miércoles, 1 de mayo de 2013

Perfectos desconocidos



El hombre me miró con extrañeza.
- No eres tú, ¿verdad?-, me preguntó.
- No-, contesté con cierta perplejidad, después de examinar atentamente a mi interlocutor, sin conseguir reconocerle.
- Perdone, le había confundido con una persona a la que nunca he visto.
- No tiene importancia. A mí me sucede constantemente-, repuse, sin saber por qué decía semejante estupidez arrepintiéndome, al momento, de haberla dicho.
- Sí, ocurre todos los días-. Y se despidió de mí con una cortés inclinación de cabeza.
La conversación había sido un auténtico desvarío, inconexa, sin sentido, avalada quizá por las prisas del momento, lo que a ninguno de los dos permitió escoger las palabras justas. Cuando se habla con el imprevisto de la precipitación no acertamos a elegir la frase conveniente para incluirla en el contexto apropiado. Es sabido que las mayores necedades se han dicho con ocasión de haber expresado ideas atropelladas, por ejemplo a caballo de un adiós corriendo tras el tren que sale de la estación o por imperio de un desenlace aleatorio.
Pero, ya siguiendo mi camino, hube de admitir que ninguno de los dos teníamos prisa. Nos habíamos encontrado de frente, paseando con abulia bajo el cárdeno anunciador del otoño en las hojas de los plátanos. O lo que fueran, porque el parque había estado siempre plantado de plátanos, pero entonces, al pensar en ello, dudé. Realmente no estaba seguro de haber visto plátanos y si los vi no los tuve por tales. Bueno, a lo que iba: ninguno de los dos llevábamos prisa, podíamos haber medido las palabras, incluso haber buscado enriquecedores sinónimos y formar con ellos un bello rosario de frases. Por eso me sentí desazonado al recordar la conversación.
Esta desazón fue haciéndose más intensa conforme me acercaba a casa. ¿Y si de verdad no nos habíamos reconocido? ¿Y si éramos dos perfectos desconocidos que el azar había cruzado en un parque? No era imposible. Sucede a menudo. Lo singular de la situación era que nos habíamos hablado admitiendo que segundos antes nada sabíamos uno del otro.
El malestar provocado por estos pensamientos fue en aumento y antes de doblar la última esquina, decidí hacer una comprobación. Quizá debo decir experimento, pues como tal se me representó en aquel instante. Los nervios me punzaron en la zona de los ijares hasta hacerme sentir dolor y tentado estuve de volverme atrás sabedor del horror con el que podía encontrarme. Pero la inconsciencia animal me dio las fuerzas que el consciente me negaba.
Frente a mí, al otro lado de la calle había un escaparate con espejos, grandes unos, otros menudos, algunos minúsculos, redondos, ovalados, irregulares o rectilíneos. Crucé por el semáforo y me acerqué. Cada paso era una tortura que me aguijoneaba las asaduras inmisericorde. Al llegar a la acera me detuve en el bordillo a punto de gritarme a mí mismo: ¡Vuélvete! ¡No seas loco!
Pero miré. Un sudor frío me corrió por la frente hasta las gafas, empañándomelas. Reflejado en los espejos decenas
La imaginación crea monstruos razonables.
de veces, estaba aquel hombre calvo, con gafas de cristal de botella, completamente desconocido para mí. Hacía los mismos gestos que yo, se movía como yo, bamboleando un cuerpo vulgar, sin atributos apreciables que destacar. Había visto mil veces la imagen y nunca me había llamado la atención, pero ahora aquellas decenas de figuras bailando en el cristal tenían algo especial: me eran desconocidas. Si no hubieran estado reflejadas en el espejo me habría acercado a ellas y les habría saludado con efusión, una a una, por no recordarlas de nada, y estoy seguro de que ellas me habrían respondido con igual entusiasmo, dado que todos éramos perfectos extraños.
Ahora, estaba seguro. Me desconocía a mí mismo. Y de pronto desapareció la angustia, el miedo, el sudor frío y no tuve ningún sentimiento de rebelión al admitir mi auto desconocimiento. Me había sentido aterrorizado momentos antes de comprobarlo, mas al fin me invadía la serenidad. ¡Qué importaba quien fuese, mientras fuera!
Cuando entré en casa me recibió un silencio ominoso, precursor de novedades. Pero las sabía y ya no me asustaban. Seguí el pasillo hasta la salita de estar. Allí, sentada a la mesa camilla, ojeando una revista de chismes celestiales, estaba una hermosa desconocida.
- ¿Eres tú?-, me preguntó y afirmó, a la vez, con una sonrisa.
- Sí-, le respondí.
- Tienes que ser por fuerza. No te conozco de nada…-, y siguió ojeando la revista con indiferencia. La portada anunciaba, en grandes titulares, un caviloso estudio sobre el espacio interestelar donde moran los ángeles.
- ¿Es interesante?-, pregunté por decir algo.
- Psch-, y contrajo los labios en un mohín de indefinición.
Me senté frente a ella tratando de recordar y, al mismo tiempo, grabando en mi memoria cada rasgo de aquella figura, nueva para mí.
Era, sin duda, mi mujer, la mujer con la que había vivido, pensado, tratado, sufrido y gozado durante años, pues no la conocía de nada.
La sensación de aquel olvido global era excitante y decidí dejarme llevar por  la morbosa vorágine de lo imposible.



0 comentarios:

Publicar un comentario