jueves, 18 de julio de 2013

Un cadáver en descomposición



Vivo en un edificio anónimo aquejado de escrofulismo. Es de la época de los césares, quiero decir antiguo. Los vecinos de los pisos altos se desgañitan exigiendo ascensor, pero nadie les hace caso. A mí me da igual. Vivo en el segundo piso y me venteo a las mil maravillas.
Las escaleras tienen algo de siniestro. Por toda luz se bambolea, en cada descansillo, una bombilla moribunda en la que las moscas han dejado el pespunte de sus deposiciones  El crujido del maderamen augura el trabajo tenaz de las carcomas y obliga a agarrarse, precavidamente, al pasamano de madera noble, atacado de mataduras y muescas.
Anoche llegué a casa a esa hora en que las calles de la ciudad se ensucian con el plomo de la atardecida, cansado, después de una jornada de trabajo. Al llegar al descansillo del primero me detuve. A la luz cenicienta de la bombilla comunal se unía la proveniente del piso, a través de la rendija que dejaba la puerta entreabierta. Una puerta abierta es peligrosa. Todos los días se oyen casos de robos, asaltos con escalo, incluso violaciones. Tanteé con la mano la madera que se abrió de par en par. Estaban las luces encendidas. Di voces, llamé al timbre pero nadie contestó, aunque a lo lejos creí percibir rumor de tules y aromas de mujer.
- Voy a entrar-, dije alzando la voz-. Soy el vecino de arriba.
La casa parecía vacía. Podía oír el silencio golpeándome los tímpanos mientras avanzaba por el pasillo. De pronto, al pasar frente a una puerta, me sentí observado. Allí estaba ella lánguida, dejada, deslumbrante, ofreciendo a mi imaginación formas de sinuosa transparencia tras las gasas del vestido. Sonreía como sólo a las diosas les es dado sonreír. Porque me pareció una diosa griega aupada en la cima de un Olimpo personal, el mío.
- Eres mi vecino, ¿verdad?-, me preguntó. Su voz sonaba dulce.
- Perdona-, balbuceé, haciendo ademán de retirarme.
- No, espera-, me detuvo con un gesto lánguido de su brazo blanco, tan blanco como lo pudiera ser la más blanca nieve-. Acércate. Te estaba esperando.
Se apartó del dintel y me dejó paso. La habitación era un laberinto de cendales perfumados, profusamente iluminado por un centenar de marfileños hachones.
- Toma, bebe.
La copa contenía un vino espeso de paladar dulzón.
La bebí. Debía ser zumo de ambrosía porque me encendió el corazón con sentimientos desconocidos. Desde algún rincón de la casa llegaban los efluvios amortiguados de una sonata, mientras un torbellino de femineidad me arrastraba al más voluptuoso de los placeres. Mis sentidos empezaban a embotarse.
- Déjate llevar-, susurró a mi oído.
Me dejé llevar a un pozo de sensaciones inéditas donde cada momento acopiaba eternidades y las eternidades transcurrían en instantes, mientras Afrodita se enseñoreaba de la noche.
De madrugada, apenas hace unos minutos, se ha desmadejado sobre el lecho, totalmente dormida, y yo estoy a punto de hacerlo. Las sábanas se movían al ritmo de su respiración pausada cuando me he despedido de ella con un beso en la frente. Se ha quejado, un quejido dulce, como todo en esta noche.
Pero no he llegado a acostarme. Apenas he entrado en mi piso cuando se ha llenado la casa de griterío, pasos precipitados por la escalera y golpes recios en paredes y puertas. He abierto con los ojos enfebrecidos por la vigilia. Un policía uniformado cubre la puerta de marco a marco como una grosería del duermevela en que me columpio.
- ¿Ha visto u oído algo extraño últimamente?
No acierto a abrir el ojo izquierdo. Me llevo la mano al lagrimal para quitarme el empasto imaginario de una legaña endurecida y presto atención al hombre de uniforme.
Debo mirarle con estupor porque hace acopio de paciencia antes de repetirme la pregunta:
- ¿Ha visto u oído algo extraño últimamente?
- Sí, sí-, contesto precipitadamente-. La música del vecino de arriba. Es insoportable. Empezará enseguida. ¡Pumba, pumba, pumba! No es música, es ruido, ruido machacón. He protestado, ¿sabe?, pero se ríe de mí. Abre mucho la boca como una merluza cuando boquea, pero no me contesta ni dice palabra. Sólo boquea. Creo que es estúpido.
- Arriba, no. Abajo, en el piso de abajo-, me dice el policía, remarcando la aclaración con un dedo señalando al suelo.
¿Abajo? ¡Es el piso de la…! Me guardo la exclamación para mi coleto haciéndome el distraído como si no hubiera entendido. En realidad no entiendo lo que ocurre, por qué está allí aquel policía haciéndome preguntas, cómo puede molestarse a un ciudadano a esas horas tan tempranas para señalarle con el dedo el piso de abajo, de dónde viene el ajetreo que se oye por las escaleras, los gritos, el alboroto, todo el caos que invade el edificio. Quizá estoy soñando. Pero, no. El policía me machaca, insistente, tratando de averiguar si sé algo de lo que no sé.
Por fin, decido enfrentarme a la realidad:
- ¿Qué ha sucedido? Si me lo dice, acaso pueda ayudarle en algo.
- Se trata de la muchacha del primero. La han encontrado estrangulada. Por la descomposición del cadáver debe llevar muerta cerca de un mes.
- No, no he oído nada. Perdone-. Y cierro la puerta con brusquedad.
Desde aquel día bajo y subo apresurado, sin detenerme en el primer piso. Un silencio ominoso se ha apoderado del descansillo y la puerta no ha vuelto a abrirse.










viernes, 21 de junio de 2013

Los espejos distorsionan la realidad



- Un vientre generoso se agradece.
- Pero no es bello.
- Es atractivo.
- Es grosero.
- Tiene un punto de disfunción anatómica, lo reconozco.
- Los vientres planos cimbrean los ahogos del deseo.
- Eso no es deseo. Es concupiscencia.
- Quizá sean concupiscentes, pero cimbreantes.
- Lo uno lleva a lo otro.
- Mejor lo otro a lo uno. Primero se cimbrea el cuerpo, luego llega el deseo.
Estas divagaciones son vedijas amorfas, inconsistentes, del dialogo que mantengo con el otro. El otro es el individuo que aparece en el fondo del espejo, hiperónimo de mi existencia. Me persigue, acosa, abruma, acogota contra la intemperancia de mis propias limitaciones. Procuro ser vacuo e intranscendente en mi trato con él. Cuando dialogo me atribuyo insensateces dándole a entender una idiotez congénita inexistente. Me arrogo la pertenencia a ese mundo de los tontos infinitos, ese mundo que, cada día, crece en proporción geométrica.
Por eso nadie debe imaginarse mi verborrea como irracional. Estoy de este lado del espejo, del lado del racionalismo. Ello no me convierte en poseedor de la verdad, naturalmente, pero me permite actuar como factótum de mi albedrío. Tampoco quiero parecer racionalista puro, entiéndaseme. Mi maleabilidad me permite adaptarme a formas larvarias latentes de donde emerjo cuando las condiciones se presumen óptimas. Puedo asegurar que creo en los dioses, unos dioses voluptuosos, aferrados a la vulgaridad más espantosa, que se revuelcan en el estercolero del vicio, pero solamente creo hasta donde permite la ética racional.
- Observa a esa diosa de curvilíneo vientre, redondeadas caderas, muslos prietos, pechos cadenciosos.
- Es una cerda, fango de voluptuosidades.
- Quizá sean cerdos todos los dioses. Quizá no existan los dioses, solamente sus ideas cerdosas.
- Y nosotros, sus excrementos.
- Los dioses griegos tenían debilidades. Eran dioses cercanos al hombre.
- De esa promiscuidad nacían héroes.
- Sin promiscuidad no hay héroes. Sin héroes todo es vulgar. Debemos volver a los tiempos homéricos.
- De la incestuosa Hera nacieron dioses.
- Engendrados por el del tonante rayo.
- Hijos de Zeus, vulgar botarate, esclavo de sus pasiones. Mejor haría en escardar cebollinos antes de andarse persiguiendo ninfas.
- Hoy los dioses se abanican contumaces.
- Bambolean el capazo de sus preceptos como una espada de Damocles.
- Y sus sacerdotes descargan la vejiga con unción ritual.
- La sibila desparrama facundia abstracta.
- Habla a quien a quien sabe escucharle.
- Profetiza falacias.
- Es la verdad en estado puro.
- Sólo el racionalismo es perfecto. Rehuyo los mitos perturbadores de los endiosamientos.
Aquí vuelvo en mí. Soy yo de nuevo. Una vez más he podido liberarme.
La imagen del espejo fluctúa desde una irisación acuosa hasta los grises del apocalipsis. Pienso si no debería desprenderme de su influencia, romper la perniciosa relación que nos une, pero no acabo de decidirme. Una especie de morbosa atracción me ata a él con fieras ligaduras. Nuestros universos se acarician sin llegar a rozarse, intuyéndose apenas. Vivimos ambos en un sistema convencional. Salirse de él nos convertiría, quizá, en desechos orgánicos, estercolero de ideas desaprovechadas.
- Queda quedo.
- Juegas con la fonética en aras de la morfología.
- Es el rompecabezas extremo.
- Los silencios distorsionan el apercibimiento bloqueándolo a nuevos entendimientos.
- Es, sí, como la lluvia persistente. Su tenacidad sobre la umbela del tejado produce los efectos de un bebedizo.
- Bebedizo de dioses.
- Bebedizo que trastorna el entendimiento.
- Canto de sirenas.
- El efecto multiplicador estimula la libido.
- Saca al animal de su jaula. Lo arroja en manos de la concupiscente Afrodita.
- ¡Concepto sublime!
- ¡Bestialidad!
- Afrodita cubre a los amantes con su paño de pudor.
- Pudor testimonial, terquedad memorable.
- Somos rebeldes freudianos abocados a romper las barreras de la decencia.
- Las frustraciones esconden bajo una careta de normalidad la más insoportable de las contumacias.
- Sus formas, su sonrisa, la calidez del tacto incitan a la fatalidad.
- ¿Habremos de buscar en las estrellas la razón de ser?
Esta noche he llegado al límite de la paciencia. Debo destruirle. ¡Es tan fácil! Basta levantar el puño y dejarlo caer sobre la lisa superficie. Sonrío malévolo ante las connotaciones siniestras de mi decisión. Mataré la agonía en que me tiene sumido tanta insensatez y seré libre. Al menos, eso creo, desdichado de mí.
- Las ideas me emborrachan el entendimiento.
- Convencionalismos sociales. La verecundia de la libido pone fieros candados al pudor. Los aherroja como a bestia irrecuperable.
- ¡Hay tanta ignorancia!
- Si pelamos la estulticia, bajo la monda quizá hallemos conocimiento.
- Prefiero apacentar mis dedos en suave conversación con las curvas sugerentes de unos muslos desnudos.
- ¡Basta! ¡Basta ya!
Astillo, de un golpe, el insano vidrio. La rotura semeja un cráter de donde parten hilos radiales rasgando la superficie.
Ahora es una figura fractal. Cuento hasta ochenta y siete nuevos elementos, ochenta y siete nuevos espejos donde se reflejan ochenta y siete nuevos otros, amenazándome con su conversación intrascendente, con la falacia de sus argumentos, con el agobio de su estúpido discurrir.



viernes, 24 de mayo de 2013

La alfombra roja



No me ha sido fácil llegar, pero al fin paseo por la alfombra roja del éxito. Si no me creéis, miradme. La estoy pisando, siento hundirse el mullido bajo la aguja del tacón de mi zapato. Es real aunque lo estoy viviendo como un sueño. Ahora floto, me siento ingrávida, no existe nada a mi alrededor, no me deslumbran los flash de los fotógrafos, ni oigo los aplausos del público enfervorizado, ni puedo expresarme ante los micrófonos que, seguro, me acosan como moscardones. Estoy sola, inmensamente sola con mi triunfo.

Lo había buscado desde niña. Cuando ojeaba las revistas de mamá ponía toda mi atención en aquellas actrices de rostro sonriente, saludando a la muchedumbre que las aclamaba hasta el paroxismo y me prometía a mí misma llegar hasta allí o más lejos.

Pero era preciso empezar desde abajo. Comencé acudiendo a una prueba fotográfica para un calendario. Tenía solamente dieciséis años, pero me hice pasar por mayor. A mamá no podía decírselo pues se habría puesto hecha una furia y en el anuncio pedían jóvenes mayores de edad o menores con autorización paterna.

Yo, en aquel entonces, tenía ya cuerpo de mujer. Mis pechos se habían desbocado apenas dejé la pubertad y con los polvos y el carmín que tomé prestado del neceser de mamá pasé por una jovencita de veintiún abriles. Además, el culito, la parte más resultona de mi anatomía, lo tenía respingón y, de haberlo necesitado, lo habría utilizado como baza decisiva con el amorfo, estúpido y gangoso seleccionador.

Estaba molesta, ofendida. Aquel individuo ni se fijó en mí. Podría haber sido una lagartija e igualmente me habría hecho pasar. Allí había de todo: gordas, esmirriadas, feas, feúchas, horribles… Me sentí en una parada de monstruos.

Cuando el hombre de la recepción terminó de seleccionarnos, entró un individuo alto, delgado, de facciones huesudas y ademanes amanerados. Hablaba engolado alargando mucho la última sílaba de cada frase. Paseó de arriba a abajo examinándonos con gesto de aburrimiento. Cuando se cansó de desnudarnos con la mirada me hizo una seña con la uña afilada de su índice largo y nudoso.

Le seguí a la habitación de al lado. Había cámaras fotográficas, focos, paraguas, cojines, grandes cortinajes, un dosel con muchos perifollos que ofendían a la vista y la fotografía de un paisaje nevado ocupando toda la pared de la derecha.

Se acercó a mí y empezó a manosearme. Creo que su amaneramiento era puro teatro para poder aprovecharse de las jóvenes que pasábamos por sus manos. En realidad era un sátiro. Le paré los pies, o más bien, las manos con gesto huraño y estuve a punto de abofetearle, pero entonces se detuvo y me dedicó una sonrisa de complicidad. Yo empezaba a estar nerviosa. Por si había sido poco lo del recepcionista, ahora aquello. Resoplé como un camello si es que los camellos resoplan como lo hice yo, y conté hasta diez.

- ¡Desnúdate!

La orden estalló en mis oídos como una bala de cañón.

- Si, desnúdate. ¡Ya!

Calculé la distancia que me separaba de la puerta, hice acopio de fuerzas y eché a correr arrastrando en la huída un paraguas, dos focos y varios cables. Me arrepentí enseguida, pero era ya tarde cuando comprendí que aquel ritual nudista formaba parte de la iniciación profesional. Había desperdiciado la oportunidad y no volvió a presentárseme otra hasta que cumplí los veinte. Cuatro años perdidos.

No sé si alguien recordará un anuncio en el que una señorita, de sonrisa insinuante y ademanes lúbricos, invitaba a probar una sopa de pasta servida en un bol de madera. Pues esa señorita era yo. Fui mi primer trabajo. Debo pedir perdón a quienes siguiendo mis consejos compraron aquella sopa. Tengo que reconocer que era incomible, además, si se tomaba muy a menudo provocaba diarreas de caballo, pero, compréndanme, era mi carrera.

Hice otros muchos anuncios, todos tan falsos como el de las sopas, sin llegar la oportunidad que había de lanzarme al estrellato. Sonreía, prometía, mostraba mis encantos y cobraba. Así hasta el siguiente anuncio. Con el tiempo empecé a tener sentimiento de culpabilidad y me sentía amenazada por los usuarios de los productos que anunciaba. Cuando iba por la calle me escondía bajo los soportales, buscaba sitios pocos concurridos y rehuía las aglomeraciones donde podía ser reconocida.

Las noches acentuaban mi angustia con sueños que me acosaban impenitentes. Siempre he tenido miedo de morir mientras duermo, pero entonces empecé a vivir en sueños mi propia muerte. Me agitaba desesperadamente tratando de huir de la calavera que me acosaba tras las cortinas de un sudario gigantesco, y cuando iba a escapar quedaba atrapada en mis pesadillas soñando el sueño de mi muerte y muriendo en cada sueño mientras una interminable hilera de hombres y mujeres me acusaban de mentiras aterradoras.

Cuando la empresa se hizo cargo de una promoción de productos infantiles, dejaron de llamarme y fui arrumbada como un objeto inservible. Querían niños, preciosos niños con ojos redondos, rostros mofletudos, gesto pícaro y travieso para encaprichar a padres embelesados por las gracias de los pequeños monstruos y engatusarlos con productos innecesarios.

Tras una temporada dándome a todos los diablos y no pocos tumbos, vine a parar en azafata de eventos, empleo con posibilidades sin cuento en el que aprendí pronto a desenvolverme con la soltura de una experta. Los jefes me presentaban al individuo a quien debía acompañar. Normalmente era un personaje importante de las finanzas, la política o el arte. A veces un caballero de oscuro pasado, en obligado anonimato, pero a quien convenía mantener contento para darle uso provechoso cuando llegara el caso.

Antes era aleccionada procurándoseme un buen expediente de cómo debía comportarme con el cliente, hasta donde podía llegar en mis confidencias o ahondar en las suyas, si era proclive, o no, al escándalo, lugares y circunstancias donde había de hacerme invisible y aquellas en que debía mostrarme afectuosa o intimista.

El trabajo que para la mayoría es de sol a sol, para mí era de luna a luna, pero me proporcionaba pingües beneficios como nunca pude sospechar. A más del sueldo lograba, a menudo, minucias y extras que no estaban en mi ánimo despreciar por no hacerles feo a quienes tan generosamente querían gratificarme.

Por lo general los hombres que acompañaba eran de trato agradable, discretos en su comportamiento, sibaritas, aunque frugales, y apenas tropecé con alguno que quisiera sobrepasarse sin atenerse antes al acomodo que proveyese a mis exigencias. Los hubo picarones, algún viejo verde más cercano a los santos óleos que a los placeres, pero estos acababan siempre frunciendo el ceño y durmiéndose acurrucados, en posición fetal, en algún sillón de los salones de los hoteles, de donde amables camareros los levantaban y llevaban a sus habitaciones.

Sólo topé con uno grosero y apestoso como un albañal. Levantó polvareda mi actitud contraria a sus demandas y estuve en un tris de mandar al cuerno mi prometedora carrera, pero se tuvieron en cuenta razones que di y atropellos anteriores en los que el tal individuo se había visto enredado, quedando dictada sentencia a mi favor por ser más lo logrado que lo perdido.

No debería contar intimidades semejantes si no fuera porque en una de estas ocasiones me sucedió ser acompañante de un afamado director de cine y decidí que aquella había de ser la noche que me llevase al día. Lo seduje, olvidando los consejos del expediente, y terminamos entre sábanas de seda y en retretes de cristal.

Gracias a ello conseguí mi primer papel en el cine, que fue corto por demás, pero era un principio. Salía llevando una bandeja en alto, me cruzaba en el salón con el protagonista y le derramaba el postre de melaza en la pechera. Se armaba un escándalo, me tomaban dos lacayos uniformados por los brazos y era sacada de encuadre.

En la segunda interpretación pude desarrollar mis dotes histriónicas declamando unos versos a un muchacho picado de viruelas, mientras danzábamos en una pista llena de bailarines. Durante siete segundos la cámara nos seguía en un travelín de vértigo y yo decía los versos. Al final de la película teníamos que volver a salir el de las viruelas y yo intercambiándonos miradas de cordero, pero hubo cambios de última hora y se eliminó la escena.

Vinieron después otros amagos que no terminaron de cuajar. El director se encaprichó de una aspirante a actriz, feúcha pero con grandes dotes de seducción, y a mí me relegó al olvido. Para entonces ya me había cansado de perseguir la gloria como si fuese un galgo tras la liebre y pisé la realidad.

Hasta hoy en que, de improviso, sin haberlo soñado ni por asomo, me he encontrado en la cumbre, sobre la alfombra roja, lanzando besos al público que me aclama, repartiendo sonrisas a los fotógrafos, firmando autógrafos a mis incondicionales.

- Señorita, ¿permite? Tengo que terminar de recoger.

Es un muchacho con buzo. Me mira con prevención, pero respetuoso. Tiene a los pies el rulo de la alfombra y le falta por recoger el metro escaso en el que estoy yo.

- Disculpe. Estaba pensando…

Y me alejo, calle abajo, con el brillo del triunfo en la mirada.


miércoles, 1 de mayo de 2013

Perfectos desconocidos



El hombre me miró con extrañeza.
- No eres tú, ¿verdad?-, me preguntó.
- No-, contesté con cierta perplejidad, después de examinar atentamente a mi interlocutor, sin conseguir reconocerle.
- Perdone, le había confundido con una persona a la que nunca he visto.
- No tiene importancia. A mí me sucede constantemente-, repuse, sin saber por qué decía semejante estupidez arrepintiéndome, al momento, de haberla dicho.
- Sí, ocurre todos los días-. Y se despidió de mí con una cortés inclinación de cabeza.
La conversación había sido un auténtico desvarío, inconexa, sin sentido, avalada quizá por las prisas del momento, lo que a ninguno de los dos permitió escoger las palabras justas. Cuando se habla con el imprevisto de la precipitación no acertamos a elegir la frase conveniente para incluirla en el contexto apropiado. Es sabido que las mayores necedades se han dicho con ocasión de haber expresado ideas atropelladas, por ejemplo a caballo de un adiós corriendo tras el tren que sale de la estación o por imperio de un desenlace aleatorio.
Pero, ya siguiendo mi camino, hube de admitir que ninguno de los dos teníamos prisa. Nos habíamos encontrado de frente, paseando con abulia bajo el cárdeno anunciador del otoño en las hojas de los plátanos. O lo que fueran, porque el parque había estado siempre plantado de plátanos, pero entonces, al pensar en ello, dudé. Realmente no estaba seguro de haber visto plátanos y si los vi no los tuve por tales. Bueno, a lo que iba: ninguno de los dos llevábamos prisa, podíamos haber medido las palabras, incluso haber buscado enriquecedores sinónimos y formar con ellos un bello rosario de frases. Por eso me sentí desazonado al recordar la conversación.
Esta desazón fue haciéndose más intensa conforme me acercaba a casa. ¿Y si de verdad no nos habíamos reconocido? ¿Y si éramos dos perfectos desconocidos que el azar había cruzado en un parque? No era imposible. Sucede a menudo. Lo singular de la situación era que nos habíamos hablado admitiendo que segundos antes nada sabíamos uno del otro.
El malestar provocado por estos pensamientos fue en aumento y antes de doblar la última esquina, decidí hacer una comprobación. Quizá debo decir experimento, pues como tal se me representó en aquel instante. Los nervios me punzaron en la zona de los ijares hasta hacerme sentir dolor y tentado estuve de volverme atrás sabedor del horror con el que podía encontrarme. Pero la inconsciencia animal me dio las fuerzas que el consciente me negaba.
Frente a mí, al otro lado de la calle había un escaparate con espejos, grandes unos, otros menudos, algunos minúsculos, redondos, ovalados, irregulares o rectilíneos. Crucé por el semáforo y me acerqué. Cada paso era una tortura que me aguijoneaba las asaduras inmisericorde. Al llegar a la acera me detuve en el bordillo a punto de gritarme a mí mismo: ¡Vuélvete! ¡No seas loco!
Pero miré. Un sudor frío me corrió por la frente hasta las gafas, empañándomelas. Reflejado en los espejos decenas
La imaginación crea monstruos razonables.
de veces, estaba aquel hombre calvo, con gafas de cristal de botella, completamente desconocido para mí. Hacía los mismos gestos que yo, se movía como yo, bamboleando un cuerpo vulgar, sin atributos apreciables que destacar. Había visto mil veces la imagen y nunca me había llamado la atención, pero ahora aquellas decenas de figuras bailando en el cristal tenían algo especial: me eran desconocidas. Si no hubieran estado reflejadas en el espejo me habría acercado a ellas y les habría saludado con efusión, una a una, por no recordarlas de nada, y estoy seguro de que ellas me habrían respondido con igual entusiasmo, dado que todos éramos perfectos extraños.
Ahora, estaba seguro. Me desconocía a mí mismo. Y de pronto desapareció la angustia, el miedo, el sudor frío y no tuve ningún sentimiento de rebelión al admitir mi auto desconocimiento. Me había sentido aterrorizado momentos antes de comprobarlo, mas al fin me invadía la serenidad. ¡Qué importaba quien fuese, mientras fuera!
Cuando entré en casa me recibió un silencio ominoso, precursor de novedades. Pero las sabía y ya no me asustaban. Seguí el pasillo hasta la salita de estar. Allí, sentada a la mesa camilla, ojeando una revista de chismes celestiales, estaba una hermosa desconocida.
- ¿Eres tú?-, me preguntó y afirmó, a la vez, con una sonrisa.
- Sí-, le respondí.
- Tienes que ser por fuerza. No te conozco de nada…-, y siguió ojeando la revista con indiferencia. La portada anunciaba, en grandes titulares, un caviloso estudio sobre el espacio interestelar donde moran los ángeles.
- ¿Es interesante?-, pregunté por decir algo.
- Psch-, y contrajo los labios en un mohín de indefinición.
Me senté frente a ella tratando de recordar y, al mismo tiempo, grabando en mi memoria cada rasgo de aquella figura, nueva para mí.
Era, sin duda, mi mujer, la mujer con la que había vivido, pensado, tratado, sufrido y gozado durante años, pues no la conocía de nada.
La sensación de aquel olvido global era excitante y decidí dejarme llevar por  la morbosa vorágine de lo imposible.



viernes, 5 de abril de 2013

Ultimos recuerdos de un cerdo de engorde



¡Dios santo, soy feliz con mi grosura! Peso más de doce arrobas. Se lo he oído decir al amo. El amo es ese hombre de barba y pelo alborotados, brazos membrudos y voz aguardentosa. Tiene un carácter difícil, áspero como su físico, pero debe perdonársele por el mucho trajín de la granja. Aunque sospecho que es pura fachada la acritud de la que echa mano con el único fin de establecer la jerarquía animal.

Se levanta antes de las primeras luces y enseguida empieza con las labores de limpieza. Nos alborotamos todos apenas le vemos llegar, pero no nos hace el menor caso. Va a lo suyo, sabiendo lo que debe hacer en cada momento. Madruga tanto que siempre es él quien despierta al gallo, cuando debería ser al revés. De verdad, no sé qué pinta ese plumero pagado de sí mismo si no sirve ni de despertador en las mañanas.

Pero a lo que voy. Lo primero es la limpieza. Pasa la manguera de agua por los palos del gallinero para desbrozar las gallinazas, aunque es empeño imposible. Los excrementos de esas engreídas son duros como la piedra. Se adhieren a los palos con obstinación, resisten la fuerza del agua, incluso el raspado de la raedera.

Después les llega el turno a los caballos y las vacas.
Antes estaban separados unos de otras pero desde el incendio del pasado verano, que consumió las caballerizas, están todos juntos con mucho malestar y descontento por parte de unos y de otros. Los caballos se quejan del olor a cuajada que despiden las ubres de sus compañeras, un olor insoportable que les hace tener los belfos abotagados, y las vacas no paran de protestar por los relinchos continuos y el piafar sin sentido, especialmente de los potros, pero, temo, van a pasar juntos mucho tiempo pues oí al granjero hablar de dificultades económicas para levantar unas caballerizas nuevas.

Lo último en limpiar son nuestras pocilgas. Nosotros somos sucios por obligación. Nos gustaría un estanque donde retozar a nuestras anchas y hozar en sus riberas en busca de raíces y bulbos, pero estamos encerrados en un cuchitril de cuatro por cuatro donde, por necesidad, esparcimos los excrementos y nos vemos obligados a revolcarnos en ellos.

Lo de los patos es distinto. Apenas los atienden. Viven independientes. Están al otro lado de la empalizada, sueltos, crían en el cañizal, chapotean en el arroyo cuando baja agua de la torrentera y alborotan allá lejos con sus cuá, cuá gangosos. Sólo de tarde en tarde vienen a este lado, cuando aparece un camión lleno de jaulas y unos hombres empiezan a decir “este sí, este no”. Entonces a unos los meten en las jaulas y a otros los devuelven a su sitio.

Cuando está terminando de esparcir la paja limpia por
la cochiquera suele aparecer la granjera llenando de alegría la mañana con sus canturreos. Es una mujer frescachona, muy activa. Ella se encarga de darnos de comer, en el mismo orden de la limpieza. Primero las gallinas.

- Pitas, pitas, pitas, pitas…-, y acuden cacareando, a la llamada, el medio centenar de ponedoras a más del chulo del gallo. A veces, mientras esparce el grano, el granjero se le acerca por detrás y le da un azote en el culo a lo que ella aparenta molestarse mucho y le persigue por el gallinero como cuando el gallo persigue a las gallinas, pero al revés.

Luego les pone el forraje a los caballos y a las vacas y, por último, nos toca a nosotros. A mí desde el pasado mes me echan de comer en gamella aparte un salvado espeso, muy nutritivo. Noto cómo aumento de peso y eso les hace muy felices a mis amos. Tanto les agrada mi abundosa grasa que hasta me dejan corretear libremente por fuera de la pocilga para lucimiento ante los demás animales.

Ayer tarde estaba vagando y hozaba en busca de un bulbo que me había dado el tufo cuando acerté a oír risas, palabras entrecortadas y frufrú de ropas. Como sin prestar atención, me acerqué a la bulla y divisé a mis amos entregados a juegos de picardía en los que él llevaba la voz cantante y ella se dejaba hacer. Estaban en lo alto del montón de paja, en el que desaparecían a ratos y después volvían a aparecer, cada vez con más alboroto y la cara congestionada por las risas y la agitación. Una vez desaparecieron largo rato y pensé que se habían ido por lo que me dediqué a saborear una riquísima raíz de rabanillo que había desenterrado y ya me había olvidado de ellos cuando se agitó la pajera y apareció el granjero bufando como el toro cuando vuelve de montar a las vacas. Hurgó luego hundiendo los brazos hasta los hombros para sacar a la rubicunda ama que salió recomponiéndose la ropa con mucho azoramiento y presteza.

Quedaron ambos tendidos en la montonera quitándose las pajuelas del cabello y de la ropa con mucho amor, mientras hablaban de cosas que entendí referidas a mí.

- Hacemos buen negocio.

- Y más no ha de engordar.

Es entonces cuando se lo oí decir al amo: ¡Doce arrobas largas de magro!

- Con el tocino justo-, añadió la granjera.

- Lo prepararé esta noche.

- Mejor, porque mañana vendrá el camión con el alba.

De una parte me sentí enormemente triste por tener que abandonar el lugar donde he pasado meses tan felices, aunque, pensé, tampoco era tan malo salir de allí, ver otras granjas, trabar amistad con nuevos puercos, conocer gallineros con menos altanería, patos torpones sin su eterno cuá, cuá  y caballos y vacas que convivan en paz.

Al final mis pensamientos y su charla quedaron interrumpidos por un trueno avisando de la tormenta. Los granjeros se dejaron caer de lo alto y corrieron a azuzarnos para que nos recogiésemos. En el brumoso horizonte, el cielo se había preparado para llorar su diluvio y, en el cañizal, los tallos hacían guiños a la tormenta, avivados por el viento entre el revoloteo de los patos.

A la noche me separaron de mis compañeros para
ponerme cama de paja limpia en un cuartucho que había sido troje, a juzgar por las trazas, donde me aviaron la gamella con abundante salvado y patatas cocidas. Un sibarita no habría podido esperar más.

Hoy ha amanecido la mañana gris ceniza bajo un cielo que sigue amenazando lluvia. Eso me ha abatido mucho el ánimo. Muy pronto he oído ruido de motores, agitación en la casa y a los granjeros dar indicaciones de donde me tenían guardado. Entonces han venido a buscarme para subirme a un camión sucio y maloliente, sembrado el suelo de estiércol y orines.

He caído junto a una cerdita de ojos pequeños, vientre bamboleante y hociquillo gruñón. Apenas hemos podido intercambiar cuatro ideas a matacaballo, porque enseguida hemos llegado a un edificio de puertas muy grandes donde nos han hecho salir.

Ahora estamos avanzando por un largo pasillo embaldosado de blanco. Las pezuñas se nos resbalan en el suelo y tropezamos unos contra otros. La cerdita rezongona ha estado a punto de caer dos veces sobre mí. Creo que estamos nerviosos, trémulos y, al menos a mí, me atenaza el pecho una sensación de desasosiego.

De la puerta que se abre al fondo del pasillo, hacia la que nos dirigimos, llega un olor a limpieza y humedades…