Vivo en un
edificio anónimo aquejado de escrofulismo. Es de la época de los césares,
quiero decir antiguo. Los vecinos de los pisos altos se desgañitan exigiendo
ascensor, pero nadie les hace caso. A mí me da igual. Vivo en el segundo piso y
me venteo a las mil maravillas.
Las escaleras
tienen algo de siniestro. Por toda luz se bambolea, en cada descansillo, una
bombilla moribunda en la que las moscas han dejado el pespunte de sus
deposiciones El crujido del maderamen augura
el trabajo tenaz de las carcomas y obliga a agarrarse, precavidamente, al
pasamano de madera noble, atacado de mataduras y muescas.
Anoche llegué
a casa a esa hora en que las calles de la ciudad se ensucian con el plomo de la
atardecida, cansado, después de una jornada de trabajo. Al llegar al
descansillo del primero me detuve. A la luz cenicienta de la bombilla comunal
se unía la proveniente del piso, a través de la rendija que dejaba la puerta
entreabierta. Una puerta abierta es peligrosa. Todos los días se oyen casos de
robos, asaltos con escalo, incluso violaciones. Tanteé con la mano la madera que
se abrió de par en par. Estaban las luces encendidas. Di voces, llamé al timbre
pero nadie contestó, aunque a lo lejos creí percibir rumor de tules y aromas de
mujer.
- Voy a
entrar-, dije alzando la voz-. Soy el vecino de arriba.
La casa
parecía vacía. Podía oír el silencio golpeándome los tímpanos mientras avanzaba
por el pasillo. De pronto, al pasar frente a una puerta, me sentí observado.
Allí estaba ella lánguida, dejada, deslumbrante, ofreciendo a mi imaginación
formas de sinuosa transparencia tras las gasas del vestido. Sonreía como sólo a
las diosas les es dado sonreír. Porque me pareció una diosa griega aupada en la
cima de un Olimpo personal, el mío.
- Eres mi
vecino, ¿verdad?-, me preguntó. Su voz sonaba dulce.
- Perdona-,
balbuceé, haciendo ademán de retirarme.
- No,
espera-, me detuvo con un gesto lánguido de su brazo blanco, tan blanco como lo
pudiera ser la más blanca nieve-. Acércate. Te estaba esperando.
Se apartó del
dintel y me dejó paso. La habitación era un laberinto de cendales perfumados,
profusamente iluminado por un centenar de marfileños hachones.
- Toma, bebe.
La copa contenía
un vino espeso de paladar dulzón.
La bebí.
Debía ser zumo de ambrosía porque me encendió el corazón con sentimientos
desconocidos. Desde algún rincón de la casa llegaban los efluvios amortiguados
de una sonata, mientras un torbellino de femineidad me arrastraba al más
voluptuoso de los placeres. Mis sentidos empezaban a embotarse.
- Déjate
llevar-, susurró a mi oído.
Me dejé
llevar a un pozo de sensaciones inéditas donde cada momento acopiaba
eternidades y las eternidades transcurrían en instantes, mientras Afrodita se
enseñoreaba de la noche.
De madrugada,
apenas hace unos minutos, se ha desmadejado sobre el lecho, totalmente dormida,
y yo estoy a punto de hacerlo. Las sábanas se movían al ritmo de su respiración
pausada cuando me he despedido de ella con un beso en la frente. Se ha quejado,
un quejido dulce, como todo en esta noche.
Pero no he
llegado a acostarme. Apenas he entrado en mi piso cuando se ha llenado la casa
de griterío, pasos precipitados por la escalera y golpes recios en paredes y
puertas. He abierto con los ojos enfebrecidos por la vigilia. Un policía
uniformado cubre la puerta de marco a marco como una grosería del duermevela en
que me columpio.
- ¿Ha visto u
oído algo extraño últimamente?
No acierto a
abrir el ojo izquierdo. Me llevo la mano al lagrimal para quitarme el empasto
imaginario de una legaña endurecida y presto atención al hombre de uniforme.
Debo mirarle
con estupor porque hace acopio de paciencia antes de repetirme la pregunta:
- ¿Ha visto u
oído algo extraño últimamente?
- Sí, sí-,
contesto precipitadamente-. La música del vecino de arriba. Es insoportable.
Empezará enseguida. ¡Pumba, pumba, pumba! No es música, es ruido, ruido machacón.
He protestado, ¿sabe?, pero se ríe de mí. Abre mucho la boca como una merluza
cuando boquea, pero no me contesta ni dice palabra. Sólo boquea. Creo que es
estúpido.
- Arriba, no.
Abajo, en el piso de abajo-, me dice el policía, remarcando la aclaración con
un dedo señalando al suelo.
¿Abajo? ¡Es
el piso de la…! Me guardo la exclamación para mi coleto haciéndome el distraído
como si no hubiera entendido. En realidad no entiendo lo que ocurre, por qué
está allí aquel policía haciéndome preguntas, cómo puede molestarse a un
ciudadano a esas horas tan tempranas para señalarle con el dedo el piso de
abajo, de dónde viene el ajetreo que se oye por las escaleras, los gritos, el
alboroto, todo el caos que invade el edificio. Quizá estoy soñando. Pero, no.
El policía me machaca, insistente, tratando de averiguar si sé algo de lo que
no sé.
Por fin, decido
enfrentarme a la realidad:
- ¿Qué ha
sucedido? Si me lo dice, acaso pueda ayudarle en algo.
- Se trata de
la muchacha del primero. La han encontrado estrangulada. Por la descomposición
del cadáver debe llevar muerta cerca de un mes.
- No, no he
oído nada. Perdone-. Y cierro la puerta con brusquedad.
Desde aquel día
bajo y subo apresurado, sin detenerme en el primer piso. Un silencio ominoso se
ha apoderado del descansillo y la puerta no ha vuelto a abrirse.
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