Conocí a Carlota siendo
casi niños. Ella tenía catorce años y yo apenas había cumplido los quince.
Era esmirriada de cuerpo,
tenía el rostro chupado, los ojos saltones, tras los labios finos y agrietados
dejaba entrever una dentadura descabalada y era maravilla verla sostenerse
sobre los juncos de sus piernas. Pero desde que la vi sentí la necesidad
imperiosa de besarla.
El verano siguiente dio un
cambio portentoso y, de pronto, se transformó en mujer. Se le abultaron los
pechos como dos naranjas en sazón, sus caderas adquirieron redondeces morbosas,
los ojos se le acomodaron en una cara pletórica de luz, semejante a la luna
llena, y los labios le cambiaron a dos fresas sonrosadas. Hasta los dientes se
le alinearon mostrando, al sonreír, una hilera de marfiles deslumbrantes. Y mis
deseos de besarla aumentaron. En el silencio de la noche se me alborotaban las
ideas; los fantasmas de la imaginación me embarullaban el entendimiento, perdiéndome
en un fanal de sonrisas luminosas y labios temblorosos que se llegaban a los
míos, pero sin rozarlos.
No era fácil encontrar un momento
para estar a solas con Carlota y, cuando lo hallaba, era tal mi azoramiento que
no atinaba con las palabras; hasta los brazos se me hacían huéspedes, empapado
de rubores y vergüenzas ante la risa burlona con que ella acogía mi turbación.
Uno de los días, después de
mucho ensayarlo ante el espejo, se lo solté de sopetón:
- Carlota, necesito
besarte.
Soltó la carcajada más
argentina que había oído yo hasta entonces.
- Lo harás, querido, lo
harás a su tiempo-, me dijo sin dejar de reír, desnudándome alma y cuerpo con
la mirada.
Aquel querido me embargó de
alegría por unos instantes, pero fue esperanza vana porque, enseguida, me
desinflé como se desinfla el globo al que le pinchan con un alfiler. El suyo no
era un querido de enamorada, ni siquiera un querido afectuoso. Era,
sencillamente, su forma de hablar. Llamaba querido a todo el mundo y yo no era
la excepción.
Una tarde bochornosa de
esas que invitan a perderse bajo el ramaje de las enredaderas y sentir en la
piel el frescor de la hierba, nos encontramos sentados frente a frente, en un
parque de la ciudad, disfrutando de abrumadores silencios. Carlota me miraba
con picardía. Sabía de mis deseos, me adivinaba el pensamiento. Yo había tomado
sus manos entre las mías y jugueteaba con ellas. Tenía los dedos finos, las
uñas arregladas imitando nácares afilados y la tersura de su piel excitaba mi
imaginación. Posé los labios en el torso de su mano derecha, luego la volví para
besarle la palma. Me sentía el hombre más dichoso de la tierra, pero para ver
completa mi felicidad tenía que besar sus labios rojos, húmedos, deseables y
entreabiertos.
Tiré de ella hacía mí hasta
acercar mi rostro al suyo.
- Querido, eres demasiado
impetuoso-, deslizó las palabras en mi oído.
Entonces, llegó un airón
acompañado de ruido ensordecedor. El viento rugió entre el ramaje y el vendaval
desgajó aquí y allá las ramas de los árboles, haciéndolas caer a nuestro
alrededor. Un pandemónium de gritos y carreras lo llenó todo. La muchedumbre se
abalanzó sobre nosotros arrollándonos. Cuando quise darme cuenta, a Carlota la
había arrastrado el gentío y corría, a lo lejos, presa del pánico. Quedé de pie
mirando como un estúpido las carreras que se sucedían en torno mío. No ocurría
nada. La histeria se había apoderado de la multitud, pero no ocurría nada. Si
acaso, había perdido otra oportunidad. El viento siguió soplando unos minutos,
luego se apaciguó y una calma ominosa y siniestra invadió el parque.
Estaba solo con mi
desencanto, y lancé un grito horrendo para descargar todas mis iras y golpeé el
tronco del árbol más cercano hasta dejarme en él los nudillos y terminé de
desgajar una enorme rama que el viento había dejado columpiando.
La siguiente ocasión se me
presentó cuando me gradué en la Universidad. Pedí a mis padres permiso para
llevar a casa a un grupo de compañeros e invité también a Carlota. Estaba
preciosa. Desde que entró no tuve ojos para ninguna otra chica que no fuera
ella. Me deshice en cumplidos, le agradecí su asistencia, pero tuve la fatal
ocurrencia de presentarla a mi madre. ¿Congeniaron como no era posible que lo
hicieran en tan poco tiempo o, simplemente, me eran contrarios los hados?
Durante horas se retiraron a una habitación de la casa donde hablaron de
cuantas naderías es posible hablar sin perder el hilo de una conversación
insustancial y tonta. Reían a ratos, daban a su rostro un tono de seriedad
caótica, otros, y se abrazaban de cuando en cuando mientras giraban dando
pequeños saltitos.
Yo no entendía nada. Me
sentía transportado a un mundo irreal. Desde la puerta, le hacía a mi madre
señas de que dejase a Carlota, pero me miraba sin entender y me contestaba con
extraños visajes preguntándome qué quería. Luego supe que, en algún momento de
aquella conversación, había dicho con mucha seguridad:
- Carlota, encanto, creo
que tengo un hijo idiota.
No me fue posible acercarme
a Carlota en toda la tarde ni a lo largo de la noche y ya no pude hacerlo en
mucho tiempo. Los caminos de Carlota y los míos se separaron de madrugada. Mis
padres me metieron en un avión y aparecí, horas después, al otro lado del
Atlántico donde me esperaba un caballero, vestido de negro, de aspecto
encorsetado, al que jamás vi sonreír en el lustro que compartí con él el trabajo.
La empresa a donde fui
enviado era filial de una filial asociada al bufete familiar y el señor de luto
con cara seria, el director encargado de enseñarme los entresijos y mañas del
oficio. Debí ser buen discípulo, pues a los cinco años consideró mi padre que
estaba lo suficientemente preparado para hacerme cargo del departamento que
atendía los asuntos financieros del bufete por lo que me ordenó volver.
Apenas llegado, recibí notificación
del casamiento de Carlota. La boda fue de empaque. Cuando acudí, invitación en
mano, un individuo con pinta de mayordomo británico, que anunciaba a los
invitados engolando mucho la voz para ser oído por encima del murmullo
generalizado, me hizo los honores. El novio era un hombre menudo, rechoncho, de
brazos cortos que pugnaban por darse la mano inútilmente abrazando una barriga
trazada a circunferencia. Los ojillos le bailaban en las órbitas como dos
planetas menudos que se le hubieran incrustado bajo la frente y la cabeza
parecía pegada al cuerpo, directamente, sin adminículo alguno parecido a
cuello. Hablaba en susurros, mantenía prietos los labios al hacerlo, mientras saludaba
a los invitados alargando una mano blanda semejante a una gigantesca ameba.
- Carlota, ¿dónde has
encontrado eso?-, le pregunté a mi amiga cuando, por fin, pude aislarme con
ella en la pista de baile. Soy un bailarín pésimo, lo reconozco; la pieza que
destrozaba la orquesta parecía una mazurca, pero yo estreché a Carlota entre
mis brazos y bailamos a ritmo de vals que se me daba mejor
- Es un riquísimo
financiero. Chasquea los dedos y le manan dineros de las manos.
Mientras danzábamos percibí
en sus ojos el brillo alegre de las joyas, las mansiones, los yates, la vida
holgada y despilfarradora. Ella debió ver en mí la existencia miserable del
hombre que mendiga un beso sin conseguirlo, porque me sonrió con picardía,
redondeando los labios en ademán de lanzarme uno, pero lo dejó morir a las
puertas.
Cuando terminó la mazurca,
un invitado se acercó a nosotros y me la arrebató. Estaba esplendorosa,
bellísima, pero no como lo están las novias el día de su boda. La belleza de
Carlota no cabía en esos esquemas protocolarios. Estaba bella porque lo era y en
su boca había una invitación a ser besada. O eso me parecía.
De madrugada la fiesta
languideció, los invitados fueron despidiéndose, yo entre ellos. Apreté la mano
untuosa del novio y la cálida y sensual de ella, fija mi mirada en sus labios.
- Algún día, querido-, me
pareció oír su voz en un susurro.
Al salir de la casa trastabillé
borracho de emociones. Con el ánimo zarandeado por sensaciones dispares, me
subí el cuello del abrigo para defenderme del relente y desaparecí calle abajo
en la humedad del amanecer, tratando de sonreír, aunque fueran sonrisas
ensangrentadas.
Tardé cuatro años en volver
a tener noticias de mi adorada obsesión. El aviso me llegó de forma brutal a
través de una llamada telefónica. Un extraño virus, con el que los médicos disculpaban
su desconocimiento de la enfermedad, se le había alojado en los intestinos y la
estaba comiendo por dentro.
- No conoce. No habla. Se
muere-, me aclaró el marido apenas llegué a la casa.
La habitación era un
colosal mausoleo en cuyo centro se levantaba el catafalco de columnas
salomónicas. Aquel estúpido gordinflón la había enterrado en vida. Los
crespones desvaídos del dosel contrastaban dolorosamente con la piel cerúlea de
Carlota. Tenía la calavera afilada, hundidos los ojos en dos cavernas
insondables y no se percibía ya la respiración agitada de la muerte bajo la
holanda de las sábanas. Me acerqué al bulto con pasos apagados, igual que se
hace en los cementerios cuando amortiguamos la voz y sosegamos los movimientos como
si temiéramos despertar a los muertos.
- Ha llegado el momento,
querido. Puedes besarme-, creí percibir como un rumor.
Posé mis labios sobre los
suyos, pero no llegué a apretarlos pese al deseo. Aquellos no eran los labios
frescos de Carlota. Los tenía viscosos, fríos, terriblemente fríos, como el
viento que arrastra la hojarasca sobre las piedras del camino y la amontona
contra la cuneta y viscosos, a semejanza de un reptil antediluviano.
Me retiré con el espanto de
haber besado a la muerte.
- Esta muerta, está
muerta-, lloriqueó el marido a mis espaldas, mientras salía de la casa.
3 comentarios:
Que tristemente bonito.......
muy bonito si, pero como dice fanny terriblemente triste.
Ayyyy que penita.
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