El olor a tierra húmeda inunda
el bosque e impregna los cuerpos de deseo, del mismo deseo febril que acomete
al venado y reclama a la cierva.
Los dos jóvenes han dejado el
coche en el albero donde empieza el robledal. El tendrá la veintena mal cumplida.
Es hermoso de rostro, bien parecido, apuesto en el caminar y en los modales.
Desnudo y dominando las riendas de un brioso corcel podría pasar por Faetón
conduciendo el carro solar. Lleva de la mano a su compañera, gentil muchacha,
algo más joven que él, de ademanes agraciados. Quizá no sea guapa, pero la cara
risueña y de rasgos aniñados la hacen atractiva. Su figura es agradable, sus
contornos sugerentes y la ropa ajustada que viste, realza sus atractivos.
Suben despacio la ladera. Se
ayudan uno a otro en el esfuerzo y ríen cuando tropiezan.
- Es espectacular-, dice él.-
Estuve de niño con mis padres y no he podido olvidarlo.
Habla de la brama, la llamada
del macho cerval que empapa de otoño los bosques y los revivifica, el acoso
montaraz del ciervo a la hembra, deshilvanando la maraña de los sexos.
A mitad de la ladera, tras casi
una hora de marcha, el camino se torna en senda hostil y peligrosa. Queda
todavía otra hora entre rocas puntiagudas, piedras sueltas que ruedan al menor
descuido y raíces traicioneras que atrapan los pies en el enredo de su
telaraña. Esto obliga a los jóvenes a extremar las precauciones. Ya no ríen, la
conversación ha quedado reducida a monosílabos y deben ayudarse, de continuo,
en el ascenso. Al principio parece más animosa la muchacha y marca el ritmo,
pero luego decae, siente temblar las piernas por el esfuerzo y cede el relevo.
El sudor empapa la tenue blusa y un prurito de vergüenza le cubre las mejillas.
Su compañero simula no haberlo visto. El también suda y jadea. Se sienta en una
roca a la sombra de los robles y se quita la camisa. Los músculos tienen la
flacidez del urbanita pero los muestra con orgullo. La joven le mira con
curiosidad y siguen la marcha.
Al fin, tras más de dos horas de
ascenso llegan a una loma umbrosa, preñada de robles formidables. Después de
descansar unos minutos, el muchacho explica:
- Algunos de estos robles tienen
varios centenares de años. Mira, aquel de las ramas extendidas, apenas alzaba
un palmo cuando los revolucionarios tomaron la bastilla. Y aquel otro. Ese es
el más viejo. Todavía había moros en España cuando le brotaron las primeras
hojas. Mi padre dice que sería una barbaridad, peor que el asesinato, cortar
uno de estos ejemplares.
La tarde declinará pronto
empujando el sol hacia poniente. Atraviesan una porción de bosque, donde se
entremezclan quejigos y carrascas, para apostarse tras una mancha de brezo.
Desde allí dominan la vaguada por donde corre el cristal de un arroyo. Abajo,
avanzando hacia el hondón, clarea la arboleda y deja paso a lentiscos, majuelos
y endrinos. Bancadas de espliego y romero sahúman el aire con sus efluvios y,
donde se ha recostado la muchacha, las manzanillas pintan de blancos y
amarillos el oscuro de la hojarasca.
La vista que se les ofrece es
formidable. El pelaje pardo de los ciervos se confundiría con el pardo rojizo
de la hierba que empieza a agostarse si no fuera por la agitación de los
cuerpos y el entrechocar de astas astillando las cuernas.
Un macho de tremenda estampa se
destaca entre todos y alza la cabeza lanzando un bramido que espanta al rebaño.
Los otros machos enderezan la testa, para abajarla al momento en señal de
sumisión. Varias hembras se separan del grupo y se le acercan. El las husma con
atrevimiento y berrea de nuevo haciendo eco en las rocas que coronan la
hondonada.
Por un momento las ciervas
parecen alborotarse, hay entre ellas un conato de rebeldía, agitación,
empujones y miradas torvas, pero otro bramido pone orden en el desconcierto.
El macho ha elegido. Empuja a
una de las hembras, la aleja unos metros del harén e inicia la danza nupcial.
Poco a poco la hembra se apresta a la monta totalmente sumisa. La excitación
viril del ciervo es evidente cuando llega el momento cumbre.
El muchacho mira de reojo a su
compañera y le pasa un brazo por la cintura. Ella se deja hacer, ahora es
hembra solícita como la cierva que recibe allá abajo la brutal acometida de su
compañero. La sábana del viento acaricia sus pieles y los envuelve en
incontinencias, mientras los labios húmedos se buscan, arrancando
estremecimientos.
Al desgaire de la improvisación
desfloran la ropa con decencia de amantes vergonzosos. Sus curvas se funden
añorando horizontes de placer por descubrir y un caudal de piel lechosa, piel
sin caricias en el recuerdo, se desborda sobre el sol amarillo de la tarde.
Un palomo zurea persiguiendo a
la hembra en descarado, aunque torpe, himeneo; dos gorriones luchan con
ferocidad entre el enredado de una zarzamora, haciendo valer su supremacía sobre
una baya madura y animales de pelaje hirsuto se enfrentan a muerte en la
espesura, destrozan los miembros del rival, le abren las entrañas para hacerse
dueños de los favores concubinarios de la manada.
Mientras el ciervo inicia la
segunda monta, los cuerpos de los dos jóvenes se entregan al vértigo
enloquecedor de sensaciones extremas. Hay roce de desnudos sedientos, susurro
de jadeos y miembros enervados. Unos senos son requeridos para el deleite.
Devotos, los dedos buscan la liturgia sacra de lo íntimo y secreto.
La joven, todavía doncella, se
ofrece totalmente entregada a la libido del muchacho. El deseo afectivo,
descarnado y violento de la posesión se hace más intenso. El cuerpo del chico
se arquea hacia arriba y cae con el impulso feroz de una ola devastadora sobre
las carnes trémulas de su compañera. Esta le recibe casi con alivio. Sentirse
poseída la libera de la excitación incontenible que le abrasa las entrañas y
jadea ansiosa. De sus finos labios escapan entrecortadas exclamaciones que
mueren en un gemido mudo. Se aceleran los estertores del vientre y con el
último impulso estallan los cielos, revientan planetas y galaxias y la creación
alumbra un nuevo universo de sensaciones.
Un frenesí, un arrebato de
suspiros y lamentos abarca el robledo en toda su extensión. Es la brama del
macho poseyendo el espacio acotado de la hembra, aguijón hurgando en la colmena
dulce de los placeros, saeta de Afrodita acometiendo. Y por un resquicio de las
nubes los ángeles miran envidiosos de no poder emularlos.
El ciervo termina su arrebatada
posesión cuando el sol empieza a ocultarse tras el perfil negro de las
montañas. Un silencio pesado de cansancios encubiertos se extiende por el
bosque.
Con su formidable bramido, el
macho dominante llena el monte mientras
los dos jóvenes se encaminan hacia el coche, enlazados por la cintura,
mirándose a los ojos, sonriendo y pensando que la brama debería tener lugar
todo el año.
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