El hombre me miró con
extrañeza.
- No eres tú, ¿verdad?-, me
preguntó.
- No-, contesté con cierta
perplejidad, después de examinar atentamente a mi interlocutor, sin conseguir
reconocerle.
- Perdone, le había
confundido con una persona a la que nunca he visto.
- No tiene importancia. A
mí me sucede constantemente-, repuse, sin saber por qué decía semejante
estupidez arrepintiéndome, al momento, de haberla dicho.
- Sí, ocurre todos los
días-. Y se despidió de mí con una cortés inclinación de cabeza.
La conversación había sido
un auténtico desvarío, inconexa, sin sentido, avalada quizá por las prisas del
momento, lo que a ninguno de los dos permitió escoger las palabras justas.
Cuando se habla con el imprevisto de la precipitación no acertamos a elegir la
frase conveniente para incluirla en el contexto apropiado. Es sabido que las
mayores necedades se han dicho con ocasión de haber expresado ideas
atropelladas, por ejemplo a caballo de un adiós corriendo tras el tren que sale
de la estación o por imperio de un desenlace aleatorio.
Pero, ya siguiendo mi
camino, hube de admitir que ninguno de los dos teníamos prisa. Nos habíamos
encontrado de frente, paseando con abulia bajo el cárdeno anunciador del otoño
en las hojas de los plátanos. O lo que fueran, porque el parque había estado
siempre plantado de plátanos, pero entonces, al pensar en ello, dudé. Realmente
no estaba seguro de haber visto plátanos y si los vi no los tuve por tales.
Bueno, a lo que iba: ninguno de los dos llevábamos prisa, podíamos haber medido
las palabras, incluso haber buscado enriquecedores sinónimos y formar con ellos
un bello rosario de frases. Por eso me sentí desazonado al recordar la
conversación.
Esta desazón fue haciéndose
más intensa conforme me acercaba a casa. ¿Y si de verdad no nos habíamos
reconocido? ¿Y si éramos dos perfectos desconocidos que el azar había cruzado
en un parque? No era imposible. Sucede a menudo. Lo singular de la situación era
que nos habíamos hablado admitiendo que segundos antes nada sabíamos uno del
otro.
El malestar provocado por
estos pensamientos fue en aumento y antes de doblar la última esquina, decidí
hacer una comprobación. Quizá debo decir experimento, pues como tal se me
representó en aquel instante. Los nervios me punzaron en la zona de los ijares
hasta hacerme sentir dolor y tentado estuve de volverme atrás sabedor del horror
con el que podía encontrarme. Pero la inconsciencia animal me dio las fuerzas
que el consciente me negaba.
Frente a mí, al otro lado
de la calle había un escaparate con espejos, grandes unos, otros menudos,
algunos minúsculos, redondos, ovalados, irregulares o rectilíneos. Crucé por el
semáforo y me acerqué. Cada paso era una tortura que me aguijoneaba las
asaduras inmisericorde. Al llegar a la acera me detuve en el bordillo a punto
de gritarme a mí mismo: ¡Vuélvete! ¡No seas loco!
Pero miré. Un sudor frío me
corrió por la frente hasta las gafas, empañándomelas. Reflejado en los espejos
decenas
de veces, estaba aquel hombre calvo, con gafas de cristal de botella, completamente
desconocido para mí. Hacía los mismos gestos que yo, se movía como yo, bamboleando
un cuerpo vulgar, sin atributos apreciables que destacar. Había visto mil veces
la imagen y nunca me había llamado la atención, pero ahora aquellas decenas de
figuras bailando en el cristal tenían algo especial: me eran desconocidas. Si
no hubieran estado reflejadas en el espejo me habría acercado a ellas y les
habría saludado con efusión, una a una, por no recordarlas de nada, y estoy
seguro de que ellas me habrían respondido con igual entusiasmo, dado que todos éramos
perfectos extraños.
La imaginación crea monstruos razonables. |
Ahora, estaba seguro. Me
desconocía a mí mismo. Y de pronto desapareció la angustia, el miedo, el sudor
frío y no tuve ningún sentimiento de rebelión al admitir mi auto desconocimiento.
Me había sentido aterrorizado momentos antes de comprobarlo, mas al fin me
invadía la serenidad. ¡Qué importaba quien fuese, mientras fuera!
Cuando entré en casa me
recibió un silencio ominoso, precursor de novedades. Pero las sabía y ya no me
asustaban. Seguí el pasillo hasta la salita de estar. Allí, sentada a la mesa
camilla, ojeando una revista de chismes celestiales, estaba una hermosa
desconocida.
- ¿Eres tú?-, me preguntó y
afirmó, a la vez, con una sonrisa.
- Sí-, le respondí.
- Tienes que ser por
fuerza. No te conozco de nada…-, y siguió ojeando la revista con indiferencia. La
portada anunciaba, en grandes titulares, un caviloso estudio sobre el espacio
interestelar donde moran los ángeles.
- ¿Es interesante?-,
pregunté por decir algo.
- Psch-, y contrajo los
labios en un mohín de indefinición.
Me senté frente a ella
tratando de recordar y, al mismo tiempo, grabando en mi memoria cada rasgo de aquella
figura, nueva para mí.
Era, sin duda, mi mujer, la
mujer con la que había vivido, pensado, tratado, sufrido y gozado durante años,
pues no la conocía de nada.
La sensación de aquel olvido
global era excitante y decidí dejarme llevar por la morbosa vorágine de lo imposible.
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