lunes, 11 de febrero de 2013

Angel



No es que ser ángel colmase sus expectativas espirituales. En realidad ni se había planteado semejante posibilidad. Fue un pensamiento pasajero desechado al momento por inoportuno. Agitó la cabeza con violencia imprimiendo a sus hermosos cabellos rubios un movimiento giratorio de voluptuosidad ingrávida y lo dio al olvido. Pero la idea obsesiva de su eventual transformación en un ser incorpóreo siguió acompañándole en días sucesivos con tan  machacona insistencia que empezó a hacérsele insoportable.

Aquella madrugada volvía de fiesta con unos amigos cuando la fría cuchillada de la noche se le clavó en el cuarto espacio intercostal izquierdo y se detuvo son un gesto de dolor. Al momento no le dio importancia, pero el dolor se le reprodujo en los días siguientes y acudió al médico con miedo.

La habitación donde le metieron olía a asepsia y a sustancias narcotizantes. Le habían vestido con una bata azul pálido a la que le faltaban los botones, lo que dejaba su pudor muy mal parado. Continuamente tiraba de este extremo o de aquel, pero si tapaba el pecho dejaba al descubierto la nalga y no le era posible centrarse en cual era la parte más comprometida de su anatomía a la hora de cubrirla según la decencia aconseja.

Puti de la catedral de Burgos.
Al fin apareció la doctora, una mujer asexuada de gestos impersonales y formas rectilíneas, que le miró con desconfianza y desprecio. Se le acercó arrimándosele hasta hacerle sentir su apestoso aliento a desinfectante de hospital. Una vaharada le vino a la boca desde el estómago y estuvo a punto de arrojar la digestión del desayuno en la planicie interminable que se adivinaba bajo la impoluta bata blanca.

La doctora, ajena a todo este desarrollo metabólico, procedió a un exhaustivo examen en el que no faltaron presiones de una mano gélida, alguna punción, y carraspeos escondiendo connotaciones dudosas. Cuando terminó el reconocimiento se sujetó las gafas, que amenazaban resbalársele narices abajo en una pirueta suicida sin precedentes, a la vez que sentenciaba:

- Podría ser una cifosis deformante con curvatura anormal posterior en el plano sagital debida a procesos patológicos desconocidos.

Abelardo babeó ligeramente, sin entender palabra, y se le humedecieron los ojos. El hombre era un amasijo de ternura que, conmovido por la revelación, apoyó la cabeza sobre el hombro de la doctora, llorando amargamente, totalmente desmadejado.

- Estoy desahuciado, ¿verdad?-, preguntó entre hipidos.

- Si acaso condenado a lucir una giba de dromedario, pero nada grave que no pueda solucionarse con cirugía.

La vida volvió al cuerpo de Abelardo cuando oyó estas palabras de esperanza. Miró con dulzura a la mujer y le estampó dos sonoros besos, uno en cada mejilla. Estaba exultante, tenía ganas de saltar, de gritar, de proclamar al mundo su felicidad. ¡Había pasado tanto miedo pensando en una carencia cardiaca! Y resultaba ser una mera corcova…

Se fue a casa a esperar acontecimientos. El tiempo diría si era necesario entrar en el quirófano o la enfermedad se enquistaba en sí misma quedando todo en un susto.

Pero volvieron las obsesiones angelicales, ahora acompañadas de pesadillas en las que se veía volando por el empíreo en compañía de angelotes de sonrosada tez y brazuelos regordetes que entonaban aburridísimas canciones de alabanza al Creador.

Pensó, entonces, si no se le estarían trastornando las entendederas y acabaría deambulando por las calles haciendo tonterías y diciendo memeces que harían reír a todos entre mofas y escarnios. Porque aquella era locura y no pequeña de la que debía desprenderse cuanto antes. Y así andaba, un día, con la preocupación de terminar cheposo y otro con la de volverse orate, sin acertar a quedarse con ninguna, pues las dos le parecían terribles.

No conocernos nos desinhibe y libera de prejuicios. Esto pensó Abelardo y trató de emplearse en mil ociosidades haciendo lo posible por olvidarse de sí mismo, convertirse en un desconocido, llevándolo a extremos tan ridículos como mirarse en el espejo y negarse una y cien veces, teniendo la imagen reflejada por la de un perfecto extraño. No recibía visitas por considerar, a cuantos se le acercaban a saludarle, personas nunca vistas y negaba ser Abelardo o haberlo sido alguna vez si acaso habían existido Abelardos en el mundo.

Resultó todo vano, porque a los sueños de los rubicundos angelotes sucedieron enseguida cambios anatómicos que le hicieron volver a la realidad. Duchándose uno de los días se reconoció a la altura de los omoplatos unas nacencias que, a poco, rompieron la piel y, conforme crecían, se cubrían de plumón suave y menudo con lo que ya no le quedó duda de estar convirtiéndose en ángel.

La doctora de las gafas suicidas le invitó a resignarse con su destino por no ser posible operar lo que no era enfermedad ni anomalía anatómica, pues, le dijo, es propio de un ángel tener alas en las espaldas bien sujetas a los omoplatos y operar sería ir contra la naturaleza de las cosas. Por ello debía avenirse a lo que el destino le deparaba y ser ángel con todas las consecuencias como otros son perros, vacas o aves sin oírseles queja alguna por ello. Si, después de todo, aún quería querellarse debería hacerlo a instancias celestiales donde correspondía el caso según se estaba viendo por las plumas y todo lo demás.

- ¿Qué sería si todos nos mostrásemos disconformes con nuestra natural apariencia y quisiéramos ser distintos a como hemos sido destinados? ¡Aviados estaríamos!-, terminó diciendo mientras abría la puerta de la consulta mostrándole la calle.

Detalle de retablo sobre tabla  de la iglesia de San Nicolás. Burgos
A partir de aquel día Abelardo se resignó a la metamorfosis que sufría, pero vinieron a perturbarle nuevas cuestiones derivadas de ella. Una, no poco importante, a su juicio, fue la de la sexualidad. Por ser los ángeles andróginos, según tenía leído, temía con razón que le habrían de desaparecer los atributos o, en todo caso, quedar dueño de un péndulo inútil como badajo sin campana que tañer.

Tomó por eso costumbre de vigilar con tiento los testigos de su naturaleza, y los saludaba con alborozo cada mañana al hallarlos donde les correspondía. Luego realizaba una inspección más minuciosa en que, ora se mostraba contento de su pujante virilidad, ora le invadía la congoja tanteando lacios despojos, según el estado de ánimo que mostraban tan caprichosos compañones.

Otra preocupación, no menos grave, fue la de la incorporeidad. Se miraba en el espejo tratando de adivinar grietas, honduras o escapes de materia en la masa sólida de su cuerpo, porque si había de ser ángel pronto o tarde se desprendería de la grosera corteza animal para adquirir el estado difuso común a todo espíritu. 

A esto dedicó mucho tiempo en vano, pues no veía ningún cambio en las carnes ni en la grosura por lo que pensó si no sería que al mudar de consuno la totalidad de su cuerpo todo pasaba de material a inmaterial, de corpóreo a incorpóreo, tanto más que, tonándosele quintaesencia también la mirada, no podía apreciar en sí mismo ninguna transformación.

Tanteaba a veces una puerta o un tabique por ver si lo podía atravesar, pero se le resistían sin remedio.

- ¿Y si fuera falta de intento?-, pensó.

Así, un día, tras darle muchas vueltas al caletre, dijo llegado el momento de probar y se arrojó en tromba contra una de las paredes de la casa, quedando empotrado contra ella, esbozada su anatomía en el yeso.

Después de aquello pasó varios días en cama con el cuerpo como colegio de cardenales, un brazo en cabestrillo y varios dientes de menos. Sus comienzos angelicales no habían podido ser menos afortunados.

Obligado a permanecer inactivo hasta la recuperación siguió dándole vueltas al asunto hasta venir a caer en otra idea no menos descabellada que decidió llevar a cabo desde aquel mismo instante: sublimarse en una catarsis absoluta.

Se embebió en profundas meditaciones de sublime intrascendencia. Buscó el karma en los entresijos acusadores de su conciencia y decidió no perturbar en adelante su espíritu con groseros alimentos con lo que vino a negarse a tomar cualquier comida por no ser ello propio de un aspirante a ángel. Y como viniese a debilitarse y enflaquecer hasta extremos que parecía, ciertamente, más espíritu que materia, fue obligado a comer, pero tan pronto como quedaba solo, se provocaba arcadas con los dedos índice y corazón para arrojar el contenido de su estomago en medio de convulsiones grotescas. Quedaba entonces pálido como la cera, con la mirada perdida, lo que le daba el aspecto catártico que tanto convenía a su angelical estado.

Estuvo al borde la muerte y ello le avivó el seso y le hizo recapacitar aviniéndose, por último, a compaginar ambas esencias, humana y etérea, y se dejó alimentar y comió y engordó retomando en poco tiempo el aspecto saludable que siempre se le había conocido.

Aunque ser ángel le obligó a arrastrar una vida mediocre, escondida, perseguido siempre por la curiosidad y la burla. A más de las muchas horas que todos los días había de dedicar a mantener tersa la albura de las plumas con aceites y ungüentos que se procuraba.

¡Y para lo que le servían! Jamás consiguió remontar el vuelo con ellas.







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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pobre Abelardo y sus alas inútiles... :)

Esther Pardiñas dijo...

muy elegante metamorfosis, incompleta diría yo pero sublime como un coro de arcángeles jeje. Me ha gustado mucho este ángel terrenal.

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