domingo, 6 de febrero de 2022

Retrato familiar irreverente

 

I Hermann, el padre.

Hermann Schwarzschild era un hombre peculiar.

A ratos se mostraba estirado y ausente a lo que ayudaba su complexión magra. Tenía la cara chupada, marcándosele los pómulos como puntas de cuchillo. Los ojos los tenía hundidos en las cuencas a la manera de grandes cuévanos donde la luz perdía su razón de ser y todo se tornaba opaco. La mirada adquiría en aquella hondura, ya tonalidades difusas, ya luminosidades iridiscentes de amorosa solicitud.

El ánimo tornadizo lo convertía en un vecino molesto, difícil dirían en el barrio donde se movía, y esta misma volubilidad la dejaba sentir en las relaciones familiares. Junto a una paternal estampa mostraba la iracundia más feroz. Podía dirigir, al pequeño Filogonio, la cálida sonrisa de unos dientes mellados en mil puntos por el sarro, mientras trataba de paralizar con el taladro de su pupila la templanza de Petrovna. Debido a un tic nervioso adquirido en la pubertad le había quedado un trastorno obsesivo compulsivo que le obligaba a abrocharse y desabrocharse los botones que le llevaba a desgastar los hilos y perderlos. Caía, entonces, en una depresión que le duraba hasta que Petrovna le cosía otros nuevos e iniciaba el ciclo. Desde que tuvo uso de razón había mantenido, inamovibles, dos costumbres: madrugar y asistir a cuantas manifestaciones y actos de protesta se programan en la ciudad, poniéndose siempre del lado de la facción más débil. Un día se despertó a las diez de la mañana. Demasiado tarde para madrugar y demasiado pronto para ir a la manifestación de las cinco de la tarde. Dio media vuelta en la cama, se arrebujó la cabeza con las sábanas y siguió durmiendo hasta el día siguiente. Era su forma de entender la vida, una vida civilizada, programada. Por ello odiaba esas multitudes que iban y venían por las calles sin ningún concierto, adaptándose a las circunstancias del momento como si fueran animales sin discernimiento. El, no. El discernía y discernía bien y si alguna vez improvisaba lo hacía por necesidad, no porque compartiese las aficiones de la muchedumbre con la que se veía obligado a pactar.

Trabajaba en una empresa cuya actividad nunca había quedado clara. En realidad jamás supo la razón de ser del puesto que desempeñaba. Su misión era estar pegado a un teléfono horas y horas respondiendo preguntas estúpidas de individuos estúpidos. Con frecuencia evacuaba estas consultas al mismo tiempo que las necesidades fisiológicas, sin hacer en ello diferencia, ni establecer prioridades; así pues, sentado en el retrete, hablaba por teléfono y, a la vez, apretaba las nalgas, sin confundir nunca una y otra actividad. Eso sí, huía de todo conato de estupidez contestando con visos de saber, pero no le preocupaba ignorar si sus respuestas eran las adecuadas, es más, le satisfacía aquel desconocimiento que consideraba trivial. Para él, compartir mesa con un idiota era una experiencia sublime, sólo comparable a un orgasmo de primavera. Parecerá extraño, pero era así. El idiota, decía, tiene connotaciones anímicas que generalmente escapan a la comprensión del común de los humanos. Es necesario prestar mucha atención al sibilino recado escondido en las palabras aparentemente incoherentes del idiota, refractar la semántica de las palabras y estructurarlas en su sentido primigenio.


.. …… …..


(Véase, a modo de ejemplo, este diálogo, entresacado de su libreta de campo, mantenido por teléfono con un idiota perfecto:

- Dígame, señor.

- ¿Escuchas Insustanciales?

- A su servicio, señor. Le atiende Hermann.

- ¿Hermann? ¿Quién es Hermann? No quiero hablar con ningún Hermann. Yo pregunto por Escuchas Insustanciales.

- Habla con Escuchas Insustanciales, señor. Y Hermann es mi nombre y estoy aquí para atenderle.

- ¿Dónde es aquí?

- Aquí, a este lado del teléfono. Si estuviese a su lado, podríamos hablar directamente. Pero no lo estoy; por eso necesitamos del teléfono.

- Extraño proceder, Hermann.

- Es lo habitual cuando se marca un número telefónico.

- Habitual, quizá, pero su proceder continua siendo extraño.


Una pausa.

Toses.

Nueva pausa, seguida de carraspeos.


- ¿En qué puedo servirle, señor?

- ¿Sabe mi nombre?

- No lo sé, señor.

- ¿Por qué, entonces, lo repite insistentemente? ¿Cómo lo ha sabido? Me espían, nos espían. Sabía que vivimos bajo un estricto control, dirigidos por la maquinaria estatal. - Nadie el espía, puedo asegurárselo y creo que hay un malentendido, señor. Pero si quiere decirme su nombre...

- Señor. Me llamo Señor. Es mi nombre, como otros se llaman Astolfo o Getrudiano.

- Dígame, señor Señor.

- No sé si me interesa hablar con alguien tan ecléctico como usted. Colgaré.

- Pero, entonces, no podré ayudarle.

- Puede ayudarme con su silencio.

- Me resultaría raro.

- Soy experto en rarezas. Puedo ponerle ejemplos que le asombrarían en extremo.

- Inténtelo.

- Raro, por ejemplo, es ser dos veces primo de una persona.

- ¿Lo es usted?

- Y lo llevo con dignidad. No me avergüenzo de ello.

- ¿Dos veces primo de su primo, del mismo primo?

- Sí.

¿Cómo puede ser eso?

- No lo sé. Por eso es raro. Si tuviera una explicación ya no sería raro, pues conocería la lógica que lo hace posible.

- Pero de un primo, sólo se puede ser primo una vez.

- Lo será usted. Yo lo soy dos veces.

Un clic, al otro lado de la línea, cortó la comunicación.

En este diálogo, aparentemente insustancial y algo estúpido, Hermann era capaz de hallar placenteros oasis de lucidez y podía emborronar una resma de folios acerca del brillante estado mental del simplón, añadiendo, al final, un estudio nemotécnico y semántico sobre los primos que haría las delicias de los estudiosos).


.. …… …..


En algún momento de su vida, Hermann, cometió el pecado original. La caída no le importó tanto por las desagradables consecuencias que pudieran derivarse para su alma en la vida de ultratumba, como por las comidillas a que ello dio lugar.

- ¡Pecar, pecar!-, exclamaba a voz en grito, cuando le echaban en cara su transgresión de los preceptos divinos-. ¿A quién puede importarle mi pecado?

- Además, ¿qué es pecar?-, se preguntaba. Y se respondía de seguida: Romper las reglas de una sociedad decadente, situarse al mismo nivel de la deidad y atreverse a darle respuesta cumplida.

Después volvió a cometer su segundo pecado original y se empecinó en él con regodeo de sibarita. Por culpa de un mal de ojo, que le echó una bruja trapacera y envidiosa cuando apenas levantaba cinco palmos, se le había encogido una pierna o alargado la otra, que esto nunca se supo a ciencia cierta, y andaba como el cojo manteca, jugando a desniveles con el cuerpo. Para quienes lo veían caminar de aquella traza era cosa de irrisión, pero disimulaban las risas, se envaraban al cruzarse con él y ensayaban gestos de circunstancia para no incurrir en sus iras.

De joven, obnubilado, quizá, por la efervescencia propia de la inexperiencia se dedicó a la planificación de absurdos, sin ninguna lógica. De este modo asumió, primero, el suicidio como la cosa más natural del mundo. Se aplicó, con entusiasmo digno de mejor causa, al estudio de diferentes sistemas de autoeliminación. Los concibió sublimes unos, otros rayanos en la genialidad, pero también los imaginó burdos hasta el dislate. Finalmente, eligió para sí el más manido: la soga de esparto pendiente de un gancho del techo. Se colocó la cuerda al cuello, sintiendo que el corazón le latía como una manada de caballos desbocados, dio una patada a la silla a la que se había subido y quedó columpiándose en el vacío. Se había provisto de una libreta y un lápiz para dejar escritas a la posterioridad sus últimas sensaciones, algo , hasta entonces, nunca hecho por nadie, pero no llegó a escribir ni una sola letra. Medio techo se vino abajo con estrépito y él entre los escombros, no reventándosele los intestinos de puro milagro.

Desplegó, luego, una inusitada actividad para llegar a los abismos en que se mueve la ceguera cósmica. Cubiertos los ojos con una capucha, imaginó la oscuridad absoluta en el universo. Las estrellas habían perdido el fragor incendiario de sus entrañas y se movían en la negrura y el silencio del espacio. Podían no existir ciegos físicos, pero los había virtuales al no poder percibir nada por falta de luz. ¿Sería capaz de desenvolverse el mundo en aquellas aterradoras tinieblas? Nunca lo supo. Lo único que llegó a saber es que salir a la calle con los ojos tapados era harto peligroso. Dos coches trataron de evitarlo, pero un tercero lo mandó al hospital, donde los médicos perdieron la cuenta de las lesiones y magulladuras. Cuando salió, después de meses, bizmado aún y con mataduras en todo el cuerpo, cuantos le veían hablaban de milagro y fortuna. Al año no le quedaba otra secuencia que la de habérsele acentuado la cojera del mal de ojo y dos chirlos en los carrillos.

Un día, con aspecto de estar de vuelta de todo, se proclamó inventor de las bacanales.

Como nadie le hizo caso, armó un gran alboroto amenazando con registrar su invento y cobrar sumas descomunales a cuantos en adelante quisieran entregarse al desenfreno vinícola. Pero entonces le llegó el tiempo de sentar la cabeza y la cosa no fue a más.

Perdió, a poco, el entusiasmo por lo banal y se puso a buscar esposa para formar una familia como era rigor hacer a su edad.

Conoció, entonces, a Petrovna Vinogradova.



II Petrovna, la madre.

Petrovna Vinogradova era el envés de Hermann. Quizá por eso se avinieron ambos tan de maravilla. Apenas conocerse, iban ya a salto de mata, por no poderlo hacer de cama, en orden a la guarda de las apariencias.

Cuando se miraba a Petrovna se pensaba primero, y ante todo, en una mujer gorda, sin paliativos. Las carnes le desbordaban por encima de la ropa pese a las muy cumplidas haldas que vestía, pero eran unas carnes majestuosas, gratas, no esas grasientas y fofas de aspecto desagradable. Los brazos, los muslos, los pechos de Petrovna invitaban al pellizco honesto, cargado de ternura y regocijo. Pero, ¡ojo!, que nadie intentara el pellizco por mucha honestad que imprimiera al acto porque se enfrentaría a su enojo. Estaba orgullosa de ser mujer de un solo hombre y así quería seguir siendo. Ciertamente no había llegado al matrimonio entera, pero no había sido por procaz desenfreno o lujuriosa voluptuosidad, sino por el mucho amor hacia Hermann a quien nunca supo negar nada, ni siquiera su doncellez.

- Las jóvenes honestas miran las escenas escabrosas cubriéndose los ojos con ambas manos, las complacientes se regodean en la escabrosidad del acto-, decía cuando le preguntaban su parecer, al respecto de las costumbres disolutas.

Y ateniéndose a esa norma cerró los ojos cuanto pudo, por no ver lo que se le venía encima, la tarde que perdió la virginidad en un ortigal, allá abajo donde el arroyo serpentea entre olmos centenarios. Reconoció que Hermann se comportó como un caballero no dirigiéndole la palabra en todo el acto, lo cual a ella le habría supuesto muchísima vergüenza y embarazo.

Mas, sigamos con la descripción de nuestra heroína. Su cuerpo era de una asimetría enternecedora. Tenía los senos descompensados y cuando se ajustaba uno se le caía el otro mientras los cachetes del trasero se le movían en dirección inversa. Los brazos y piernas también jugaban en este desconsiderado vaivén, provocando sensaciones opuestas en cuantos veían moverse aquella mole, colgando ora de este lado, ora del otro o bamboleándose de delante hacia atrás y de atrás hacia delante, con amenaza de venirse al suelo, aunque el todo formaba un conjunto perfectamente acoplado donde nada faltaba ni sobraba. Sabía cuánto hablaba la gente en razón de su grosura, pero no le importaba y hacía oídos de mercader, sintiéndose muy a gusto en aquel formidable corpachón.

Iba y venía siempre aprisa, con mucha determinación, sin que le retrasara la fatiga ni el sofoco que a otras, con menos carnes, ahogaba. Hermann, ante esto, se esponjaba con orgullo diciendo que tenía una mujer de rotundidades impacientes.

Murmuraban de ella que había comido cantos de río, y bien podría ser verdad por la gran hambre que le acometía de continuo, pero nos inclinamos a pensar en esto como en invención de maldicientes pues se hace costoso admitir un estómago capaz de digerir guijarros. Pero era cierto su insaciable apetito. Atendiendo la casa, hablando con las vecinas o sentada al sol mientras acaparaba calorías primaverales, andaba siempre con el pan en la boca y una o dos lonchas de fiambre para disimular la miga. Cuando preparaba la comida no se andaba con remilgos de platos o cucharas, antes bien , iba de fuentes, cazos y alguna tinaja a la que sangraba con ahínco hasta dejarla exangüe. Esta de la comida era su manía, única manía, deliciosa manía por lo que esperaba ser enterrada con provisiones abundantes como hacían con los antiguos faraones en Egipto, según tenía oído. Porque cuando pensaba en ello sentía pánico ante al posibilidad de pasar hambre en el más allá, cuando tuviera que presentarse a Lucifer, o ante quien se hiciera cargo de las almas, con el estómago gritándole exigencias. Tampoco pedía mucho, si acaso una o dos orzas a rebosar de chorizos y lomos en aceite, una docena de hogazas, de las grandes, como las hacía el panadero del barrio, y un pellejo de vino para remojar las cortezas. Con ello esperaba tener suficiente hasta acomodarse en el lugar a donde fuere y ver de aprovisionarse cumplidamente.

En otro orden de cosas, amaba con delirio a su familia, y al acero de la mirada de Hermann enfrentaba dos ojos risueños, abriéndose paso tras las abultadas carnosidades de los párpados.

- Enfermarás, Hermann, querido. La bilis te reventará y el agrio de los mondongos te saldrá afuera-, decía cuando el hombre estallaba en imprecaciones.

Hermann apretaba los labios reteniendo una obscenidad y quedaba pensativo desarmado ante tanta amabilidad, pero ella le sonreía con expresión de ternera, de modo que terminaba por ir a sus quehaceres para disimular el pasmo que le afloraba al rostro. Y es que mostraba siempre una actitud tan dócil que terminaba aplacando a cuantos quisieran hacerle exasperar.

Por las noches ahogaba a Filogonio en su cariño de madre, y lo apretaba contra sus senos

diciéndole ternezas que terminaban abochornando al muchacho.

- Mamá, bruta-, decía el chico.

- ¡Huy, mi pequeñín! ¡Cuánto le quiero!

Y volvía a estrujarlo como si quisiera fundirlo con sus propias carnes. Lo acompañaba a la cama, le extendía las sábanas, le ayudaba a ponerse el pijama y le arreglaba el embozo con una sonrisa capaz de derretir los riscos.

Hermann se lo reprochaba y le decía que no era manera de tratar a un muchacho a punto de cumplir los catorce años, pero ella le replicaba:

- Fagocito de medio pelo, deberías destruir de inmediato la llegada del monje y proveer al contubernio con tan rolliza doncella. Pero no fiaros pues puede venir de ello gran daño para el obrero, en la displicencia de los avatares a que nos tiene acostumbrados la amanecida. Si rascas hallarás la razón de todas las cosas en el moho de los sudarios, tenidos en menos cuando cubren la desnudez de la turba vociferante.

Frases como esta y otras de similar enjundia no extrañaban en aquella mujer de apariencia grosera si se tiene en cuenta que de soltera había trabajado en una editorial donde se ocupaba de sustraer de los libros, antes de entrar en imprenta, frases obscenas, delictivas, injuriosas, proclives a la subversión o simplemente de dudoso significado y escribir con ellas un nuevo libro, publicándolas de forma aleatoria para que formasen un todo abstruso. Este libro, titulado Clásicos Inconfundibles se había declarado de lectura obligada en fiestas y conmemoraciones oficiales y en torno a él se abrieron enconados foros donde intervenía la intelectualidad,tratando de hallarle explicación a lo inexplicable.

Petrovna había alcanzado un alto nivel en el perfeccionismo de este tipo de publicaciones y habría llegado lejos de no haber contraído matrimonio. Tras casarse hubode dedicarse a la familia, frustrándose una carrera de éxito.

Luego de haberse desfogado con la parrafada y antes de irse a dormir, se encerraba en la habitación de la costura y revolvía una especie de baúl no mayor que una alcancía donde almacenaba centenares de botones de todos los tamaños, formas y colores. La mayoría eran de nácar pero los tenía también de hueso, madera, metal y hasta unos redondos y relucientes hechos con guijarros de río, pulidos y perforados a mano por ella misma. Era su tesoro, caja de Pandora donde encerraba la felicidad conyugal. Si algún día le faltasen aquellos botones, Hermann enloquecería, se transformaría en un vegetal siniestro, lo veía en la opacidad de sus ojos cada vez que se dirigía a ella mostrándole las hilachas de un botón desaparecido. Y lo quería demasiado para arriesgarse a tanta pérdida.

Por eso revisaba todas las noches los botones, echados a puñados en el baúl, sin ningún orden. Pero sabía cuales eran para esta o aquella ocasión, los tenía contados aunque estuvieran en montón, recordaba los utilizados, conocía las faltas después del último cosido y preparaba de memoria la lista de los que había de restituir al día siguiente.

Solamente después abría con cuidado la puerta del dormitorio y, sin encender la luz, se desnudaba. Mientras lo hacía escuchaba atentamente la respiración con altibajos del hombre, sus reniegos a medio camino entre el sueño y el duermevela, y aspiraba con placer el penetrante olor a macho.

Se acostaba regurgitando las carnes sobre el cuerpo enteco del hombre que se removía con un refunfuño.

- ¿Duermes, Hermann?

- Sí.

- ¡Mentiroso!

Y hacía un mohín con los labios, mohín invisible en la oscuridad de la habitación.

En medio de las espectrales sombras contra las que se destacaba la blancura impoluta de las sábanas con olor a limón, se desarrollaba el acostumbrado trajín de rezongos,

murmullos, cachetes y suspiros. Luego se hacía un silencio inmenso como el que debe reinar en los espacios siderales y quedaban ambos dormidos; él perdido en los poderosos brazos de ella, ella aspirando la respiración terca de él.

También en el dormir eran dispares. Hermann tenía un sueño intermitente con periodos de insomnio, importunidades y palabras sin sentido dichas en voz alta. Dormía además con los ojos abiertos, fijos en la eternidad, lo que producía desasosiego en quienes lo veían de aquellas trazas, tendido sobre la cama, boca arriba, mirando sin ver. Petrovna, por el contrario, después de los dichos rezongos, se entregaba al sueño con vehemencia, viviendo experiencias oníricas de las que no guardaba a la mañana siguiente ningún recuerdo. Pero sabía que había soñado y que había soñado mucho y hermoso, y eso la despertaba jubilosa.

Era la forma de cada uno de apropiarse de la luz de la luna cuando la noche se hacía boca de lobo.


III Filogonio, el hijo.

Filogonio era idiota por definición, inútil por vocación, un fracaso concluyente. Poco más se puede añadir a su retrato. Si acaso, la expresión de bobalicón que le afloraba a los belfos cuando se sentía estúpidamente feliz, o sea, siempre.


IV Una decisión difícil.

El lujurioso emparrado propiciaba un diálogo sereno, incluso coherente.

Petrovna se había desparramado sobre una hamaca que crujía a cada movimiento y miraba a Hermann mascar un pámpano mientras se desabrochaba el botón por trigésima tercera vez. Petrovna siguió con la mirada el pendular suicida del tercer botón del chaleco empezando por arriba. Estaba a punto de caerse. Caería en breve y tendría que levantarse para cosérselo.

El fijó la vista en una pequeña mancha que se aferraba al seno izquierdo de Petrovna. La mancha, minúscula, no mayor que una mota de polvo empezó a crecer, a sus ojos, hasta cubrirle todo el pecho. Entonces sintió la necesidad de quitarla. Era su obsesión. Los botones pasaron a segundo término. Alargó la mano y la pasó por los pechos. La bofetada resonó como un trallazo.

- Está mirándonos el niño-, se justificó ella.

Hermann se acarició la mejilla que empezaba a adquirir un color cárdeno en forma de cuatro dedos como zarpas. Quiso protestar, enfadarse, defender su dignidad de hombre, pero la mirada dulce de Petrovna lo desarmó, y arrancó otro pámpano del emparrado.

- Varios gremios de ingenieros han sufrido escarnio, desencadenándose una merma

generalizada en la producción agroalimentaria-, dijo al cabo de un rato-. Lo he oído en la radio.

Petrovna lo miró con expresión de espanto.

- Mentiras-, musitó tratando de tranquilizarse-. Lo dicen para distraernos de sus manejos.

- Lo dice la radio…

- La radio dice lo que ellos quieren hacernos creer. Es su método de manipulación.

- En la manifestación del otro día, unos hombres portaban pancartas pidiendo democracia. Alguien dijo que si no viviéramos ya en democracia, no podrían estar allí pidiéndola Entonces, prendieron fuego a las pancartas y se disolvió la manifestación.

-Era una manifestación incoherente-, apuntó Petrovna. Al decirlo se volvió hacia Hermann mientras la hamaca volvía a crujir quejumbrosa.

- Pocos entendieron la incoherencia y hubo conatos de agresión.

Hice por abandonarla, pero ya era tarde-, siguió Hermann.

Petrovna extendió los dedos lanzando al aire un beso de solidaridad.

- ¡Mi ángel!

- Apareció la policía por una bocacalle y nos zurró la badana sin compasión. Yo conseguí agazaparme tras unos fardos de decomiso y pasé inadvertido, lo que me libró de la tunda, pero algunos compañeros les hicieron frente. Evodio e Isabelo se batieron el cobre pero no les valió el palio y terminaron, con otros muchos, en el hospital, baldados en el ánima y en los lomos.

Luego, sin venir a cuenta,conducta muy propia de él,añadió:

- Lee para ignorar menos, no para saber más; el conocimiento es navegar en un mar de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas.

Tan culto exordio fue interrumpido por un estruendo. Filogonio se había subido a lo alto de la cerca de madera para alcanzar un racimo y en el intento se había venido abajo, arrastrando en la caída valla, parra y cuanto halló a su paso, entrando en este apartado dos cubos de zinc, un entramado de hierros y alambre que tenía preparado Hermann para guiar el emparrado hasta el porche de la casa, además de dos escaleras de mano, de dudosa utilidad dado su deplorable estado de conservación y una carretilla que, nadie sabía por qué, se hallaba, a la sazón, aupada en lo alto de la cerca.

Al estrépito se alzaron ambos, pero visto el estropicio no mayor del ya existente con anterioridad y, en atención a que Filogonio reía con su habitual cretinez, volvieron ella a su hamaca y él a sus botones y pámpanos, dando por terminado el incidente.

- ¿Se habrá hecho daño?-, preguntó al rato Petrovna tratando de parecer preocupada.

- Ningún tonto se duele de sus tonterías.

- ¡Pobre Filogonio! ¡Tan felices como nos las prometíamos cuando nació!

- Deberíamos darlo en adopción.

- ¿Tú crees?

- Sería lo más práctico.

- Me resulta doloroso pensarlo.

- O entregarlo a la factoría de reciclado.

- Peor. Dicen que nadie regresa de ella.

- Pero es una rémora insoportable.

- ¡Me costó tanto concebirlo!

- Un cigoto embarullado en una danza de granos de polen rabilargos. Nada extraordinario.

- El caso es que le he cogido cariño.

- Tontos como este te los encuentro a capazos todos los días impares, querida, concluyó Hermann.

Filogonio alzó la cabeza sin levantarse aún del suelo e hizo cuentas con los dedos. Estaban a día 21 y se sintió aludido. Dolorosamente aludido, eso sí.

.La tarde declinaba y el calor se espesaba barruntando una noche de desvelos. Durante aquel insoportable verano casi todos los días las nubes aparecían en el horizonte pero, conforme se acercaban, algún soplo de malevas intenciones las desmenuzaba y esparcía como a caléndulas medrosas. Hermann pensó que una tormenta aliviaría el sofoco, pero eso no parecía posible en aquel cielo calinoso que se abajaba a ras de tierra hasta aplanar los ánimos.

- Nos desharemos de él, definitivamente-, sentenció, después de pensarlo unos minutos.

Petrovna miró con ternura al muchacho que en aquel momento trataba de desembarazarse del barullo de hierros, astillas y palos que lo cubrían.

- Lo entregaremos al Consejo de Criaturas Irresponsables y que ellos obren en consecuencia-, añadió Herman.- Pero de seguida.

- Si lo tienes decidido, querido…-. La hamaca gimió otra vez al tratar de recomponerse la mujer.

- Y no me pidas nuevos hijos, Petrovna. Nosotros no servimos para eso. Los seis anteriores no resultaron mejores que Filogonio. Andros nació con branquias, Faetón tenía

más de cefalópodo que de humano, Quirico…

- Quirico fue normal-, apuntó con alegría Petrovna dejando abierta una puerta a la esperanza.

- Pero le dio por perseguir imposibles y se lanzó al océano tratando de alcanzar a nado la otra orilla de nunca volvió. Por una u otra razón se nos malograron todos. No quisimos escuchar a los dioses, comimos el pan de la perfidia y bebimos el vino de la lujuria.

Nuestra herencia genética está condenada al exterminio.


.. …… …..


Filogonio, libre del caos de deshechos en que se había visto envuelto, se enfrentaba en aquel momento al sol, muy abiertos los ojos, y lo desafiaba mientras la baba formaba un charco a sus pies.

Hermann se desentendió de todo y empezó a hablar del último libro que había visionado en la Filmoteca Pública, con aquella labia tan característica suya en la que parecía condensarse todo el conocimiento del cosmos.

- El ciclo vital se circunscribe al pentámero reticular del Eterno Retorno. Al gusano se lo come el sapo, al sapo la serpiente, a la serpiente el cerdo, al cerdo el hombre y al hombre el gusano. Cuando se rompe uno de los hilos, pues se sabe de hombres comedores de serpientes o cerdos devoradores de sapos, el firmamento debe rehacerse. Entonces se estremece la Tierra, vomita fuego por la boca de los volcanes, y en el cielo aparece una estrella nueva que los hombres de ciencia deben catalogar.

- Mucho cacareo para tan pocos huevos-, pensaba Petrovna.

Y asentía como una autómata mientras acariciaba el frasco que guardaba en la faltriquera interior del vestido con el cigoto proveniente de una bio activación de espermatozoides de desecho.


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