sábado, 7 de diciembre de 2013

Máscaras



Todos llevan su máscara. O casi todos. Aún quedan rebeldes como yo que vamos a cara descubierta, pero cada vez somos menos. Y cualquier día de estos terminaremos cediendo a las presiones del Departamento Instructor de Máscaras. Las visitas, las sugerencias, la vigilancia a que somos sometidos por los inspectores del Departamento comienzan a hacerse insoportables. Es como tener en la nuca la mirada fija de un leproso que amenaza con contagiarnos su enfermedad.
La máscaras confieren personalidad a los individuos, encubren el yo ficticio y los hacen mostrarse tal cuales son. Al menos eso dice la propaganda oficial.
En realidad pienso que la máscara distorsiona la mente y la voluntad de las personas y las emplaza a seguir las directrices del poder. Pero esto no puedo expresarlo en voz alta, como mucho deben ser esbozos de mi mente, sin elaborar conclusiones que me podrían acarrear serios disgustos.
He taladrado las paredes de mi habitación para observar, a través de los pequeños agujeros, los otros dos dormitorios de la casa. El de la derecha es el de mi hermana. A la noche se retira ingrávida, como una aparición etérea, y cuando cree que todos dormimos la veo levantarse de la cama. Está triste y desanimada. Busca asiento frente a la mesita de maquillaje y enciende la luz de encima del espejo. Sus dedos aparentan cristales por lo frágiles y transparentes. Parece que se le fueran a quebrar al menor descuido. Se cepilla la melena de oro, que dice mi madre, mientras penetra los secretos del espejo buscando alguna arruga que pueda afearla, pero no la encuentra porque mi hermana es hermosa, una de las chicas más guapas de la ciudad y está a salvo de esas imperfecciones. Así un día y otro, casi inane, sin sorpresas.
En una ocasión se quitó la máscara para lucir en todo su esplendor. Quedé sin habla viendo brillar su rostro, envuelto en un halo de belleza que no me es dado describir. Al principio pareció dudar, permaneció suspensa un instante, pero enseguida se acarició las mejillas, hundió los dedos en la melena, alborotándosela, y se puso a danzar en el centro de la habitación. El camisón se le enredaba en el cuerpo a cada giro vertiginoso del baile formándosele una especie de tirabuzón en las piernas que le hacía trastabillar para ir a caer sobre la cama. Se levantaba ahogando un puñado de risas e iniciaba de nuevo la danza. Estuvo así una y otra vez hasta que acabó agotada. Fue al espejo, pasó la mano por él, acariciando su imagen y besó sus propios labios.
Cuando se volvió tenía colocada de nuevo la máscara y otra vez la encontré apagada, vana e intranscendente aunque seguía siendo hermosa.
La pared de la izquierda da a la habitación de mis padres. Desde mis primeros recuerdos, siempre fue un lugar frío, empachado de tristeza. Los veo entrar a ambos. Retiran el embozo de la cama, cada uno en su lado, y comienzan el ritual de desnudarse. Yo me retiro unos instantes del agujero para respetar la intimidad del acto esperando a que tengan vestidos los pijamas. Luego, sigo mirando, veo cómo se dan un beso de buenos noches, tan casto como el de una madre a su pequeño, y se acuestan dándose la espalda. Enseguida oigo el silbo agudo de la respiración de mi madre y el más espeso de mi padre mezclado con algún ronquido.
Siempre los había conocido así, con máscara, mas desde que tuve ocasión de ver el rostro de mi hermana al natural, sentí deseos de saber cómo serían sin ella y puse más empeño en espiarlos, aunque las noches seguían transcurriendo iguales. Como los días.
Esta monotonía puede llegar a romper los nervios. No hay posibilidad de discrepar. Si se me ocurre hacerlo, la sonrisa de mis progenitores se agranda hasta adquirir dimensiones colosales de aceptación. A veces, sólo por comprobar hasta donde puede llegar su servidumbre a los dictados de las máscaras, rechazo un plato o hago gestos de disgusto a una fruta y es maravilla comprobar su aquiescencia a mis deseos, eso sí, reprobando con dulzura mi poca predisposición a colaborar en la idealización que el sistema ha difundido como hogar perfecto.
El enfrentamiento, los criterios dispares, no tienen cabida en las familias. Como no tiene cabida en la sociedad la delincuencia, el gamberrismo, la vida disoluta, el alboroto, ni tan siquiera la celebración festiva de una efeméride familiar. La policía se aburre extraordinariamente y nadie es capaz de explicar el mantenimiento de un cuerpo represivo cuyas intervenciones ni los más ancianos recuerdan, si es que un día las hubo. En algún papel amarillento figuran crónicas de violencias y delitos, pero no pueden mantenerse tales afirmaciones como ciertas y se consideran producto de la imaginación desbordada de algún cronista.
Una noche, después de cenar, mis padres se mostraron más amables de lo habitual con mi hermana y conmigo. Cuando se levantaban de la mesa venían a nosotros para darnos un beso en la frente. Era un ósculo frío, de circunstancias, con el que daban fin a la jornada antes de retirarse a su dormitorio. Pero aquella noche se extendieron en afectos desacostumbrados.
- Buenas noches, querida.
- Buenas noches, querido.
- Que tengáis felices sueños.
- No os acostéis tarde. El descanso es beneficioso.
- Felices sueños de nuevo.
- Y no recojas la mesa, cariño. Mañana lo haré yo.
Había algo extraño en su comportamiento. La curiosidad me picó hasta el extremo de desear inmediatamente las buenas noches a mi hermana deseoso de ir al puesto de observación de mi dormitorio.
Cuando miré habían cumplido el ritual de retirar el embozo de la cama y estaban desnudándose, pero contrariamente a lo sucedido hasta entonces no se pusieron las ropas de dormir, sino que quedaron los dos frente a frente semejantes a enemigos que fueran a acometerse, mostrando la carnaza de sus deseos incontrolados.
Y quedé maravillado cuando, a una, como si lo tuvieran acordado, se quitaron las máscaras arrojándolas al suelo y se me aparecieron extraños. No eran mis progenitores, amantísimos padres cargados de cariño y afecto, preocupados por el porvenir de sus hijos, celosos guardadores de las virtudes familiares. El rostro de mi padre reflejaba la concupiscencia más fiera que jamás pude sospechar en un ser humano, mientras en el de mi madre adiviné el deseo brutal de entregarse sin restricciones. Cayeron ambos sobre la cama, enredados en obscenidades propias de las bestias recluidas en las reservas de los páramos, jadearon como animales sedientos de apareamiento, los vi buscarse uno a otro atentos solo al placer lujurioso en toda su descarnada realidad.
No supe el tiempo transcurrido. Pudieron ser segundos u horas. Mi padre quedó exangüe, tendido sobre el lecho, mostrando sin pudor las vergüenzas de su animalidad y, al lado, mi madre buscaba su protección procurándole la sensualidad de besos y caricias.
Me retiré del punto de observación horrorizado de aquel acto monstruoso que no habría sido capaz de imaginar, ni aún creer si otra persona me lo hubiera contado. Cuando me tranquilicé y volví a mirar, ambos se habían colocado la máscara, estaban vestidos con sus pijamas y dormían plácidamente, dándose la espalda como tenían por costumbre.

…..          …..          …..

Hace dos días recibí una nueva citación del Coordinador del Departamento Instructor de Máscaras. Semejaban sabuesos olisqueando la presa. Sin ceremonias ni presentaciones me introdujeron a la Sala de Audiencias. Era una habitación casi vacía, tan huera de calor y hospitalidad como los sentimientos del individuo que me esperaba, ahorcajado en una silla, abrazado a un perrillo tiñoso y disparatado que ladraba a cuanto se movía.
Desde el techo, una lámpara dejaba caer los chorros de luz sobre la mesa de cristal. El individuo del perro me indicó una silla ingrávida que parecía formar parte de una fantasmal decoración con sus formas de líneas imposibles. Durante horas perdí la noción del tiempo atento sólo a una cháchara monótona e insufrible sobre las excelencias del uso de las máscaras. Yo me defendí con asertos válidos, pero mi interlocutor los desmenuzó uno a uno, convirtió en polvo y dispersó en el aire sin perder la compostura ni alzar un ápice la voz.
Mi intransigencia, según él, estaba provocando un vómito institucional que afectaba a amplios estamentos sociales donde ya habían empezado a dibujarse grietas que terminarían acarreando el desmoronamiento del sistema con consecuencias difíciles de prever.
Luego, dejando el asqueroso chucho en el suelo para que corriera a sus anchas y me ladrase cada vez que pestañeaba o respiraba, se acercó a mí con voz meliflua, algo aflautada como la de quien quiere embaucar sin argumentos. Y, de rodillas, abrazado a mis pies, me suplicó que accediese a portar la maldita máscara. Cuando dijo lo de maldita noté cómo se le quebraba la voz, un instante, en un conato de ira reprimido.
Mi natural sensiblero me movió a lástima por este lacayo del sistema sintiéndome incapaz de negarle mi ayuda. No quería ser yo causa de desasosiegos en su ánimo ni motivo de desarraigo o pérdida de prebendas.
- Vale, pero sólo unos días. Después volveré a mi natural-, le dije
 Al oírme hablar así vi que se le contraía el rostro en un rictus difícilmente descifrable y empezó a besarme las manos. Luego se volvió al perrillo para reñirle, conminándole a dejar de ladrarme pues, le explicó como si pudiera entenderle, estaba delante de un hombre que a partir de ese momento iba a ser un ciudadano ejemplar al servicio de la sociedad. Y sin dejar de hablar con el perro señaló un rimero de máscaras, apartado en un rincón de la habitación, que hasta ese momento no había visto.
- Toma la de arriba. Es la tuya-, dijo autoritario.
Me aupé sobre el montón que se elevaba varios palmos sobre mi cabeza para coger la de encima. Al ponérmela sentí que un terror convulso atenazaba mis dedos.
- ¿Quieres mirarte?-, me llegó la pregunta desde detrás de un espejo aparecido de no sé donde.
Me miré y hube de admitir que la máscara me confería prestancia. Estaba cómodo con ella y no tuve deseos de quitármela. Después de todo me quedaba muy apañada. Quién sabe, quizá no fuera tan terrible formar parte de un sistema jerarquizado.
Al salir del Departamento Instructor de Máscaras creí ver una sonrisa de triunfo en el Coordinador, mientras se frotaba las manos. Pero pudo ser un reflejo de mi torpeza en el uso de la máscara. En pocos días me acostumbraré a ella y veré la realidad sin distorsiones.
Es lo que me han dicho.



sábado, 2 de noviembre de 2013

Somos como somos



Siempre lo mismo. Astucia incontrolada e incontrolable. Las idas se hacían eternas, las venidas jamás llegaban a cumplirse. Y el bochorno no ayudaba a despejar la desidia de los agosteros apoyados en los varales.
Era el infierno. Sólo lo sabían quienes baldaban sus cuerpos recogiendo los granos desperdigados tras la siega. Eran mujerucas anónimas, agobiadas por la necesidad.
Desde la sombra afilada del mediodía los hombres burlaban con frases de desprecio a las hembras. Podían estar entre ellas las madres, las hijas, las esposas de cada uno de ellos, pero la necesidad de regocijarse superaba todos los pudores y barbotaban obscenidades.
La impudicia de sus lenguas era un tesoro demasiado precioso para desperdiciarlo en dialécticas de salón. Por eso disparataban a la carrera mientras engullían tasajos de pernil entre toque y toque al pellejo.
- ¡Rediós!
El juramento se mezcló en los labios del blasfemo con la gota de sudor que le corría por la mejilla.
- ¡Rediós! Mantengo que no hay hembra como la Remigia.
Se alzó un hombretón como un castillo y fue hacia el intrigante. La navaja, grasosa de tocino y adobo, restañaba su advertencia contra el sol.
- No es para tanto, ¡bordones!
- A la Remigia, no.
- Era broma.
- ¡No hay bromas con mi Remigia!
- Espera.
- Abrenuncio.
Y desapareció el acero en el cuarto espacio intercostal izquierdo del bravucón. Se dobló como un saco vacío y rodó por el suelo.

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A la salida del cine el grupo de amigos alaba el buen hacer del director. Ninguno recuerda su nombre pero saben que se le mienta con unción en ambientes de culto. Es todo un personaje en el mundo cinematográfico. Hablar mal de él supone hundirse en el fango de la ignorancia, ser desterrado con la mediocridad.
Por eso parlotean y dicen palabras altisonantes aunque desconozcan su significado:
- ¡Hórrido!
- ¡Hierofante!
- ¡Enfurruñado!
- ¡Díscolo!
- ¡Cáustico!
- ¡Fétido!
- ¡Túrbido!
- ¡Antifonario!
Alguien expone una idea sobre el destino de los dioses griegos aupados en su mediocridad y todos le aplauden con entusiasmo, sin saber el por qué de semejante tontería.
Caminan dejando ronchas en las esquinas. La noche es lóbrega, como los sentimientos de culpabilidad del condenado a muerte que se dirige a su destino final, y no atinan por donde andan. A la luz del ventanuco que se abre en un piso bajo se dan las manos, abrazan, besuquean, despiden, toma cada uno, en fin, el camino de su casa.
- ¡Adiós!
- Buenas noches.
- Buenas…
- Con Dios.
- Abrígate que rezuma.
Arcadio es el más bajo del grupo. De edad imprecisa, entre cuarenta y cincuenta, columpia la pequeñez de su cuerpo sobre dos piernas entecas. Camina dando saltitos. Si hubiera un ápice de luz alguien podría confundirle con un saltamontes huyendo da la hembra depredadora.
Cuando se ha alejado de sus compañeros escucha con atención para cerciorarse de que está solo, antes de sacar una linterna eléctrica con la que se alumbra. No lo ha hecho hasta ahora por reserva. Buscar el camino en aquella caterva de callejuelas, ayudándose de una luz, habría sido humillante para su dignidad de pandillero. Todos ellos se ufanan de poder moverse en la oscuridad más absoluta. La lumbre es un recurso grosero para el taimado grupo de necios al que pertenece, pero ya a solas no le parece tan malo tener con qué guiarse en la negrura.
Camina seguro a la luz de la linterna. Al pasar junto a un solar oye alboroto de bufidos y roces. Dirige el rayo de luz hacia el ruido y ve varios ratones correr, perseguidos de cerca por una pareja de gatos.
- ¿Los alcanzarán?
Pero los ratones huyen por un horado desapercibido en el muro del fondo. Los dos gatos quedan chasqueados y durante unos instantes cambian acaloradas impresiones justificando la pérdida de la caza con maullidos y zalamerías. Al fin, el que parece llevar la voz cantante zanja la disputa con un bufido y se van.
- Otro día caerán-, piensa Arcadio.
Cuando llega a casa se le asienta en los pechos una cólera silenciosa. Su espíritu semeja un mar agitado por la galerna. El orden, su orden, ha sido agraviado. Los libros descansan en las estanterías, el fregadero está vacío de los platos con restos de comida de siete días, el retrete huele a camomila, la inviolable capa de polvo, añosa como el edificio mismo, ha desaparecido.
Mira abobado. De detrás de un biombo se desprende la figura de una joven. Cela la rotundidad de sus formas con un aparatoso vestido difícil de describir, aunque a ratos parece ir desnuda de tan tenues las sedas. Semeja una ondina escapada del lago.
- He arreglado el piso.
- Lo has abominado.
- Estaba impresentable.
- No ha de venir la basca en esta tesitura, pues me abochornaría.
- Modernitos irredentos les diría yo.
- ¡Qué sabrás!
- Te conozco, Arcadio. Aborreces esas verrugas que le han crecido a tu pasividad de hombre.
- Son de los míos. Compañeros de farra.
- A vana fortuna te arrimas.
- Se exige un orden para ser alguien.
- ¿No eres alguien conmigo?
- También he de serlo con ellos.
- Amanerados todos.
- ¿Dices…?
- Ceban murmuraciones que en ti no cuadran.
- La gente respira sentimientos de envidia y los vomita. No han de tenerse en cuenta.
- Pero la gente suma. Y divide, que es lo malo, y cuando divide las honestidades quedan mal paradas.
- Eso es desaliño vecinal, mala peste de la convivencia.
- Murmuraciones que envenenan.
- No nos hacen daño. Somos tan machos que despreciamos a las hembras… y a los murmuradores. ¿Qué hay de malo en ello?
- La falsía.
- Nunca nos verán con mujeres. Sólo vino y tabernas.
- ¿Por qué, entonces, te me arrimas?
- Tú no eres…
- ¿Hembra?
- Hembra soberana eres. Quise decir…
- Olvido de tu terquedad diaria.
-  Sí.
- Es algo.
- Es mucho.
- Mañana…
Una mano apaga la luz y se deslizan las sábanas del lecho.
¡Al diablo la parva jaranera! Mañana será otro día. Vendrá con su ración de vasallaje tribal a la comuna, veneración al cine de culto, trompicones contra las esquinas en la oscuridad buscada, alboroto libreril en las estanterías, restos del desayuno en tazas y cubiertos.
Y los gatos volverán a la greña con los ratones. Corridas, maullidos, silencios...
Pero eso, mañana. Ahora es tiempo de una noche tremenda, plagada de presagios.
Somos como somos, difíciles de cambiar.

sábado, 12 de octubre de 2013

Roberto



Roberto es sentimental por naturaleza. O lo era. Quizá lo sea todavía, aunque después de lo ocurrido hoy no lo tiene muy claro.
Comenzó todo esta mañana cuando salió de casa. A la vuelta de una esquina se encontró con el crío. Gimoteaba, sentado en suelo, preso de espasmos.
- ¿Qué te ocurre, pequeño? ¿Te has perdido?
El niño clavó en él los ojos, enrojecidos por el llanto. Tenía las mejillas húmedas, cubiertas por churretes de un moco amarillento que se había restregado con la mano. Las pupilas, abiertas al miedo, reflejaban la angustia que debía sentir ante su desvalimiento. Hipó un par de veces y alargó su manecita. Roberto le asió de ella y se dirigió a la comisaría más cercana.
El guardia era un hombre acostumbrado a mandar y ser obedecido. Le recibió tras una mesa de madera a rebosar de papeles y hostilidad. Sin responder a su saludo le miró fijamente desnudándole el alma para descubrir al delincuente que podía albergar en su interior. Estaba acostumbrado a detener malhechores y los olía a distancia.
Roberto carraspeó inquieto.
- Traigo este niño-, acertó a decir.
- ¿No lo quiere?
- Sí, lo quiero, pero…
- Sin peros. Si lo quiere, quédeselo.
- … pero, no es mío.
- ¿Y si no es suyo por qué lo tiene?
- Me lo he encontrado.
- Eso dicen todos, pero habría que verlo.
- ¿Qué se ha de ver? Me lo he encontrado y vengo a dejarlo aquí.
- ¡Ah, si todo fuera así de sencillo! No, caballero, el niño lo ha traído usted. En tanto no se aclare la situación el niño es suyo y su abandono podría acarrearle graves consecuencias.
- Me explicaré, agente…
- Está claro. Sobran explicaciones superfluas. Usted tiene un niño, no lo quiere, lo trae para que nosotros nos hagamos cargo de él. Está clarísimo. Abandono de patria potestad. Veamos…
Y se aplicó a consultar un grueso manual de reglamento.
El pequeño seguía aferrado a la mano de Roberto. Miraba hacia arriba como una imagen suplicante de María dolorosa.
- Aquí lo dice-, el policía señaló con el índice un párrafo en la página abierta-. Artículo 154 y siguientes del Código Civil: relaciones paterno-filiales. Caballero, se ha metido en un buen lío.
- Pero…
- Los peros los dará usted al juez. Acompáñeme, señor. Y no suelte al niño de la mano o habrá de vérselas conmigo.
Los introdujeron a ambos en un vehículo policial. La sirena aullaba enloquecida mientras atravesaba la ciudad lo que hizo las delicias del crío a quien pareció escapársele el miedo del cuerpo y hundirse en un extraño trance de regocijo.
Les hicieron esperar en un cuartucho de dos por tres, sin ventanas, iluminado por un fluorescente en continuo parpadeo que dañaba los ojos. Al cabo de un rato apreció una matrona de formas rotundas en busca del pequeño. Luego empezó la larga espera. Roberto no supo el tiempo transcurrido. Pudieron ser minutos, horas, quizá días. Aquellas cuatro paredes le miraban ominosas, burlándose de su soledad.
Por fin fueron a buscarle para comparecer ante el juez.
Los jueces suelen ser hombres de catadura cetrina, rostro anguloso y mirada fría. Todo muy estudiado para amedrentar al acusado en las vistas preliminares, desarmarlo y conseguir una declaración de culpabilidad que evite procesos judiciales engorrosos. Pero Roberto se encontró ante un hombrecillo menudo, redondeado de vientre como una pipa de amontillado, ojos alegres, ademanes paternales y sonrisa a medio camino del perdón que, aupado en un estrado, ojeaba el legajo de su expediente por encima de unas gafas de montura de nácar.
- Caso curioso-, decía cada vez que pasaba una de las hojas-. Curioso, extremadamente curioso...
Cuando terminó la lectura se ajustó los lentes sobre el puente de la nariz y preguntó:
- ¿Roberto Barquillo?
- Sí.
- Si, señoría-, corrigió el hombrecillo.
- Perdón. Sí, señoría.
El juez pareció sentirse inclinado a la benevolencia y sonrió.
- ¿Ha sido condenado alguna vez por rapto o secuestro?
- Nunca, señoría.
- ¿Robo con escalo?
- No, señoría.
- ¿Muerte dolosa?
- No, señoría.
- ¿Malversación? ¿Inmoralidad? ¿Perversión? ¿Dejación? ¿Estulticia? ¿Abulia? ¿Dengue? ¿Mal de bubas? ¿Ablación escrotal? ¡Responda! ¡Vamos, responda!
- ¡No, no, no, no, no! ¡Nunca, señoría!
- Ha dudado.
- No he dudado, señoría. Eran demasiadas preguntas.
- Preguntas sencillas, concretas, fáciles de contestar.
- Me han llegado en montón.
- ¿Diría que le he acosado?
- No osaría tal, señor juez.
- Pero sí osa desprenderse de un niño.
- Una criatura encantadora, señor juez.
- Criatura a la que quiere abandonar.
- No, ¡así me condene si lo hiciera!, jamás abandonaría a un ser indefenso. Pero, no es hijo mío.
- ¿Espurio?
- Lo he encontrado en la calle.
- ¿Recoge a cuantos niños se encuentra en la calle?
- No, señoría.
- ¿Y de quien es hijo?
- Debería preguntárselo a él, señoría.
- Se lo pregunto a usted. Usted lo ha traído.
- Necesita un padre. Necesita a sus padres.
- De quienes usted lo ha apartado.
- Lo he recogido.
- Con perversa intención.
- No tal.
- Eso se verá.
Un mazazo encima de la mesa dio fin al interrogatorio.
Ahora los han vuelto a encerrar a los dos en la habitación del fluorescente parpadeante. Al niño le han arreglado, lavado la cara y adecentado las ropas. Le han dado un pedazo de pan con chocolate que come, sin prisas, mientras mira a Roberto sonriente, con agradecimiento. Entonces se da cuenta el hombre de que lleva sin comer desde por la mañana y debe de ser ya muy tarde. El aguijonazo del hambre en el estómago se lo recuerda.
Mira al pequeño con envidia de pan y chocolate mariposeándole las tripas.
- Caso curioso-, murmura, por lo bajo, remedando el gesto concentrado del juez-. Curioso, extremadamente curioso…




sábado, 7 de septiembre de 2013

El concierto



El silencio, como plomo derretido, se abatía sobre los espectadores. Los hombres estiraban el cuello huyendo de roces almidonados, mientras las damas se afanaban en dar a sus pechos aire de picarona insinuación.
El trombón se acomodó con teatralidad y aplicó los labios a la boquilla.
Podía oírse el batir de las pestañas.
Vibró el primer acorde haciendo temblar las lágrimas de la araña que colgaba del techo. En algún palco, una mano de enamorado buscó el brazo de la amada y ambos se estremecieron.
Ahora el arpegio debía estallar como una erupción de notas ensordecedoras. El trombón hinchó los labios y se aprovisionó de aire pero al soplar sus intestinos tuvieron la ocurrencia de expelerlo por el conducto extremo y un trueno infamante arrebató la sala.
El amante quedó suspenso, la joven desilusionada, el maestro corrido y los espectadores joviales.
Un éxito de concierto.

jueves, 18 de julio de 2013

Un cadáver en descomposición



Vivo en un edificio anónimo aquejado de escrofulismo. Es de la época de los césares, quiero decir antiguo. Los vecinos de los pisos altos se desgañitan exigiendo ascensor, pero nadie les hace caso. A mí me da igual. Vivo en el segundo piso y me venteo a las mil maravillas.
Las escaleras tienen algo de siniestro. Por toda luz se bambolea, en cada descansillo, una bombilla moribunda en la que las moscas han dejado el pespunte de sus deposiciones  El crujido del maderamen augura el trabajo tenaz de las carcomas y obliga a agarrarse, precavidamente, al pasamano de madera noble, atacado de mataduras y muescas.
Anoche llegué a casa a esa hora en que las calles de la ciudad se ensucian con el plomo de la atardecida, cansado, después de una jornada de trabajo. Al llegar al descansillo del primero me detuve. A la luz cenicienta de la bombilla comunal se unía la proveniente del piso, a través de la rendija que dejaba la puerta entreabierta. Una puerta abierta es peligrosa. Todos los días se oyen casos de robos, asaltos con escalo, incluso violaciones. Tanteé con la mano la madera que se abrió de par en par. Estaban las luces encendidas. Di voces, llamé al timbre pero nadie contestó, aunque a lo lejos creí percibir rumor de tules y aromas de mujer.
- Voy a entrar-, dije alzando la voz-. Soy el vecino de arriba.
La casa parecía vacía. Podía oír el silencio golpeándome los tímpanos mientras avanzaba por el pasillo. De pronto, al pasar frente a una puerta, me sentí observado. Allí estaba ella lánguida, dejada, deslumbrante, ofreciendo a mi imaginación formas de sinuosa transparencia tras las gasas del vestido. Sonreía como sólo a las diosas les es dado sonreír. Porque me pareció una diosa griega aupada en la cima de un Olimpo personal, el mío.
- Eres mi vecino, ¿verdad?-, me preguntó. Su voz sonaba dulce.
- Perdona-, balbuceé, haciendo ademán de retirarme.
- No, espera-, me detuvo con un gesto lánguido de su brazo blanco, tan blanco como lo pudiera ser la más blanca nieve-. Acércate. Te estaba esperando.
Se apartó del dintel y me dejó paso. La habitación era un laberinto de cendales perfumados, profusamente iluminado por un centenar de marfileños hachones.
- Toma, bebe.
La copa contenía un vino espeso de paladar dulzón.
La bebí. Debía ser zumo de ambrosía porque me encendió el corazón con sentimientos desconocidos. Desde algún rincón de la casa llegaban los efluvios amortiguados de una sonata, mientras un torbellino de femineidad me arrastraba al más voluptuoso de los placeres. Mis sentidos empezaban a embotarse.
- Déjate llevar-, susurró a mi oído.
Me dejé llevar a un pozo de sensaciones inéditas donde cada momento acopiaba eternidades y las eternidades transcurrían en instantes, mientras Afrodita se enseñoreaba de la noche.
De madrugada, apenas hace unos minutos, se ha desmadejado sobre el lecho, totalmente dormida, y yo estoy a punto de hacerlo. Las sábanas se movían al ritmo de su respiración pausada cuando me he despedido de ella con un beso en la frente. Se ha quejado, un quejido dulce, como todo en esta noche.
Pero no he llegado a acostarme. Apenas he entrado en mi piso cuando se ha llenado la casa de griterío, pasos precipitados por la escalera y golpes recios en paredes y puertas. He abierto con los ojos enfebrecidos por la vigilia. Un policía uniformado cubre la puerta de marco a marco como una grosería del duermevela en que me columpio.
- ¿Ha visto u oído algo extraño últimamente?
No acierto a abrir el ojo izquierdo. Me llevo la mano al lagrimal para quitarme el empasto imaginario de una legaña endurecida y presto atención al hombre de uniforme.
Debo mirarle con estupor porque hace acopio de paciencia antes de repetirme la pregunta:
- ¿Ha visto u oído algo extraño últimamente?
- Sí, sí-, contesto precipitadamente-. La música del vecino de arriba. Es insoportable. Empezará enseguida. ¡Pumba, pumba, pumba! No es música, es ruido, ruido machacón. He protestado, ¿sabe?, pero se ríe de mí. Abre mucho la boca como una merluza cuando boquea, pero no me contesta ni dice palabra. Sólo boquea. Creo que es estúpido.
- Arriba, no. Abajo, en el piso de abajo-, me dice el policía, remarcando la aclaración con un dedo señalando al suelo.
¿Abajo? ¡Es el piso de la…! Me guardo la exclamación para mi coleto haciéndome el distraído como si no hubiera entendido. En realidad no entiendo lo que ocurre, por qué está allí aquel policía haciéndome preguntas, cómo puede molestarse a un ciudadano a esas horas tan tempranas para señalarle con el dedo el piso de abajo, de dónde viene el ajetreo que se oye por las escaleras, los gritos, el alboroto, todo el caos que invade el edificio. Quizá estoy soñando. Pero, no. El policía me machaca, insistente, tratando de averiguar si sé algo de lo que no sé.
Por fin, decido enfrentarme a la realidad:
- ¿Qué ha sucedido? Si me lo dice, acaso pueda ayudarle en algo.
- Se trata de la muchacha del primero. La han encontrado estrangulada. Por la descomposición del cadáver debe llevar muerta cerca de un mes.
- No, no he oído nada. Perdone-. Y cierro la puerta con brusquedad.
Desde aquel día bajo y subo apresurado, sin detenerme en el primer piso. Un silencio ominoso se ha apoderado del descansillo y la puerta no ha vuelto a abrirse.