lunes, 7 de febrero de 2011

El nuevo trabajo

Me paso el día amontonando cajas en un almacén inmenso, de techos altísimos. Son cajas de todos los colores, tamaños y formas. Grandes, pequeñas, menudas, normales. Algunas pueden contener un enorme tractor o hasta un edificio de dimensiones regulares; otras las supongo destinadas a contener zapatos o electrodomésticos, por el tamaño, y las más pequeñas, lo son tanto, que no cabría en ellas ni un anillo de compromiso, aunque, pienso, alguna utilidad tendrán pues para nada no tendría objeto traerlas a este almacén Las hay de colores combinados como si se hubieran derramado sobre ellas botes de pintura espesa, otras son blancas, o verdes, o negras; algunas ni siquiera están pintadas, son del color del cartón sencillamente. La mayoría tienen forma cuadrangular, pero llegan también cajas cilíndricas, cónicas, esféricas y no faltan las de extrañísimas formas, casi amorfas, como destinadas a contener pesadillas de algún fantasma de la noche.

Las descargo a la puerta desde camiones, furgones y coches particulares. Hasta a pie me traen algunas. Suelen ser recaderos que llegan presurosos, miran el gran letrero de letras negras del dintel, murmuran un “aquí dejo esto” y siguen su camino.

A quienes me traen grandes cantidades los hago esperar hasta contar todas las cajas, comprobar su forma, tamaño y color con la nota de envío y firmársela si está conforme. Los chóferes me miran con desconfianza y tienen un gesto huraño. Deben creer que pretendo engañarlos diciéndoles que no han llegado todas las cajas de la lista, para quedarme con ellas, aunque yo no entiendo qué podría hacer con ninguna de estas cajas. No me servirían para nada. Si acaso las pequeñas, no esas minúsculas sino las otras, las de tamaño un poco mayor, para guardar los zapatos que ahora tengo en el armario del pasillo sin orden ni concierto; pero tampoco: me he acostumbrado a tener los zapatos en libertad y sentiría pena por ellos si los viera encerrados entre las angosturas de unos cartones. Ellos que sigan mirándome con desdén. Tienen que esperar y aguantarse. A alguno le hago creer que me he equivocado y vuelvo a mirar todas las cajas. Hincha, entonces, los carrillos como si fuese a explotar y bufa por lo bajo mientras da patadas de impaciencia en el suelo. No es que me guste esto, pero si no me dirigiesen esas miradas sería más atento con ellos y los despacharía antes.

Bueno, pues cuando tengo las cajas listas y comprobadas comienzo a buscarles acomodo en el gran almacén. Es lo más difícil de este trabajo porque no basta con colocarlas de cualquier manera y donde se me antoje. Según la forma, color y medidas deben ir a un lugar u otro. Las cuadrangulares son las más fáciles de colocar, se ponen ellas solitas y no me dan mucho trabajo, pero otras son más complicadas de convencer para que permanezcan en el lugar designado. Sobre todo las esféricas y las amorfas. ¡Dios! Las esféricas porque ruedan y no hay manera de sujetarlas. Yo tengo mi truco: las coloco entre dos pilas de cajas ya colocadas, pongo en los frentes una hilera de cajas cuadradas y comienzo a llenar el hueco con las esféricas. Conforme sube la altura voy colocando nuevas ringleras de cuadradas y de ese modo las tengo sujetas.

Algo parecido hago con las cajas sin forma definida, pero son tan extrañas y tienen tal cantidad de curvas y salientes que me desquician a veces y chillo y grito y pataleo como los chóferes a los que hago esperar, pero con mucha más fuerza y rabia. Al final todas las cajas encuentran su sitio y entonces me voy a casa a descansar, para volver al día siguiente y empezar de nuevo la tarea.

Con ser grande el almacén yo creía que debía llenarse algún día. Entonces vendría el dueño y me diría “el almacén está lleno, déjalo ya y vete”. Me pagaría el sueldo, me liquidaría los atrasos e iría al paro; pero no sucede nunca porque el almacén jamás se llena. No lo entiendo, meto cajas y más cajas, montañas de cajas todos los días y siempre hay sitio para más, siempre caben más. Es como si alguien las comprimiese cuando cierro la puerta, al irme por la tarde, e hiciese hueco para las nuevas remesas de cajas del día siguiente. Hasta he llegado a pensar si será cosa de brujería, aunque no creo pues no he notado nada raro en el almacén, ni ruidos, ni sombras, ni arrastrar de objetos o corrientes de aire. Todo es normal, pero el misterio subsiste y yo sigo metiendo cajas y cajas, centenares, miles de cajas en este almacén de vientre insaciable.

La monotonía de este trabajo está acabando con mis nervios. Por las noches sueño que sigo apilando cajas en torres inmensas que sobrepasan las nubes y llegan hasta el sol. Tengo que alcanzar con la caja más alta la curva del cielo donde habitan los ángeles, pero cuando estoy a punto de colocar la última caja me llaman desde abajo, miro y, al inclinarme, la torre de cartón se bambolea, va a derecha e izquierda y termina viniéndose abajo con ensordecedor silencio. Entonces me despierto sudoroso, abiertos los ojos como platos de postre y la respiración entrecortada. Creo que son los primeros síntomas de la locura. Un primo mío terminó tonto después de pasarse dos años soñando cosas raras, y terminó encerrado en un sanatorio donde perdió, en unos meses, las pocas luces que tenía. Por eso, antes de acabar como mi primo, mirando a ningún sitio, y diciendo tonterías sin sentido, he decidido buscarme otro trabajo, un trabajo que pueda terminar algún día, que no sea eterno como éste.

Y he encontrado uno. Está muy cerca del almacén donde ahora trabajo, de espaldas a él. He hablado con un señor muy serio y de gestos ampulosos. Creo que se da más importancia de la que realmente tiene, sobre todo cuando habla con la voz engolada de quien no está dispuesto a ceder un ápice en su oferta, pero me ha convencido de que soy la persona que está buscando.

Le he explicado mi situación actual, mis miedos, mis pesadillas y el temor de verme abocado a la vecindad de mi primo tonto, y me ha tranquilizado al respecto. Es también un almacén de cajas, pero tengo su palabra de que no habré de descargar ninguna, ni ordenarlas, ni pegarme con aquellas disformes o esféricas tan trabajosas y complicadas para evitar que rueden por los suelos. Además trabajaré de noche; así huiré de mis miedos y pesadillas y evitaré terminar como mi primo.

Estoy contento y ardo en deseos de que amanezca mañana para comenzar en mi nuevo empleo.

Llevo un año en este trabajo. Me paso la noche sacando cajas de un almacén inmenso, de techos altísimos. Son cajas de todos los colores, tamaños y formas. Grandes, pequeñas, menudas, normales. Algunas pueden contener un enorme tractor o hasta un edificio de dimensiones regulares; otras las supongo destinadas a contener zapatos o electrodomésticos, por el tamaño, y las más pequeñas, lo son tanto, que no cabría en ellas ni un anillo de compromiso, aunque, pienso, alguna utilidad tendrán pues para nada no tendría objeto sacarlas de este almacén Las hay de colores combinados como si se hubieran derramado sobre ellas botes de pintura espesa, otras son blancas, o verdes, o negras; algunas ni siquiera están pintadas, son del color del cartón sencillamente. La mayoría tienen forma cuadrangular, peor salen también cajas cilíndricas, cónicas, esféricas y no faltan las de extrañísimas formas, casi amorfas, como destinadas a contener pesadillas de algún fantasma de la noche.

Las acerco a la puerta y cargo en camiones, furgones y coches particulares. Algunos vienen a recogerlas a pie. Suelen ser recaderos que llegan presurosos, miran el gran letrero de letras negras del dintel, murmuran un “¿es aquí dónde tengo que recoger una caja?”, yo se la entrego y siguen su camino.

A quienes tienen que cargar grandes cantidades los hago esperar hasta contar todas las cajas, comprobar su forma, tamaño y color con la nota de pedido y pedirles la firma del albarán si están conformes. Los chóferes me miran con desconfianza y tienen un gesto huraño. Deben creer que pretendo engañarlos diciéndoles que he cargado más cajas de las que figuran en la nota, para quedarme con ellas, aunque yo no entiendo qué podría hacer con ninguna de estas cajas. No me servirían para nada. Si acaso las pequeñas, no esas minúsculas sino las otras, las de tamaño un poco mayor, para guardar los zapatos que ahora tengo en el armario del pasillo sin orden ni concierto; pero tampoco: me he acostumbrado a tener los zapatos en libertad y sentiría pena por ellos si los viera encerrados entre las angosturas de unos cartones. Ellos que sigan mirándome con desdén. Tienen que esperar y aguantarse. A alguno le hago creer que me he equivocado y vuelvo a mirar todas las cajas. Hincha, entonces, los carrillos como si fuese a explotar y bufa por lo bajo mientras da patadas de impaciencia en el suelo. No es que me guste esto, pero si no me dirigiesen esas miradas sería más atento con ellos y los despacharía antes.

Bueno, pues cuando tengo las cajas listas y comprobadas comienzo a cargarlas en los camiones. Es lo más difícil de este trabajo porque no basta con colocarlas de cualquier manera y como se me antoje. Según la forma, color y medidas deben ir en un punto u otro del remolque aprovechando al máximo el espacio. Las cuadrangulares son las más fáciles de colocar, se ponen ellas solitas y no me dan mucho trabajo, pero otras son más complicadas de convencer para que permanezcan en el lugar designado. Sobre todo las esféricas y las amorfas. ¡Dios! Las esféricas porque ruedan y no hay manera de sujetarlas. Yo tengo mi truco: las coloco entre dos pilas de cajas ya colocadas, pongo en los frentes una hilera de cajas cuadradas y comienzo a llenar el hueco con las esféricas. Conforme sube la altura voy colocando nuevas ringleras de cuadradas y de ese modo las tengo sujetas.

Algo parecido hago con las cajas sin forma definida, pero son tan extrañas y tienen tal cantidad de curvas y salientes que me desquician a veces y chillo y grito y pataleo como los chóferes a los que hago esperar, pero con mucha más fuerza y rabia. Al final todas las cajas encuentran su sitio y doy vía libre al camión. Luego me voy a casa a descansar, para volver a la noche siguiente y empezar de nuevo la tarea.

Con ser grande el almacén yo creía que debía vaciarse alguna noche. Entonces vendría el dueño y me diría “el almacén está ya vacío, puedes irte”. Me pagaría el sueldo, me liquidaría los atrasos e iría al paro; pero no sucede nunca porque el almacén jamás se vacía. No lo entiendo, saco cajas y más cajas, montañas de cajas todas las noches y siempre aparecen más a la tarde siguiente. Es como si alguien las trajera de un lugar misterioso cuando cierro la puerta, al irme por la mañana y llenase los huecos dejados por mí durante la noche. Hasta he llegado a pensar si será cosa de brujería, aunque no creo pues no he notado nada raro en el almacén, ni ruidos, ni sombras, ni arrastrar de objetos o corrientes de aire. Todo es normal, pero el misterio subsiste y yo sigo sacando cajas y cajas, centenares, miles de cajas en este almacén de vientre insondable.

La monotonía de este trabajo está acabando con mis nervios. Sueño todos los días que saco cantidades inmensas de cajas que monto en camiones grandes como mundos, imposibles de llenar. Cuando falta una para completar la carga un estruendo pavoroso, cargado de silencios, llega de las profundidades del remolque y se abren vacíos insaciables, pidiendo cajas, cajas, cajas... Entonces me despierto sudoroso, abiertos los ojos como platos de postre y la respiración entrecortada. Creo que son los primeros síntomas de la locura. Un primo mío terminó tonto después de pasarse dos años soñando cosas raras, y terminó encerrado en un sanatorio donde perdió, en unos meses, las pocas luces que tenía. Por eso, antes de acabar como mi primo, mirando a ningún sitio, y diciendo tonterías sin sentido, he decidido buscarme otro trabajo, un trabajo que pueda terminar algún día, que no sea eterno como éste.

Y he encontrado uno. Es en el almacén que dejé el mes pasado. He hablado con un señor muy serio y de gestos ampulosos. Creo que se da más importancia de la que realmente tiene, sobre todo cuando habla con la voz engolada de quien no está dispuesto a ceder un ápice en su oferta, pero me ha convencido de que soy la persona que está buscando.

Le he explicado mi situación actual, mis miedos, mis pesadillas y el temor de verme abocado a la vecindad de mi primo tonto, y me ha tranquilizado al respecto. No tendré que cargar camiones y trabajaré de día…

1 comentarios:

Esther Pardiñas dijo...

Siempre se dijo que casa de dos puertas mala es de guardar... Muy bueno como siempre. Inquietante como una caja vacía que no sabes con qué llenar. Un abrazo Esther

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