Las sombras y
las luces jugaban a dibujar espectros. A través de las cortinas, los neones
rasgaban la oscuridad y creaban en la habitación una atmósfera irreal donde los
colores se entregaban a la fantasía.
Enseguida
vendría el hombre o lo traerían hecho un guiñapo, como sucedía a menudo cuando
se pasaba con el alcohol y terminaba semiinconsciente en la habitación de
cualquier prostíbulo del extrarradio. En estos casos lo arrastraba hasta la
cama, le quitaba los zapatos, la chaqueta y, en ocasiones, la camisa. A más no
llegaba. Las náuseas de ver aquel despojo le impedían seguir. El olor a sexo y
vino barato que emanaba de las ropas la descomponían.
Lo dejaba solo,
se encerraba en la habitación contigua y empezaba a llorar. Lloraba hasta que
el sueño la vencía y se quedaba dormida en posición fetal, como un ovillo desmadejado.
Despertaba con las primeras luces. Un silencio, que se le antojaba siniestro,
dominaba la casa. Se duchaba, se vestía y preparaba dos desayunos. Uno se lo
tomaba ella y el otro lo dejaba allí para cuando él se levantase. Lo haría a
mediodía o quizá por la tarde, en cualquier caso exigía tener preparado su
desayuno, la única comida que hacía en casa. Entraba en la cocina rezongando
como un idiota, extraviada la mirada, inseguro el paso, braceando para asirse a
los muebles. Comía un puñado de galletas, desmigándolas sobre los pantalones,
después tomaba la taza con las dos manos y sorbía el café con leche haciendo mucho
ruido; de seguido se quedaba sentado, perdida la mirada en las fachadas de los
edificios de enfrente, en espera de la noche para volver a la taberna y de la
taberna al arroyo. Buscaría una mujer y holgaría con ella dando rienda suelta a
sus más desordenados apetitos, para volver a comenzar la espiral eterna en que
se había enredado. Ella también se había visto atrapada en aquella trampa de
alambres invisibles, trampa tenebrosa de la que querría salir pero no se
atrevía por la violencia extrema del hombre.
Catedral de Santo Domingo de la Calzada. |
No llegaba a
prostituirse. Era solamente un juego casquivano de miradas, sonrisas, caricias hasta
donde la censura permitía y algún beso robado en la espesa atmósfera de
cualquier cafetería. Como acompañante era presa disputada entre hombres de
negocios, solteros irredentos y caballeros necesitados de compañía. Dejaba
siempre claro hasta dónde había de llegar la relación contractual, pues así
consideraba el intercambio de servicios que hacía con su cuerpo, y en ese
convenio nunca aparecía el acto sexual directo, a lo sumo alguna frivolidad de
entrepierna.
Hasta el día
que apareció él. Ahora no se le alcanzaba qué le vio de especial para encoñarse
como lo hizo. Quizá su apostura, su cuerpo de héroe heleno, sus modales de
caballero medieval. Cuando lo vio la primera vez pensó que el pantalón de raya
perfecta y la impoluta chaqueta de espiga eran meros adminículos que estorban la
contemplación de la elegancia innata de su cuerpo. De aparecer desnudo, su
apostura justificaría la insolencia y lo haría admirable. Estaba de codos,
sobre la barra, al fondo de la cafetería, perdido en la confusión de sombras
que emanaba de un pasillo oscuro abierto a sus espaldas.
Le observó tras la neblina
tenue del humo de los cigarrillos como se observa el decorado de un escenario
donde va a representarse una obra capital, con el carisma y la unción ceremonial
precisa. Le sonrió, devolvió él la sonrisa, y discutieron las condiciones del
contrato, saltándose las reglas contractuales. Arriba había habitaciones y
apalabraron una, entregándose a la más feroz de las lubricidades. La rabia
sexual tantas veces retenida en los escarceos con cien hombres, afloró con la
fuerza de un tornado demoledor e instó, exigió, tomó y robó hasta quedar
exhausta. Hablaron luego de pasar por el juzgado y a poco quedó atada, para su
pesar, con anillos de hierro que no de oro.
Porque pronto había de ver
su equivocación. La distinción y el cuerpo que le habían cautivado eran
fachadas de adobe. Bien armado de cintura para abajo, iba siempre
pendoneando tras las mujerucas del barrio y a poco de vivir juntos se lo
encontró un día mancillando el lecho conyugal con la pelandusca del cuarto, una
mujer picada de viruelas que tenía a su favor ser ojituerta y patizamba.
- ¿Me engañas
con semejante horror?-, le apostrofó con lágrimas en los ojos.
El hombre saltó
de la cama, envuelto en una toalla para mantener el orgullo de la desnudez a
salvo, y le cruzó la cara de un manotazo. Luego, se encamó, de nuevo, con la
virolenta y la ignoró.
En otras dos
ocasiones trató de revelarse con el mismo resultado de bofetadas y golpes. Después
empezó la degradación de ambos. El alcohol, alguna droga de poco calibre y
compañías femeninas de desecho dieron al traste con tanta apostura y virilidad,
mientras ella se hundía en su propia ignominia, en el miedo y en la aberración de
la rutina.
Esta noche no
sería distinta. Sólo cambiaría la hora de llegada. Si llegaba pronto, le
cedería el lecho e iría a acostarse en la otra habitación. Si llegaba de
amanecida dormiría tranquila en su cama. Podía trasladarse a la sala de al lado
definitivamente pero había decidido hacerlo sólo cuando estaba él. Al fin y al
cabo aquella era su cama y tenía derecho a ella cuantas veces pudiera
disfrutarla en soledad, era lo único que le quedaba de la antigua dignidad: el
disfrute de su colchón, de sus sábanas, de su manta, de la colcha raída. Pero
no quería compartirlo con el bestia del marido, ello la habría hundido en una
iniquidad insoluble. Unos miserables grumos de decoro se lo impedían.
Pensando en todo
esto la invadió un agradable sopor y se sintió flotar en un lecho de nubes
algodonosas.
En el sueño que
le sobrevino se encontró en un mundo de animales disformes de dos y más cabezas,
tres rabos, siete patas y sonrisas disparatadas que acompañaban de gorjeos. Las
personas iban y venían entre aquellas bestias sin prevención ni cuidado,
corrían a sus quehaceres y se saludaban con mucho aparato de abrazos y zalemas,
deseándose parabienes sin cuento. Todos parecían felices, sólo ella sufría
enormemente. Al principio no supo por qué, pero en seguida se fijó que gruesas argollas,
unidas a unas pesadas cadenas, se cerraban en torno a sus muñecas y tobillos
haciéndole penoso el caminar.
Alguno de
aquellos animales se acercaba a ella y la olisqueaba con impudicia. Un hombre
alto, de porte distinguido, se arrimó con displicencia. Sonreía de oreja a
oreja y saludaba a su alrededor haciendo molinetes con el sombrero de fieltro.
- Señora…-, le
dijo con una inclinación exagerada de cabeza. Y sin dejar de sonreír le buscó
los pechos.
Al retroceder,
para rehuir las caricias, tropezó con un monstruo de cuerpo abotagado, sin
patas, que reptaba ayudándose de una lengua viscosa y acerada.
- Querida…-,
silbó el asqueroso reptil.
- Me dais asco. Os detesto-, chilló ella.
- Eres bella, muy bella. Te deseamos-, exclamaron mil
voces al unísono, llenando de ecos la pesadilla.
- Ni por pienso. Antes me arrojaría a ese abismo.
Roncesvalles. |
Las cadenas se habían roto. Cada eslabón rodaba por el
suelo y los grilletes se desmenuzaban como arena mientras los horribles
personajes del sueño huían despavoridos.
Unos golpes intempestivos, acompañados de voces,
pidiendo que abrieran, la despertaron. Se sentó en la cama y escuchó con
atención. Era su bestia, tan monstruosa y aborrecible como las del sueño. Dejó
que siguiera golpeando la puerta y gritando mientras repasaba los recuerdos y
establecía paralelismos entre lo soñado y su vida. Las cadenas empezaron a
antojársele de barro cocido. No tenían consistencia, eran frágiles como la
loza. Podía rugir, bramar como el trombón, ser volcán incontenible, romper los
lazos, ahora frágiles, de su opresor. Podía vencer sus miedos tal como había
vencido a los espantos rijosos de la pesadilla.
A través de la ventana entraban las primeras luces del
día difuminadas todavía por el temor de romper la noche. Se levantó y empezó a
vestirse. Guardó luego unas cuantas cosas, las imprescindibles, en una maleta de
esquinas abolladas y se dirigió a la puerta. La abrió. Un espectro demacrado,
sucio y abominable ocupaba el vano.
- ¿A dónde vas?-, gangueó dirigiendo una mirada
extraviada a la maleta.
- Tienes las cadenas sobre la cama-, le respondió la
mujer.
La estupidez del rostro del hombre se tornó más
estúpida aún si cabe, al no entender nada de lo que sucedía. Cuando quiso
reaccionar estaba solo frente a un desierto de paredes, puertas y ventanas.
La mujer se detuvo un segundo en el umbral antes de
encaminarse con decisión hacia el infinito. La calle, acabada de regar, olía a
nueva, a recién puesta, a escapada de la siniestra celda donde había estado
presa durante la noche. Como ella.
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