La mano provocó un minúsculo roce del arco sobre las cuerdas para arrancar un acorde tenue, casi inaudible, y quedó, luego, en el aire, lasa e inmóvil. Fue un instante sublime. El tembloroso hálito de un pensamiento se habría oído en el ambiente.
El director midió los tiempos con su batuta e hizo la señal. La mano del segundo violinista acercó de nuevo el arco a las cuerdas, con precisión suma, y un golpe violento, como el rayo que golpea la tierra provocando un rugido de dolor, arrancó del alma del violín los vibrantes arpegios de un crescendo que atronó los espacios hasta llenar el teatro de armonías indescriptibles.
Las notas se enredaron en las lágrimas temblorosas de las arañas e invadieron hasta el último rincón de la sala dejando suspenso el ánimo de los oyentes. El gemido, cada vez más intenso, de las cuerdas del violín penetraba en los oídos, cautivaba los ánimos y, antes de que muriese el último acorde, la marea humana saltó de sus butacas y se arrancó en aplausos y gritos de admiración.
El violinista, henchido el pecho de satisfacción y orgullo, se acercó hasta el proscenio, saludó y volvió a su lugar de segundo violín. Lo hizo una vez, dos. Los aplausos arreciaron y se multiplicaron las idas, venidas y reverencias. Por último, el director lo tomó de la mano y se adelantó con él. Un ruido atronador mezcla de aplausos, vítores, hurras y silbidos, los arropó largo espacio de tiempo.
Al fin se hizo el silencio, la orquesta retomó la interpretación y el segundo violinista, rasgó las cuerdas mezclando sus acordes a los acordes anónimos de los demás violines.
Había tenido sus cinco minutos de gloria.
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