Subí en mi parada habitual,
a la hora de siempre.
Está al principio de línea y
es fácil sentarse. Luego el autobús se llena rápidamente y la gente empieza a
apelotonarse riñendo por un asiento.
Como todos los días busqué sitio
cerca de la puerta de salida. Yo me bajo en el centro y allí llega el autobús
abarrotado. Si te pilla la parada en los pasillos tienes que movilizar a todos
los viajeros, abrirte paso entre empujones y disculpas hasta la puerta, algo
que me incomoda sobremanera.
Iba, pues, plácidamente
sentado. La mañana era luminosa, alegre, lucía un sol esplendoroso caldeando con
sus rayos el ambiente primaveral. Me proponía dar un paseo, para serenar mi
espíritu, desde la plaza donde me dejaba el autobús, hasta el
parque, siguiendo el curso del río, aguas abajo.
Atrás fueron quedando los
bulevares amorfos de la ciudad moderna mientras el autobús brujuleaba por
calles cada vez más estrechas, llenas de coches aparcados y bicicletas
disputando un palmo de acera a los peatones.
Cuando arrancó el autobús
de la parada anterior a la mía, me levanté. Frente a mí tenía a una señora de
edad mediana que acababa de subir. Esbocé una de esas sonrisas de comprensión
con que pretendemos disculparnos sin haber motivo para ello indicándole con un
movimiento de cabeza el asiento que dejaba vacío.
- ¡Oh, no, caballero! No lo
permitiré. Siga usted sentado-, y apoyó una mano en mi hombro empujándome
contra el asiento.
- Señora, yo…- empecé a
decir.
- Ni por asomo-, insistió
ella-. Quedo agradecida pero el asiento es suyo.
Y me presionó de nuevo en el
hombro. El autobús había llegado a mi parada. Las puertas estaban abiertas y yo
aprisionado entre la butaca de plástico y el prominente vientre de la pasajera.
Fue entonces cuando advertí que se hallaba en estado de buena esperanza, aunque
aún no muy avanzado. En esta tesitura dudaba si alzarme y empujar a la mujer
para abrirme paso hacia la puerta, lo que podría ser considerado como una
descortesía, o explicar los motivos por los que deseaba levantarme, pero para
entonces ya se había puesto en marcha el autobús.
Azorado por las
circunstancias volví a insistir: Si me permite señora…
- No, no le permito y
debería ser menos machista-, fue la contundente respuesta.
¿Machista? ¿Por qué? ¿Qué
había hecho para merecer semejante consideración? Varias mujeres de la más
variopinta condición se habían arremolinado en torno a nosotros. Una mascaba
chicle, marcando mucho las mandíbulas, mientras me dirigía una mirada de enojo.
Otra que taponaba con su colosal humanidad la totalidad del pasillo refunfuñaba
algo por lo bajo y hacía gestos hostiles en mi dirección en tanto media docena más
apoyaban con gestos y murmullos a la embarazada.
- Si me dejan explicarme…-,
me atreví a insinuar.
- Son todos iguales-,
exclamó la masticadora de chicle-. Piensan que pueden humillarnos con sus
favores. ¡Cómo si no tuviéramos dignidad!
E hinchó una enorme pompa
que le estalló sobre la nariz.
La señora gorda se removió
entonces tratando de escapar de las barras que la aprisionaban, alborotando todo
el autobús. Al fin pareció encontrar acomodó para dirigirme una perorata
incomprensible. Hablaba con ahogo, se le escapaba el aire por los dientes ralos
y jadeaba al final de cada frase como si fuese a expirar en brazos de las demás
mujeres.
- ¿Le gustaría, caballero,
caso de ser usted el embarazado que, por el solo hecho de serlo, se le
ofreciese asiento como si estuviera impedido?-, dijo sosegándose un tanto para
que se la entendiera. Luego se volvió a la embarazada para continuar: Sí, hija,
sí, piensan los hombres que si estamos embarazadas no servimos para nada y
hemos de quedarnos en casa inútiles y desvalidas.
Un coro de voces se alzó
apoyando sus palabras, mientras me zahería a degüello y daba muchas razones por
las que debía callarme, abrir la boca sólo cuando debiera y no dejar en tan mal
lugar a una mujer por el mero hecho de hallarse en estado quién sabe por qué
hombre, que esa era otra historia pues a lo mejor había que mirar en ello y averiguar si no era una preñez forzada.
Traté de defenderme alegando
inocencia, pues si alguna persona había allí, en aquel instante, verdaderamente
embarazada, era yo por mi mala suerte, pero se alzó el grupo de voces femeninas
protestando y hasta una pandilla de chicas jóvenes, al fondo del autobús, pidió
al conductor que parase y me obligara a bajar, pues no les era cómodo a ninguna
de las mujeres presentes ir en compañía de un hombre que albergaba semejantes
sentimientos hacia ellas.
- ¡Qué más quisiera que
poder bajar!-, pensaba yo en mi ánimo viendo cómo el autobús se alejaba del
centro y entraba en los sórdidos suburbios del extremo opuesto de la ciudad,
siendo inútil cualquier intento de levantarme del asiento aunque fuera eso lo
que pedían ya todas las mujeres e incluso algunos hombres que se les habían unido
en sus demandas y me echaban en cara el flaco favor que, con mi actitud, estaba
haciendo al colectivo varonil.
Cuando llegamos al final de
línea me sentía abrumado, trémulo, perdido, desbordado por un súbito desconcierto.
Me hundí en el asiento mientras los viajeros desalojaban el autobús entre
miradas torvas, ademanes despectivos y alguna obscenidad. Fue el conductor
quien me advirtió de la última parada.
Bajé. Traté de orientarme
en aquellas callejuelas desconocidas y empecé a andar.
Nunca he vuelto a tomar un
autobús.