ligero sólo a terminar el relato:

- A la mañana siguiente, como por encanto, me desperté en el medio del bosque donde me había perdido la noche anterior, sin que por ningún sitio pareciera casa, doncella o cosa semejante.

Calló unos instantes antes de continuar:

- Y hoy volvió a hacérseme noche cerrada siguiendo una corredeira, puesta allí por el demonio, a cuyo final nunca llegaba. Y, otra vez perdido, se me alcanzaron voces extrañas a modo de sonsonete incomprensible y vi un resplandor aún más extraño y, a poco, una gavilla de encapuchados, en fila de a dos, con sayales blancos y de tez tan nívea como sus sudarios, que venían derechos hacia donde yo estaba. No parecían caminar sino que flotaban a cierta altura del suelo, rozando apenas las hojas húmedas de los helechos. Traían en sus manos velones negros y venían dirigidos por una ánima portadora de una gran cruz de leños sin labrar. Quise huir pero mis pies estaban pegados al suelo. Se llegaron a mí los encapuchados y el que llevaba la cruz me la alargó indicándome por señas que la tomara. Ya iba a cogerla cuando apareció entre los árboles un trasgo o demonio en figura de vieja achacosa y deforme que me agarró de un brazo y, arrancándome del pecho una de las cruces, ésta, la más grande, la esgrimió en alto y ordenó a las estantiguas seguir su camino. Cuando marcharon quedó inundado el bosque de un fuerte olor a cera y aceite de candela mal quemados, y la vieja tiró de mí llevándome en volandas, en medio de la oscuridad, por trochas desconocidas, hasta dejarme a la puerta de este lugar para desaparecer al momento.

- La meiga blanca de Carballera es, que te ayudó hoy por el favor de ayer-, pareó el gigante al ovillo del cura que se santiguaba aquella noche por centésima vez. Mientras, los tres viejos murmuraban jaculatorias amparados en la oscuridad del fondo.

- ¡Santa María de Barca, de la Compaña, libéranos!

- ¡San Xil, patrón de los miedos, de la Compaña, libéranos!

- ¡San Andrés de Teixido, do todos habremos de ir, de la Compaña, libéranos!

- ¿Las dos eran una?-, preguntó el peregrino, azorada la mirada, demudado el color-. ¿Y cuál de las dos imágenes es cierta, la de doncella o la de desastrada?

- Ella y el diablo lo sabrán que nunca, antes, nadie la vio y pudo después contarlo. Cata el peligro porque pasaste de haber hurgado en su doncellez, primero, porque te habría tomado el ánima, y estáte agradecido por salir con bien de la última hazaña, después, que de haber tomado la cruz serías ahora guía de espíritus errantes-, repuso el sacerdote y, alzándose del asiento, manteó la sotana para sacudirse las cenizas. Se despidió, luego, con muchas zalemas y bendiciones y salió acompañado del gigantón mientras los tres viejos, tras despabilar las velas, se tendían en torno al hogar y quedaban enseguida dormidos.

El peregrino, sentado en un poyo, agostó la noche besando las cruces que le colgaban del pecho y pasando las cuentas de un rosario de cristales. A la mañana, apenas amanecido, se levantó con tiento para no despertar a los viejos y siguió su camino a Compostela, mochila al hombro, rumiando desconciertos.

Tras él, cendales de niebla blanca que subían del valle velaban la robleda, mientras el sol quería desbordarse por la cima de las montañas.

viernes, 9 de diciembre de 2011

A vueltas con la Navidad

La Navidad, como fiesta, está siendo muy cuestionada desde distintos frentes. Por un lado se ataca la dilapidación y el derroche frente al hambre y la miseria imperantes. Por otro la inmisericorde obligación que nos impone de ser felices cuando muchas personas están abocadas a la soledad, el sufrimiento y el olvido, con pocas alegrías que celebrar.

Este tema debería ser fustigado en lo más jugoso de los lomos hasta dejar las costillas al descubierto. Otro día quizá lo haga. Hoy no me siento con ánimos para ello. Prefiero dar varapalo a cuestiones más banales aunque, no por ello, menos importantes.

Hace unos días se ha abierto en Burgos, en la plaza del Rey San Fernando, el mercado del frío, no porque se venda frío sino por ser frías las fechas durante las que permanece abierto. Es un mercado navideño organizado por la Federación de Empresarios del Comercio y el Ayuntamiento donde pueden adquirirse los más diversos artículos tanto de alimentación como de vestir, de ocio o de adorno. Y para solaz y divertimiento de los más pequeños se ha levantado una monumental carpa transparente y climatizada.

Y aquí es donde entra en juego la madre del cordero. Los pequeños andan locos pensando en los juguetes y regalos propios de estas fechas y, muy acertadamente, se ha dispuesto que los niños puedan hacer sus peticiones y empiecen a acariciar con la imaginación la inminente llegada de la muñeca de moda, el tren con sus raíles y estaciones, la incombustible lotería o el último artilugio electrónico.

Sentado en una silla, sobre una tarima, han colocado al gordo seboso con rostro de borrachín impenitente, vestido de rojo, llegado de Yanquilandia. Claro que éste, como puede verse en la fotografía, ni siquiera es gordo. Al menos los responsables del desaguisado podían haber buscado un Papá Noel más acorde con su imagen habitual. (Le sobra ropa para hacer dos trajes y es más aburrido que ver hacer bolillos).

Tratamos de defender y promocionar las virtudes y productos de nuestra tierra con un mercado merecedor de aplauso y alabanza. ¿No podríamos también defender nuestras tradiciones?

Nos quejamos de la fiesta de Halloween, fiesta idiota donde las haya, defendida por los partidarios del consumismo desbocado, que no aporta nada nuevo a la nuestra de Todos los Santos. Denostamos la comida basura que nos llega del otro lado del Atlántico y queremos oponerle la dieta Mediterránea, más sana, alimenticia y sabrosa. Andan por ahí nuestros políticos bregando para conseguir la independencia europea del dólar.

Mientras tanto, en esta ciudad de Burgos, ciudad de nuestros dolores y de nuestras alegrías, alguien echa en olvido a los entrañables Reyes Magos, personajes con enjundia, tradicionales hasta el tuétano, y nos encasqueta un bufón torpe y sin gracia. Es como para contratar un ejército de plañideras.

Lamentablemente esto no es nuevo ni único. Son muchísimos los comercios que acostumbran a poner en sus escaparates rótulos en inglés, haciendo un feo a nuestra lengua materna. ¿Acaso suena mejor ese idioma gutural y onomatopéyico que nuestro cadencioso castellano?

¿Mejor “pin” que “insignia”? ¿Mejor el anodino “bell” que la sonora “campana”? ¿Preferible el insulso “ring” al cimbreño “timbre”? ¿O “ticket” antes que “billete”? Nos estamos haciendo un flaco favor con tan desmedida e insoportable anglofilia.

Es curioso que se respete más, se defienda más y se tenga más en consideración el castellano en países del otro extremo del planeta que en la cuna donde nació.

En fin, de todos modos, feliz Navidad. Los tontos abundan más que el polvo y nos lo seguiremos tropezando a la vuelta de cada esquina. Que no nos amarguen las fiestas.

Y, eso sí, quien no pueda ser feliz, no está obligado a serlo y para él todo mi apoyo y afecto.

jueves, 17 de noviembre de 2011

A la brevedad de la vida

Vele la nieve con su manto leve
la injusticia que el tiempo ha perpetrado
en las carnes del hombre, condenado
a triste vida y esa vida aún breve.

Hagáis lo que hagáis, nada le conmueve
a Cloto, tejedora del hilado
del devenir, sostén enmarañado,
tenue hilo que el postrer suspiro mueve.

Cuidad, pues, de perder de aquí adelante
y aprovechad cada momento al punto
que, tolvanera de furor radiante,

de toda una existencia hace barrunto
de lo que pudo ser un solo instante
y nada llega a ser en su conjunto.

martes, 27 de septiembre de 2011

El pendejo de Dios

Se acabó el estudiado manteo de reminiscencias abaciales, el frufrú sinuoso de la sotana y el decadente saludo de la teja alzándose levemente sobre la calva abacial de don Honorio.

El eterno e incombustible párroco de San Efraín se ha jubilado. Airoso aún, aunque comenzaba ya a tropezar con los impedimentos de la edad, se mantuvo cerril en su puesto hasta unos meses atrás. Había pasado de los noventa y aún tenía la prestancia de los tiempos mozos, pero en muchas actitudes se mostraba tan achacoso en años como en vivacidad. Decía misa con tal parquedad de palabras que en evangelio y paternóster se le iba toda y comulgando él las dos especies daba por concluido el sacrificio. En sermones ya no cumplía y daba nombre de confesión a un diálogo sin sentido en que él preguntaba, respondía y absolvía todo en uno, repartiendo, en ocasiones, entre sus santas penitentes pecados que, ni por pienso, hubieran imaginado cometer.

Paseaba por entre la feligresía despacio, pero con solemnidad, envuelto en una grandísima capa irisada por el roce de los años, se cubría con una teja deshilachada, hacía gala de muchas bendiciones entre las viejas que se le acercaban en demanda de gracia y para todas tenía una sonrisa acartonada en el marco terroso de su rostro. Y de repente, un día se levantó encorvado como un acento circunflejo.

El sustituto es el envés de don Honorio. Se llama Emiliano, así a las bravas, sin dones. Emiliano y de tú a tú. Es joven, con presencia. Irradia familiaridad, parece afectuoso y produce un rechazo instintivo en las beatas tan proclives a correr, otrora, tras la sotana de don Honorio.

El nuevo cura ha revolucionado la parroquia. Las mujeres hablan maravillas de su vitalidad, de su donosura, de su amabilidad y gracias. Alguna jovencita deja escapar, a escondidas, sentidos suspiros de incontrolada emoción a caballo entre un enamoramiento inesperado y un desgarrado drama pasional. Pero Emiliano va a lo suyo, a enderezar una parroquia desquiciada por el hacer decimonónico de su predecesor y atraer con sugestivos actos religiosos a unos feligreses despegados y adustos.

Como Antón, el de la carretera, el marido de Engracia. Engracia hace honor a su nombre y se desenvuelve con el donaire de una mujer que se sabe aún hermosa y atractiva. Quiere mucho a su marido y por nada del mundo le sería infiel, ni él a ella y sea Dios servido en tales propósitos porque es mujer muy fiera y arrancaría los ojos a quien mirara más de lo necesario a su Antón.

Engracia no fue muy dada a misas ni beaterías en tiempos de don Honorio. Cumplía con sus deberes de buena cristiana yendo a misa los domingos, comulgando tales cuales días, confesando por la Pascua y pagando sus diezmos de tanto en tanto con una monedas dejadas en el cepillo, sin excesivos estipendios, aunque tampoco con mezquindad.

Pero ahora ha empezado a frecuentar los salones parroquiales con pretexto de enmendar yerros, desembarazar el alma de demonios y buscar consuelo para los novísimos. Rezos, singladuras catecumenadas, palabras susurradas al oído tras la celosía oscura del confesionario, indiscreción en preguntas de vergonzosa intimidad y un trémulo balbuceo en la respuesta.

Emiliano la acoge con complaciente sonrisa, toma su brazo y la conduce, apoyada la otra mano en la espalda, a las habitaciones rectorales. El olor agrio de las cosas sagradas le penetra por la garganta y se le fija en los pulmones con la turbia pesadez de polvo y telarañas seculares.

- Y tu marido, Engracia, ¿para cuándo?- sonríe Emiliano adoptando un aire de resignación aparatosa.

Por la pechera abierta de la camisa se adivina un pecho robusto, varonil, sin achacosos complejos de seminarista. Aquel hombre, piensa Engracia por un momento, no ha debido pisar muchos seminarios, quizá se hizo cura a sí mismo con una bendición aventada por su propia mano. Y habla del marido, de Antón, el de la carretera, como todos le conocen. Antón es un hombre bueno. No va a misa es bien cierto, aunque tampoco ella iba mucho antes con don Honorio y no por eso se consideraba mala aunque ahora va más y reza por ella y por su hombre. Sí, su Antón es bueno, con sus arrebatos, sus palabrotas. A veces incluso blasfema, cuando las cosas no salen a su gusto, pero no es una blasfemia con intención, es una válvula de escape que amordaza furias mayores. Y es cariñoso. Un poco bestia, pero cariñoso. En la cama se lanza sobre ella como un animal sobre la carnaza y la posee sin miramientos, a la carrera, parándose en uno o dos besos donde derrocha todo su afecto. Luego, si ella le hace carantoñas, él se remueve y refunfuña. Entonces le deja en paz y trata de dormir.

Así va desgranando intimidades sin darse cuenta del lugar donde se halla. Aquello no son las tablas sacrosantas del confesonario bendecidas por miles de santiguadas absolutorias, ni hay celosías separando el sudor del varón de la fragancia femenil. Entre aquellas paredes de Cristos aparatosos y Vírgenes voluptuosas la cercanía de los cuerpos se confunde y apelotona en ambigua promiscuidad.

Y sin saber cómo, se desnuda en una habitación velada por espesas sombras de eternidades mal calculadas. El suelo está cubierto de telas blanquísimas como sudarios de niño, manteles ribeteados de ganchillo, un tapiz con guerreros de aspecto fiero mostrando armaduras griegas. Al lado un garabato de sombras difuminadas le hace entrever el cuerpo musculoso y bien formado de Emiliano. Le fascina la piel del sacerdote, blanca como la túnica purísima de un querube, acercándose a ella, cubriéndola, envolviéndola en un turbión de sensaciones desconocidas. Hay algo de arriscado en el acto de la posesión y de la entrega, pasión y dulzura, benevolencia y rapto.

Cuando vuelve a casa, Antón la mira. Adivina la voluptuosidad del pecado, la garra concupiscente aprisionándole todavía la garganta, los pechos, la cintura, las entrañas agredidas por la animalidad del sacerdote. Lo percibe, lo siente, lo palpa en el silencio de Engracia, en sus ojos intranquilos y recelosos, en su pasar esquivo.

Las miradas chocan como trenes desbocados, lanzados uno contra otro por los raíles de la vía única de sus existencias. Pero la tormenta es fugaz, el nubarrón se disuelve, la lumbre muere sin dejar ni un triste rescoldo y la vida vuelve a rodar con la monotonía de todos los días. Ahora la mujer se siente superior, querida, amada realmente con amor dulce y entregado, protegida por la posesión inusual del sacerdote, tan violenta, quizá, como la de Antón, pero distinta, muy distinta aunque no sabría decir en qué o cómo.

A los pocos minutos Antón sonríe. Sonríe y perdona. Perdona la brutalidad de la ofensa y se consuela pensando que, dentro de lo malo que es ser un pendejo, no lo es tanto ser pendejo de Dios.

domingo, 28 de agosto de 2011

Sucedió en agosto

Agosto, mes de holganza y gárrula complacencia en la dejadez, me ha sido provechoso en extremo y debo agradecerle enseñanzas y beneficiosos dictados al tiempo que el sosiego de un merecido descanso. Yo, al menos, lo considero merecido.


Antes de seguir adelante con mi exposición quiero advertir al lector pacato o impresionable para que abandone la lectura. A quien opte por seguir, allá él. En todo caso cuanto viene a continuación ha de ser asumido con espíritu liberal y hasta un si es no es jocoso, no tomando nunca por la tremenda las sentencias y leyendo entre líneas, pues lo contrario podría llevar a úlceras gástricas indeseadas o ácidos berrinches y congestiones coronarias. Tampoco pretendo abrir polémica, es sólo mi opinión personal y a quien no comulgue con ella puente de plata y adiós.


Comencé el mes cubriendo una falta de hospitalero en el Camino de Santiago, nada nuevo ni extraordinario si no fuera porque al término de mi suplencia tomé la decisión irrevocable de que, después de diecisiete años, esta era ni despedida como hospitalero.


No tengo madera de paciente Job y, aunque la tuviera, una cosa es atender, ayudar y entregarse a los peregrinos y otra muy distinta que fantoches, turistas, caraduras, aprovechados y otros individuos de este rahez quieran aprovecharse de mi buena fe y de los servicios puestos a disposición de quienes desean peregrinar.


Venía madurando la idea desde tiempo atrás, pero este agosto la gota de la vileza desbordó el vaso de la paciencia. Me explicaré.


Aprovechando la aglomeración natural en el momento de la apertura del albergue un individuo comedido, untuoso y farfullando una jerga ininteligible me presentó seis credenciales solicitando alojamiento. Después de tomar los datos y dirigirme con los supuestos peregrinos a la habitación me di cuenta de que este personaje estaba solo. “¿Y tus compañeros? ¿Y las mochilas?”, inquirí.


Enseguida comprendí que las mochilas llegarían más tarde en un vehículo de apoyo y los demás andarines estaban por ahí en complaciente solaz sin mucha prisa por entrar en Burgos dado que tenían quien les aderezara y asegurase alojamiento. Cuando empecé a recriminar a este individuo su falsía y deshonesto proceder me pidió que respetase su persona, midiendo mis palabras, más que nada por ser profesor religioso de un colegio católico de N*, además no veía nada reprobable en quitar la cama a honestos peregrinos, pues venían haciéndolo desde muy atrás y nunca le dijeron nada.


Me resisto a comentar más este hecho para evitar caer en las réprobas iras de una excomunión fulminante, pero saque cada cual sus conclusiones. La mía ha sido que si este es el espíritu imperante en el Camino, el Camino no es mi sitio.


Queda algún peregrino por esos mundos de Dios vagando en soledad y luchando contra toda esta inmoralidad, puestos los ojos en Compostela. Cuando un día me lo encuentre me volcaré en él y lo ayudaré en cuanto pueda, pero, hoy, ¡basta de hipocresías! El Camino no se merece toda esta escoria.


Claro que si sólo estuviese empecinado el Camino... Estaba preparando la maleta para cumplir con el sagrado ritual de las vacaciones playeras cuando se me vino encima la parafernalia brumosa y obcecada del JMJ 2011, movimiento de masas incomprensible, al menos para mí. Supongo que a la Iglesia le es necesario, como a cualquier otra entidad, reafirmar su posición en el mundo, pero la espectacularidad del evento me tiene atónito y perplejo.


Millón y medio de jóvenes aclamando a Benedicto XVI se contradice con el vértigo del vacío juvenil en la misa dominical de cualquiera de nuestras iglesias. ¿Histeria colectiva? ¿Manipulación de masas? ¿Milagrosa conversión masiva remedando aquellas de los primeros tiempos del cristianismo? Debo admitir que esos auto denominados “kikos” me producen escalofríos propios del más abyecto integrismo. Pero, volveré, mejor, a mis vacaciones.


Decía que estaba preparándome para el ineludible deber de salir hacia la playa. Curiosa actividad ésta a la que muy pocos se inclinan, pero todos terminan practicando con religiosa unción. Sólo los ingenuos infantes, no maleados todavía, y algún adulto con vocación de salamandra hallan placer en tan prosaica actividad, no obstante se dedican a ella con ahínco y, muy a pesar suyo, la mayoría de los adultos arrastrados por una maléfica atracción, no aclarada, pues preferirían cualquier otro destino antes que ese achicharradero, pues no otra cosa es el lugar que nos ocupa.


Estos sitios de veraneo acostumbran a ser localidades amorfas, amortajadas en siniestro anonimato, insulsas y carentes de todo aliciente que no sea la propia playa y el chiringuito de la cerveza fría y el tinto de verano helado.


El clima suele ser inhóspito. Un calor insoportable abotarga los sentidos y empapa el cuerpo con sudor continuo y molesto. Tratar de conciliar el sueño es excusado, aunque la verdadera tortura espera a la orilla del mar. El sol implacable abrasa pieles y embota el ánimo, la arena roza, el salitre escuece y las impertinencias de los deliciosos infantes te hacen añorar al mostrenco de Herodes. Estar cómodo es imposible, gozar de paz inimaginable, disfrutar una utopía.


Se puede pasear, orilla arriba, orilla abajo, esperando ver Adonis esculturales, bellezas del celuloide o famosillos tabernarios de programa televisivo. ¡Ilusión vana! Proliferan los culos caídos, los vientres flácidos, los pechos bamboleantes como badajos desacompasados, esperpénticos amasijos de carne jugando a formar cuerpos sin estética. Sólo de tarde en tarde se cruzará el paseante con la varonil figura de un cuerpo apolíneo, con un culo respingón o un adorable busto robado a la divina Venus.


El mejor momento es el del regreso al refugio que ofrecen las cuatro paredes del apartamento. Una ducha de agua fresca, el dulce sopor de la penumbra protectora, el solícito sillón y un vaso frío de naranjada sobre la mesa. ¡Placer de dioses! Ni el padre Zeus gozó tales delectaciones de manos del garzón de Ida.


¿Que he exagerado? ¡Pche! Alguien pensará que me he quedado corto, pero vaya por quien opine que debería haber descargado con más furia el zurriago de la intransigencia. Quizá ni debería haberme molestado en zaherir conciencias y dejar que cada uno siga su curso natural anegado en obscenidades y petulancias. Un día de estos lo haré.


Como dice Werther a su amada Carlota “cada vez estoy más convencido de lo estúpido que es querer juzgar a los demás”.


Y en eso estoy.





P.S. Se especula sobre la posibilidad de que se le retire al Camino de Santiago la declaración de Patrimonio de la Humanidad por las agresiones de que está siendo objeto y el abandono en que se encuentra en algunos lugares. Cuando hace ya más de tres lustros se estrelló contra el suelo la estatua de San Lorenzo, en la catedral de Burgos, se nos amenazó, también, con retirarle a nuestro primer monumento el reconocimiento patrimonial si no se atendía a su restauración y mantenimiento.


Estas fechas vacacionales me han llevado hasta una ciudad costera Patrimonio de la Humanidad, una de esas trece que tenemos en España. Comparando esta ciudad con mi Burgos, la he encontrado sucia, descuidada y el patrimonio monumental que le valió el reconocimiento en visible deterioro.


¿Aplicará Icomos, la Unesco o Perico los Palotes (a saber quien mangonea el cotarro) diferentes criterios según les dé la ventolera de favoritismos, grupos de presión o influencias de politiquillos blandiendo argumentos poco honestos?


Vaya usted a saber.



sábado, 2 de julio de 2011

Desesperación

¿Dejaréis que disfrute, últimos años,
la parodia de vida que me toca?,
que, tener que sufrirla, ya no es poca
desdicha, sin que alcance nuevos daños.

El filo de la parca, a los extraños,
al lado de quien amo los coloca
y en lecho de dolor, infierno invoca,
prometiendo un allá, con más engaños.

Si viviendo la vida ya he sufrido,
¿otro infierno me espera allí adelante?
Triste cosa será, si no he vivido

los placeres, sino sólo un instante:
aquel en que mi cuerpo, ya dormido,
se presente ante el fiero Dios tonante.





martes, 7 de junio de 2011

Cinco minutos de gloria

La mano provocó un minúsculo roce del arco sobre las cuerdas para arrancar un acorde tenue, casi inaudible, y quedó, luego, en el aire, lasa e inmóvil. Fue un instante sublime. El tembloroso hálito de un pensamiento se habría oído en el ambiente.

El director midió los tiempos con su batuta e hizo la señal. La mano del segundo violinista acercó de nuevo el arco a las cuerdas, con precisión suma, y un golpe violento, como el rayo que golpea la tierra provocando un rugido de dolor, arrancó del alma del violín los vibrantes arpegios de un crescendo que atronó los espacios hasta llenar el teatro de armonías indescriptibles.

Las notas se enredaron en las lágrimas temblorosas de las arañas e invadieron hasta el último rincón de la sala dejando suspenso el ánimo de los oyentes. El gemido, cada vez más intenso, de las cuerdas del violín penetraba en los oídos, cautivaba los ánimos y, antes de que muriese el último acorde, la marea humana saltó de sus butacas y se arrancó en aplausos y gritos de admiración.

El violinista, henchido el pecho de satisfacción y orgullo, se acercó hasta el proscenio, saludó y volvió a su lugar de segundo violín. Lo hizo una vez, dos. Los aplausos arreciaron y se multiplicaron las idas, venidas y reverencias. Por último, el director lo tomó de la mano y se adelantó con él. Un ruido atronador mezcla de aplausos, vítores, hurras y silbidos, los arropó largo espacio de tiempo.

Al fin se hizo el silencio, la orquesta retomó la interpretación y el segundo violinista, rasgó las cuerdas mezclando sus acordes a los acordes anónimos de los demás violines.

Había tenido sus cinco minutos de gloria.

jueves, 12 de mayo de 2011

A la muerte

Que vendrás ya lo sé. Es nuestro destino
cruzarnos en los hilos de la vida.
Y tejer tu victoria y mi caída
en una misma urdimbre, es nuestro sino.

Procurar engañarte es desatino
sabiendo, como sabes, si es rendida
en término, la edad que fue medida
el día que iniciamos el camino.

Cuando vengas, ¿lo harás con gran alarde
de dolores y gritos, de tal suerte
que de ti, ya ahora, horror y espanto guarde?

¿O tomarás, quizá, mi cuerpo inerte,
y en la callada paz de alguna tarde
me esperarás, amante, dulce muerte?

sábado, 16 de abril de 2011

Jueves negro

El gobernador Poncio se apoyó en la baranda de la terraza desde la que se divisaba la ciudad. A su derecha quedaba el templo de aquel dios simplón que nunca llegó a entender. Ni imágenes, ni altares, ni vestales a su servicio, sólo un templo vacuo y sin adornos y una muchedumbre de mercaderes haciendo dineros a cuenta de los corderos y palomas que le ofrecían en sacrificio. A la izquierda y frente a él la ciudad dormida y silente, pero sólo en apariencia, pues bien sabía la tormenta contenida de sus levantiscos habitantes. Más allá huertos de familias pudientes, algún publicano adinerado o sacerdotes del templo que daban a las ofrendas uso más profano, y pequeños campos de olivos comunales.

Escuchó unos instantes. Nada, silencio. Aquella noche podía dormir tranquilo. Era la víspera de la Parasceve, Jerusalén hervía de un extraño fervor religioso y sus habitantes estaban cenando, reunidos en familia, o en casa de amigos, mientras entonaban salmos de auto alabanza y recordaban gestas de tiempos remotos en tierras de Africa. Pueblo extraño, ¡por Júpiter! O se mostraba sumiso hasta el servilismo o sacaba la furia ancestral de las tribus primitivas y se convertía en problema insoluble que hacia tambalear solios de cónsules y gobernadores.

Claudia Prócula, recordó, lo esperaba en el lecho desde antes de la caída del sol. Decía sentirse agotada del tráfago palaciego y se había retirado tras una cena frugal. La imaginaba lánguida, tendida, mostrando bajo sutiles velos los encantos libidinosos de su cuerpo ofrecido, de sus pechos semidesnudos, pechos que tenían fama en toda la provincia, y aun en la misma Roma, de ser los más sensuales y atrevidos del imperio. Corría por los mentideros el rumor de que el divino Tiberio los había saboreado como pago de aquella prefectura y también que, con ocasión de visitar, en el Foro, el templo de Vesta, la mismísima diosa Venus se había dignado bajar a admirar tan bella criatura.

- Buena guardia, capitán-, saludó al hombre armado que estaba junto a él. Y desde la puerta añadió: La noche sea propicia al César.

El romano saludó cruzando el brazo sobre el pecho con gesto enérgico y estudiado:

- Salud, gobernador.

A la misma hora, cerca, en una de las dependencias del templo, Caifás, Sumo Sacerdote aquel año, daba por terminada la cena Pascual. Tundido por los años, agobiado por el cargo y dolorido por una gota incontrolada despidió a todos los familiares con gesto ceñudo. La cena fue un tormento, tortura indescriptible. Una diarrea imparable lo había baldado desde por la mañana llevándolo de la letrina al lecho y del lecho a la letrina. Y para arreglarlo aquellas verduras amargas que se le pegaban en la garganta formando un tapón pastoso imposible de tragar y el pan ácimo, espeso, inconcreto y poco digerible, invento de Luzbel. Cuando quedó solo, cuatro siervos lo trasladaron de nuevo a la letrina, donde una vez más desaguó un torrente de aguas malolientes, y luego lo depositaron con mucho cuidado en el dormitorio sobre un lecho de telas de lino.

- Ni un suspiro u os haré azotar-, gimió-. Estoy a morir.

Su esposa, mujer vieja, retorcida y deforme como los olivos del huerto que allá abajo se aparecía, se acercó a él en ademán sumiso.

- Grande es Yhavé, - murmuró, tocando el suelo con la frente-, grande su poder, loado sea su solio. Sólo suya la victoria.

Despabiló el velón y se acostó junto al esposo.

Mientras esto sucedía en las dependencias de Caifás, allá abajo, en los olivares comunales, había desusado movimiento. Un hombre iba a paso ligero estudiando el terreno. Se detenía un punto y seguía. Parecía hacer cálculos de tiempo y lugar, murmuraba algo en voz baja y terminaba por salir corriendo. Se llamaba Judas, hijo de Iscariote, una conocida familia de Jerusalén, acomodada y querida por las muchas obras de caridad que hacía y el gran prestigio adquirido tras la donación de un rico ajuar para los sacrificios en el templo.

- Lo que has de hacer, hazlo pronto-, le había dicho el Maestro. Y salió presuroso a cumplir el mandado sea cual fuere, pues nadie lo sabía. Era un secreto guardado entre ellos dos, secreto sublime de impredecibles consecuencias.

Apenas abandonado el lugar, un grupo de doce hombres, alumbrándose con hachones, llegaba al sitio desde el otro extremo del olivar. Fueron acomodándose aquí y allá y pronto dormían todos, o casi todos, porque había uno que tenía una misión muy importante que cumplir entre aquella noche y el día siguiente, o al menos eso pensaba y para ello había hecho planes, pero sabido es que el hombre propone y Dios dispone, aunque difícil era discernir en este caso donde acababa el hombre y empezaba Dios con lo que podía ser que dispusiese quien no debía y propusiese quien no podía.

O al revés que está esto muy enrevesado y será cosa de dejar que los acontecimientos nos lo aclaren.

Salió pues Judas, el Isacariote, corriendo a su misión después de haberse cerciorado bien a dónde había de volver con quien fuese el que lo acompañara luego. Y se allegó al templo. Todo era silencio y oscuridad. Si estaba allí sin tropiezos era porque conocía al dedillo todas las calles que lo circundaban y las esquinas que había de doblar y hasta los cantos con los que se tropezaría, ya que no se veía a un palmo y bien podía decir que ni sus manos topaba en aquella negrura.

Tanteó el muro hasta sentir las maderas del portón y empezó a aporrearlo con fuerza. Sus puñadas resonaron haciendo eco, pero nadie respondió y sólo un silencio opresivo siguió a los golpes. Insistió más, una y otra vez, hasta que oyó voces al otro lado de la puerta y mucho ruido de pasos.

- ¿Quién va?- preguntó alguien.

- Judas, el Iscariote.

- ¿Qué quieres a estas horas, así seas maldito por siempre?

- Hablar con el Sumo Sacerdote. Es negocio tratado y sólo queda un último punto.

- Caifás duerme y ha dado orden de no despertarlo. Vuelve mañana, apenas amanecido y te recibirá.

Y los pasos se alejaron. De nuevo silencio y oscuridad, el silencio y la oscuridad que acompañan las noches en que se fraguan crímenes y horrores, noches tremendas sin siquiera un ladrido de perro llamando a la hembra intuida.

De pronto se oye ruido de armas, sonido metálico de escudos que entrechocan con los petos, de espadas que golpean los muslos protegidos. Viene de allá arriba, del palacio del gobernador. Es la guardia nocturna haciendo ronda en torno al palacio y el templo. Judas reacciona y echa a correr, se pierde por callejuelas infectas, se espeta contra muros olvidados, tropieza en piedras desconocidas y nota sangre en alguna parte de su cuerpo, pero corre despavorido. Los romanos no guardan formas ni indagan motivos y sabe que si lo encuentran puede terminar aherrojado en una mazmorra de la fortaleza.

Inconscientemente, en el bulto de la noche, se dirige hacia los olivares donde están los suyos, el Maestro y los demás, los otros, aquellos que incomprensiblemente le hacen el vacío, le dan la espalda, no lo consideran importante. Claro que en esto no hacen sino seguir la pauta del Maestro que tampoco le tiene en gran estima. ¿A quién llevó consigo al Monte Tabor donde, a decir de algunos, se vieron maravillas? A él no, por cierto. ¿Y cuando en el Tiberiades la pesca recogida estuvo a punto de volcar la barca de Simón? Tampoco le llamó. Ni en Caná donde se acabó la bebida y el Maestro obró un portento sirviendo agua con el color y el sabor del vino. El siempre detrás, siempre olvidado, siempre en las sombras, en la oscuridad, aquella oscuridad a la que se había acostumbrado de tal modo que ya le parecía día, aquella oscuridad y olvido de las que aquella noche había querido salir.

Le habían prometido treinta monedas, suficientes para empezar una nueva vida en Egipto, o acaso en la cercana Siria, pero lejos de aquellos lugares infectados por la milagrería populachera del Nazareno. Al día siguiente volvería al templo y trataría de hablar con el viejo Caifás a ver si llegaban a otro acuerdo. Treinta monedas… No, esta vez pediría más. Le había dado con la puerta en las narices, no le había recibido según lo acordado. Sí, por lo menos cien monedas. Menos, no. Por menos se negaría en redondo a negociar. Cien monedas o nada.

Llega y los encuentra a todos dormidos. Juan, Simón, Jacobo, Tomás, Mateo… Se oyen ronquidos desacompasados, otros rítmicos, algún resoplido vibrante. Sólo el Maestro vela. Está sentado en la base ñudosa de un olivo, perdida la mirada en lo alto. Se le acerca y susurra:

- Maestro…

Jesús le mira. Judas espera sin saber cómo continuar. Al final se encoge de hombros y hace un gesto ambiguo, indeterminado. Puede significar todo o no decir nada. El negocio no ha salido como esperaban. Jesús lo tenía claro, él también pero, cosas de la vida, se había ido todo al traste por el desacompasado flujo de vientre de un viejo asqueroso.

El Maestro se acoge al abrigo del olivo centenario, tormento de ramas y raíces, y besa la tierra:

- Hágase tu voluntad y no la mía-, ora. Luego, va de aquí para allá repartiendo puntapiés a los durmientes.

- Vamos, alzaos, llegó la hora.

Simón se levanta, desorbitados los ojos por el repentino despertar, y echa mano a un espadón que esconde entre los vestidos, aspaventando con desaliño en las sombras. La noche tiene abortos impredecibles y este es uno de ellos. De un tajo poda la rama seca de un olivo y el chasquido de las astillas restalla como un latigazo. El Maestro no hace caso y empieza a caminar. Baja la ladera hacia una de las muchas cuevas que se abren al pie del olivar. Sobre una piedra, acomoda la cabeza y con la túnica apretada al cuerpo se protege del relente. Alrededor se van colocando los discípulos. Judas está de pie dubitativo.

- Y ahora, ¿qué?-, le pregunta al Maestro.

Jesús le mira y se encoge de hombros malhumorado.

- Debía ser esta noche. Ahora sé tanto como tú.

Simón resopla de nuevo como el viento furioso del Tiberiades, abotargado en un sueño profundo. Juan recuesta la cabeza sobre uno de los brazos de Jesús y susurra:

- Maestro, ¿me amas?

Pero Jesús no responde. Piensa, cavila, ahonda en el insondable misterio de un Dios frustrado, incapaz de prever la contingencia de unas cagaleras turbulentas. Ahora tendría que esperar todo el plan, quién sabe, cien años, una miríada. Bueno, tampoco tiene mucha prisa, el tiempo no existe para El y lo mismo le da aquella noche que dentro de dos mil años.

Dos mil años…

Una estrella cruzó el firmamento y se apagó con un estallido silencioso. Era el momento de pedir un deseo. ¿Un deseo? ¡Ya está! Simón aún tenía la barca en Cafarnaún. Se dedicaría a la pesca. No era nada parecido a lo que tenía previsto, mucho menos notorio, sin espectacularidad ni alardes, pero podía satisfacer sus necesidades y a su edad debía empezar a pensar en el porvenir.

Se dio la vuelta, retiró la cabeza de Juan del brazo que se le dormía y entornó los ojos en espera del sueño.


miércoles, 30 de marzo de 2011

Recepcionista de noche

Paco llega invariablemente a las once. Vaguedades aparte, empuja la puerta giratoria con desgana y cansancio, insólitamente maltrecho tras un día estúpido y mal aprovechado. Al fin y al cabo es animal noctámbulo. Lo suyo es aquel cubículo rodeado de mostrador con timbre, sellos, folletos y planos de la ciudad.

Apenas entra se opera en él una metamorfosis más anímica que física. Sigue siendo el hombrecillo enclenque, larguirucho y triste de siempre, pero un empuje silencioso le hace sentirse ligeramente superior a todos aquellos clientes albergados en el hotel. La calva se le tiñe de reflejos irisados bajo el foco de luz que cae vertical desde el techo, le sonríen los ojos con malicia, tras las gafas de aro metálico, como si estuviera maquinando alguna maldad y cuando se acomoda en el sillón de brazos lo hace como el emperador de los caribes.

El primer acto de cada noche consiste en tomar posesión de sus dominios como lo haría un déspota de esos que salen en las novelas, mandatarios indiscutibles de pueblos lejanísimos. Una mirada superficial le basta para abarcar la disposición de cuanto ha de necesitar: información, teléfonos, papeles, dos bolígrafos, la estufa por si la noche refresca y la lista de huéspedes. Esta lista es lo más importante. Nombres y números de habitación. La mayoría son nombres distintos cada noche, hombres y mujeres anónimos perdidos en una barahúnda de idas y venidas sin sentido; solo unos pocos, habituales del hotel, personajes de la noche, solitarios, pensionistas acomodados más acostumbrados a hacerse servir que servirse ellos mismos, se repiten noche tras noche.

Cuando él llega, empiezan a retirarse a sus habitaciones la mayoría de los alojados. Suelen ser los transeúntes que han llegado por motivos de trabajo o de vacaciones o perdidos en un tren de muchísimos vagones que los descargó en aquella ciudad que no era la suya. Con la lista delante, les saluda a todos por su nombre o sus apellidos. “Buenas noches, señores de Gonzalvo, que descansen”. “Feliz estancia y buenas noches, señora de Mínguez”. “A su servicio don Patricio”. “Que usted se divierta don Miguel”. Mañana han de volver, unos a sus quehaceres, visitas, reuniones con directivos, comidas pesadas de difícil digestión tratando de colar un contrato entre ensalada y chuleta, otros a disfrutar de la ciudad, una ciudad encantadora de provincias, con su catedral de agujas caladas, su plaza Mayor, su paseo y sus callejuelas de trazado coqueto muy propio para perderse y trenzar pícaros juegos de enamorados.

Otros, los habituales, abandonan a esta hora el hotel y se pierdan en la ciudad sórdida de callejas alumbradas por el neón parpadeante de los rótulos. Como este don Miguel a quien acaba de saludar. Calavera irredento en busca de emociones y aventura, sale todos los miércoles y sábados a la caza de sensaciones olvidadas en la maraña de los años, pero con un pálpito aún latente en la memoria. Se pierde por los barrios altos, guapea de tabaco rubio y tubo de güisqui mientras desgrana naderías frente a un machorro pintarrajeado de esperpento.

- ¿Cuánto?

- Cien.

- ¿Cien? Treinta y cinco y vale.

- Sesenta.

- Es mucho.

- Y tú poco. Abur.

Y el espantajo de pintura se pierde en la bocana de la noche bamboleando el bolso. “Será pendejo, el tío”, va pensando mientras cruza la calle entre miradas libidinosas y piropos obscenos.

Don Miguel se toma el güisqui, saca otro cigarrillo, lo mira, lo remira, vuelve a meterlo en la cajetilla y tira calle abajo hacia el hotel. Otra noche perdida, o ganada, quien sabe, a una esperanzadora ilusión, abierta siempre de par en par, como las puertas de la muralla de la ciudad.

- ¿Se dio bien la noche? Que usted descanse, don Miguel.

Hay un deje de sorna casi imperceptible en el saludo ceremonioso de Paco. Don Miguel abaja el testuz y refunfuña algo ininteligible.

La señorita Clotilde sale antes que don Miguel, pero se retira mucho más tarde. A veces le sorprende la aurora retirándose a su habitación. Es señorita entrada en años, un tanto apocada, espigada aunque sabe encogerse hasta parecer una insignificancia, con muchos remilgos en el hablar y en el vestir. Jamás mira de frente, lo hace siempre revirando los ojos para rehuir los de su interlocutor.

- Buenas noches, señorita Clotilde.

Y la señorita Clotilde pegando un respingo como si hubiera sido sorprendida en falta se cubre de rubor, un rubor apenas perceptible en su rostro siempre pintado de colorete. Cuando regresa trae la ropa descompuesta, el cabello alborotado, prendido a la carrera con dos horquillas y una goma y el maquillaje todo corrido.

Una noche don Miguel se le acercó a Paco aventando el halo del misterio. Olía a alcohol rancio, a humo de cigarrillo barato. Había estado en un garito infame, susurraba entre hipidos y traspiés, y ¿a quién creía haber visto? ¡A la señorita Clotilde abrazada a dos perdularios de terrible catadura! ¿Y si estaba equivocado? Quizá. Estaba borracho, se había emborrachado con güisqui barato, pero juraría que era la señorita Clotilde, aunque mucho más desenvuelta.

Y el recepcionista empezó a mirar a aquella pacata de tres al cuarto, mojigata de iglesia, beata conventual, como la llamaba, de manera distinta. La miraba, volvía a mirar y le clavaba los ojos desnudándola con somnolienta morbosidad, en un intento de adivinar si en aquel cuerpo de virginal apariencia podría caber una vida de desenfreno y libertinaje.

También era menudo don Alfredo, otro noctámbulo impenitente. Más que menudo era un alfeñique vestido con pantalones. Muy poca cosa. Pasaba desapercibido para todos los habituales del hotel, menos para Paco, claro. Trata de salir a hurtadillas para evitar la molestia del saludo obligado.

- Buenas noches, don Alfredo. Que usted lo pase bien.

Pero sería una noche más, una noche como todas las noches de los últimos cincuenta y dos años, amorfa, fría, oscura y aburrida, de desolados paisajes perdidos en la negrura infinita de los cielos. Porque don Alfredo, rentista acomodado, soltero por vocación, jamás será capaz de romper el muro de hormigón que le separaba del resto de la humanidad. Fantasea como semental olisqueando hembras en celo, amaga sonrisas y manos extendidas imaginando amistades, se arropa en imaginarias tertulias donde perora con convencimiento y le aplauden, mas nunca pasará de ahí. La soledad le abruma pero le protege.

Del hotel baja al parque. Allí se sienta en un banco si la noche no es muy fría y se devana la sesera en proyectos imposibles. Cuando hace frío se dirige al paseo de la ribera, a uno de los bares de sabor decimonónico que aún aguantan y se pierde entre visillos hechos a ganchillo y retratos antiguos de señores respetables con barba y bigote. Sentado a una mesa de mármol desportillado mata el tiempo mientras degusta un café irlandés, fijos los ojos turbios en la cafetera de colosales dimensiones que arroja vapor como un locomotora de las de antaño o en los contornos de matrona romana que recata la dueña. Sorbe el café deleitándose en cada gota. Le da vueltas con la cucharilla hasta marearlo y cuando apura los últimos posos está frío como la noche de allá afuera.

Luego vuelve al hotel y lo hace con mucho empaque, al desgaire, arregazando calaveradas de crápula irredento. Mira al recepcionista, le sonríe torciendo mucho la boca que es modo de insinuar y se retira muy noble a descansar.

Paco menea la cabeza, displicente, y ganguea un “buenas noches” con voz atrabiliaria.

Salen también los Montesinos, matrimonio entrado en años, de mucha prosapia y comedimiento, arañados ambos por las arrugas de los años, acentos circunflejos caminando hacia su destino. No habrán cenado por ahorrar unas monedas necesarias, pero alardearán de hacerlo por salud. Y arrastran el paso hasta el parquecillo cercano donde pasean a un perro imaginario de aristocrático pedigrí, regalo de los unos supuestos marqueses. Tiran de la correa, miran atrás, jalean al chucho y lo animan a regar los alerces de junto al estanque.

Cuando regresan susurran un saludo casi mudo, cargado de linajudo orgullo. Paco los ve pasar sin bandearse un ápice, esboza una sonrisa comprensiva y se aplica a la novela barata de huérfanas desvalidas y condes malvados, historia en la que tiene arrebatada el alma.

A la madrugada, con las primeras luces, traspasa los poderes a su sustituto y se va como vino, con desgana y cansado, roto un poco el corazón por las miserias vividas, a desgranar otro día desaprovechado y torpe.

Mientras, la ciudad se despereza con el runrún de los coches, las calles empujan la luz de la mañana contra los cristales de las galerías y allá abajo, junto al río, una paloma disputa a dos gorriones su desayuno.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Pudor

Y la raíz,
flor pudorosa de la planta,
se oculta bajo el manto de la tierra.

La vida

Son, mi tiempo, las horas transcurridas
y es mi tiempo el futuro
que habrá de ser,
más un instante,
el ahora,
que ya no es.

La lágrima

La lágrima:
retazo suelto de un recuerdo
que se hace poesía.

lunes, 7 de febrero de 2011

El nuevo trabajo

Me paso el día amontonando cajas en un almacén inmenso, de techos altísimos. Son cajas de todos los colores, tamaños y formas. Grandes, pequeñas, menudas, normales. Algunas pueden contener un enorme tractor o hasta un edificio de dimensiones regulares; otras las supongo destinadas a contener zapatos o electrodomésticos, por el tamaño, y las más pequeñas, lo son tanto, que no cabría en ellas ni un anillo de compromiso, aunque, pienso, alguna utilidad tendrán pues para nada no tendría objeto traerlas a este almacén Las hay de colores combinados como si se hubieran derramado sobre ellas botes de pintura espesa, otras son blancas, o verdes, o negras; algunas ni siquiera están pintadas, son del color del cartón sencillamente. La mayoría tienen forma cuadrangular, pero llegan también cajas cilíndricas, cónicas, esféricas y no faltan las de extrañísimas formas, casi amorfas, como destinadas a contener pesadillas de algún fantasma de la noche.

Las descargo a la puerta desde camiones, furgones y coches particulares. Hasta a pie me traen algunas. Suelen ser recaderos que llegan presurosos, miran el gran letrero de letras negras del dintel, murmuran un “aquí dejo esto” y siguen su camino.

A quienes me traen grandes cantidades los hago esperar hasta contar todas las cajas, comprobar su forma, tamaño y color con la nota de envío y firmársela si está conforme. Los chóferes me miran con desconfianza y tienen un gesto huraño. Deben creer que pretendo engañarlos diciéndoles que no han llegado todas las cajas de la lista, para quedarme con ellas, aunque yo no entiendo qué podría hacer con ninguna de estas cajas. No me servirían para nada. Si acaso las pequeñas, no esas minúsculas sino las otras, las de tamaño un poco mayor, para guardar los zapatos que ahora tengo en el armario del pasillo sin orden ni concierto; pero tampoco: me he acostumbrado a tener los zapatos en libertad y sentiría pena por ellos si los viera encerrados entre las angosturas de unos cartones. Ellos que sigan mirándome con desdén. Tienen que esperar y aguantarse. A alguno le hago creer que me he equivocado y vuelvo a mirar todas las cajas. Hincha, entonces, los carrillos como si fuese a explotar y bufa por lo bajo mientras da patadas de impaciencia en el suelo. No es que me guste esto, pero si no me dirigiesen esas miradas sería más atento con ellos y los despacharía antes.

Bueno, pues cuando tengo las cajas listas y comprobadas comienzo a buscarles acomodo en el gran almacén. Es lo más difícil de este trabajo porque no basta con colocarlas de cualquier manera y donde se me antoje. Según la forma, color y medidas deben ir a un lugar u otro. Las cuadrangulares son las más fáciles de colocar, se ponen ellas solitas y no me dan mucho trabajo, pero otras son más complicadas de convencer para que permanezcan en el lugar designado. Sobre todo las esféricas y las amorfas. ¡Dios! Las esféricas porque ruedan y no hay manera de sujetarlas. Yo tengo mi truco: las coloco entre dos pilas de cajas ya colocadas, pongo en los frentes una hilera de cajas cuadradas y comienzo a llenar el hueco con las esféricas. Conforme sube la altura voy colocando nuevas ringleras de cuadradas y de ese modo las tengo sujetas.

Algo parecido hago con las cajas sin forma definida, pero son tan extrañas y tienen tal cantidad de curvas y salientes que me desquician a veces y chillo y grito y pataleo como los chóferes a los que hago esperar, pero con mucha más fuerza y rabia. Al final todas las cajas encuentran su sitio y entonces me voy a casa a descansar, para volver al día siguiente y empezar de nuevo la tarea.

Con ser grande el almacén yo creía que debía llenarse algún día. Entonces vendría el dueño y me diría “el almacén está lleno, déjalo ya y vete”. Me pagaría el sueldo, me liquidaría los atrasos e iría al paro; pero no sucede nunca porque el almacén jamás se llena. No lo entiendo, meto cajas y más cajas, montañas de cajas todos los días y siempre hay sitio para más, siempre caben más. Es como si alguien las comprimiese cuando cierro la puerta, al irme por la tarde, e hiciese hueco para las nuevas remesas de cajas del día siguiente. Hasta he llegado a pensar si será cosa de brujería, aunque no creo pues no he notado nada raro en el almacén, ni ruidos, ni sombras, ni arrastrar de objetos o corrientes de aire. Todo es normal, pero el misterio subsiste y yo sigo metiendo cajas y cajas, centenares, miles de cajas en este almacén de vientre insaciable.

La monotonía de este trabajo está acabando con mis nervios. Por las noches sueño que sigo apilando cajas en torres inmensas que sobrepasan las nubes y llegan hasta el sol. Tengo que alcanzar con la caja más alta la curva del cielo donde habitan los ángeles, pero cuando estoy a punto de colocar la última caja me llaman desde abajo, miro y, al inclinarme, la torre de cartón se bambolea, va a derecha e izquierda y termina viniéndose abajo con ensordecedor silencio. Entonces me despierto sudoroso, abiertos los ojos como platos de postre y la respiración entrecortada. Creo que son los primeros síntomas de la locura. Un primo mío terminó tonto después de pasarse dos años soñando cosas raras, y terminó encerrado en un sanatorio donde perdió, en unos meses, las pocas luces que tenía. Por eso, antes de acabar como mi primo, mirando a ningún sitio, y diciendo tonterías sin sentido, he decidido buscarme otro trabajo, un trabajo que pueda terminar algún día, que no sea eterno como éste.

Y he encontrado uno. Está muy cerca del almacén donde ahora trabajo, de espaldas a él. He hablado con un señor muy serio y de gestos ampulosos. Creo que se da más importancia de la que realmente tiene, sobre todo cuando habla con la voz engolada de quien no está dispuesto a ceder un ápice en su oferta, pero me ha convencido de que soy la persona que está buscando.

Le he explicado mi situación actual, mis miedos, mis pesadillas y el temor de verme abocado a la vecindad de mi primo tonto, y me ha tranquilizado al respecto. Es también un almacén de cajas, pero tengo su palabra de que no habré de descargar ninguna, ni ordenarlas, ni pegarme con aquellas disformes o esféricas tan trabajosas y complicadas para evitar que rueden por los suelos. Además trabajaré de noche; así huiré de mis miedos y pesadillas y evitaré terminar como mi primo.

Estoy contento y ardo en deseos de que amanezca mañana para comenzar en mi nuevo empleo.

Llevo un año en este trabajo. Me paso la noche sacando cajas de un almacén inmenso, de techos altísimos. Son cajas de todos los colores, tamaños y formas. Grandes, pequeñas, menudas, normales. Algunas pueden contener un enorme tractor o hasta un edificio de dimensiones regulares; otras las supongo destinadas a contener zapatos o electrodomésticos, por el tamaño, y las más pequeñas, lo son tanto, que no cabría en ellas ni un anillo de compromiso, aunque, pienso, alguna utilidad tendrán pues para nada no tendría objeto sacarlas de este almacén Las hay de colores combinados como si se hubieran derramado sobre ellas botes de pintura espesa, otras son blancas, o verdes, o negras; algunas ni siquiera están pintadas, son del color del cartón sencillamente. La mayoría tienen forma cuadrangular, peor salen también cajas cilíndricas, cónicas, esféricas y no faltan las de extrañísimas formas, casi amorfas, como destinadas a contener pesadillas de algún fantasma de la noche.

Las acerco a la puerta y cargo en camiones, furgones y coches particulares. Algunos vienen a recogerlas a pie. Suelen ser recaderos que llegan presurosos, miran el gran letrero de letras negras del dintel, murmuran un “¿es aquí dónde tengo que recoger una caja?”, yo se la entrego y siguen su camino.

A quienes tienen que cargar grandes cantidades los hago esperar hasta contar todas las cajas, comprobar su forma, tamaño y color con la nota de pedido y pedirles la firma del albarán si están conformes. Los chóferes me miran con desconfianza y tienen un gesto huraño. Deben creer que pretendo engañarlos diciéndoles que he cargado más cajas de las que figuran en la nota, para quedarme con ellas, aunque yo no entiendo qué podría hacer con ninguna de estas cajas. No me servirían para nada. Si acaso las pequeñas, no esas minúsculas sino las otras, las de tamaño un poco mayor, para guardar los zapatos que ahora tengo en el armario del pasillo sin orden ni concierto; pero tampoco: me he acostumbrado a tener los zapatos en libertad y sentiría pena por ellos si los viera encerrados entre las angosturas de unos cartones. Ellos que sigan mirándome con desdén. Tienen que esperar y aguantarse. A alguno le hago creer que me he equivocado y vuelvo a mirar todas las cajas. Hincha, entonces, los carrillos como si fuese a explotar y bufa por lo bajo mientras da patadas de impaciencia en el suelo. No es que me guste esto, pero si no me dirigiesen esas miradas sería más atento con ellos y los despacharía antes.

Bueno, pues cuando tengo las cajas listas y comprobadas comienzo a cargarlas en los camiones. Es lo más difícil de este trabajo porque no basta con colocarlas de cualquier manera y como se me antoje. Según la forma, color y medidas deben ir en un punto u otro del remolque aprovechando al máximo el espacio. Las cuadrangulares son las más fáciles de colocar, se ponen ellas solitas y no me dan mucho trabajo, pero otras son más complicadas de convencer para que permanezcan en el lugar designado. Sobre todo las esféricas y las amorfas. ¡Dios! Las esféricas porque ruedan y no hay manera de sujetarlas. Yo tengo mi truco: las coloco entre dos pilas de cajas ya colocadas, pongo en los frentes una hilera de cajas cuadradas y comienzo a llenar el hueco con las esféricas. Conforme sube la altura voy colocando nuevas ringleras de cuadradas y de ese modo las tengo sujetas.

Algo parecido hago con las cajas sin forma definida, pero son tan extrañas y tienen tal cantidad de curvas y salientes que me desquician a veces y chillo y grito y pataleo como los chóferes a los que hago esperar, pero con mucha más fuerza y rabia. Al final todas las cajas encuentran su sitio y doy vía libre al camión. Luego me voy a casa a descansar, para volver a la noche siguiente y empezar de nuevo la tarea.

Con ser grande el almacén yo creía que debía vaciarse alguna noche. Entonces vendría el dueño y me diría “el almacén está ya vacío, puedes irte”. Me pagaría el sueldo, me liquidaría los atrasos e iría al paro; pero no sucede nunca porque el almacén jamás se vacía. No lo entiendo, saco cajas y más cajas, montañas de cajas todas las noches y siempre aparecen más a la tarde siguiente. Es como si alguien las trajera de un lugar misterioso cuando cierro la puerta, al irme por la mañana y llenase los huecos dejados por mí durante la noche. Hasta he llegado a pensar si será cosa de brujería, aunque no creo pues no he notado nada raro en el almacén, ni ruidos, ni sombras, ni arrastrar de objetos o corrientes de aire. Todo es normal, pero el misterio subsiste y yo sigo sacando cajas y cajas, centenares, miles de cajas en este almacén de vientre insondable.

La monotonía de este trabajo está acabando con mis nervios. Sueño todos los días que saco cantidades inmensas de cajas que monto en camiones grandes como mundos, imposibles de llenar. Cuando falta una para completar la carga un estruendo pavoroso, cargado de silencios, llega de las profundidades del remolque y se abren vacíos insaciables, pidiendo cajas, cajas, cajas... Entonces me despierto sudoroso, abiertos los ojos como platos de postre y la respiración entrecortada. Creo que son los primeros síntomas de la locura. Un primo mío terminó tonto después de pasarse dos años soñando cosas raras, y terminó encerrado en un sanatorio donde perdió, en unos meses, las pocas luces que tenía. Por eso, antes de acabar como mi primo, mirando a ningún sitio, y diciendo tonterías sin sentido, he decidido buscarme otro trabajo, un trabajo que pueda terminar algún día, que no sea eterno como éste.

Y he encontrado uno. Es en el almacén que dejé el mes pasado. He hablado con un señor muy serio y de gestos ampulosos. Creo que se da más importancia de la que realmente tiene, sobre todo cuando habla con la voz engolada de quien no está dispuesto a ceder un ápice en su oferta, pero me ha convencido de que soy la persona que está buscando.

Le he explicado mi situación actual, mis miedos, mis pesadillas y el temor de verme abocado a la vecindad de mi primo tonto, y me ha tranquilizado al respecto. No tendré que cargar camiones y trabajaré de día…