Siempre lo
mismo. Astucia incontrolada e incontrolable. Las idas se hacían eternas, las
venidas jamás llegaban a cumplirse. Y el bochorno no ayudaba a despejar la
desidia de los agosteros apoyados en los varales.
Era el
infierno. Sólo lo sabían quienes baldaban sus cuerpos recogiendo los granos
desperdigados tras la siega. Eran mujerucas anónimas, agobiadas por la
necesidad.
Desde la
sombra afilada del mediodía los hombres burlaban con frases de desprecio a las hembras.
Podían estar entre ellas las madres, las hijas, las esposas de cada uno de
ellos, pero la necesidad de regocijarse superaba todos los pudores y barbotaban
obscenidades.
La impudicia
de sus lenguas era un tesoro demasiado precioso para desperdiciarlo en
dialécticas de salón. Por eso disparataban a la carrera mientras engullían tasajos
de pernil entre toque y toque al pellejo.
- ¡Rediós!
El juramento
se mezcló en los labios del blasfemo con la gota de sudor que le corría por la mejilla.
- ¡Rediós! Mantengo
que no hay hembra como la Remigia.
Se alzó un
hombretón como un castillo y fue hacia el intrigante. La navaja, grasosa de
tocino y adobo, restañaba su advertencia contra el sol.
- No es para
tanto, ¡bordones!
- A la
Remigia, no.
- Era broma.
- ¡No hay
bromas con mi Remigia!
- Espera.
- Abrenuncio.
Y desapareció
el acero en el cuarto espacio intercostal izquierdo del bravucón. Se dobló como
un saco vacío y rodó por el suelo.
. . . . . . . . .
. . . . . .
A la salida
del cine el grupo de amigos alaba el buen hacer del director. Ninguno recuerda
su nombre pero saben que se le mienta con unción en ambientes de culto. Es todo
un personaje en el mundo cinematográfico. Hablar mal de él supone hundirse en
el fango de la ignorancia, ser desterrado con la mediocridad.
Por eso parlotean
y dicen palabras altisonantes aunque desconozcan su significado:
- ¡Hórrido!
- ¡Hierofante!
- ¡Enfurruñado!
- ¡Díscolo!
- ¡Cáustico!
- ¡Fétido!
- ¡Túrbido!
- ¡Antifonario!
Alguien
expone una idea sobre el destino de los dioses griegos aupados en su
mediocridad y todos le aplauden con entusiasmo, sin saber el por qué de semejante
tontería.
Caminan
dejando ronchas en las esquinas. La noche es lóbrega, como los sentimientos de
culpabilidad del condenado a muerte que se dirige a su destino final, y no
atinan por donde andan. A la luz del ventanuco que se abre en un piso bajo se
dan las manos, abrazan, besuquean, despiden, toma cada uno, en fin, el camino
de su casa.
- ¡Adiós!
- Buenas
noches.
- Buenas…
- Con Dios.
- Abrígate
que rezuma.
Arcadio es el
más bajo del grupo. De edad imprecisa, entre cuarenta y cincuenta, columpia la
pequeñez de su cuerpo sobre dos piernas entecas. Camina dando saltitos. Si
hubiera un ápice de luz alguien podría confundirle con un saltamontes huyendo
da la hembra depredadora.
Cuando se ha
alejado de sus compañeros escucha con atención para cerciorarse de que está
solo, antes de sacar una linterna eléctrica con la que se alumbra. No lo ha
hecho hasta ahora por reserva. Buscar el camino en aquella caterva de callejuelas,
ayudándose de una luz, habría sido humillante para su dignidad de pandillero. Todos
ellos se ufanan de poder moverse en la oscuridad más absoluta. La lumbre es un
recurso grosero para el taimado grupo de necios al que pertenece, pero ya a
solas no le parece tan malo tener con qué guiarse en la negrura.
Camina seguro
a la luz de la linterna. Al pasar junto a un solar oye alboroto de bufidos y
roces. Dirige el rayo de luz hacia el ruido y ve varios ratones correr,
perseguidos de cerca por una pareja de gatos.
- ¿Los alcanzarán?
Pero los ratones
huyen por un horado desapercibido en el muro del fondo. Los dos gatos quedan
chasqueados y durante unos instantes cambian acaloradas impresiones
justificando la pérdida de la caza con maullidos y zalamerías. Al fin, el que
parece llevar la voz cantante zanja la disputa con un bufido y se van.
- Otro día
caerán-, piensa Arcadio.
Cuando llega
a casa se le asienta en los pechos una cólera silenciosa. Su espíritu semeja un
mar agitado por la galerna. El orden, su orden, ha sido agraviado. Los libros
descansan en las estanterías, el fregadero está vacío de los platos con restos
de comida de siete días, el retrete huele a camomila, la inviolable capa de
polvo, añosa como el edificio mismo, ha desaparecido.
Mira abobado.
De detrás de un biombo se desprende la figura de una joven. Cela la rotundidad
de sus formas con un aparatoso vestido difícil de describir, aunque a ratos
parece ir desnuda de tan tenues las sedas. Semeja una ondina escapada del lago.
- He
arreglado el piso.
- Lo has
abominado.
- Estaba
impresentable.
- No ha de
venir la basca en esta tesitura, pues me abochornaría.
- Modernitos
irredentos les diría yo.
- ¡Qué
sabrás!
- Te conozco,
Arcadio. Aborreces esas verrugas que le han crecido a tu pasividad de hombre.
- Son de los
míos. Compañeros de farra.
- A vana
fortuna te arrimas.
- Se exige un
orden para ser alguien.
- ¿No eres
alguien conmigo?
- También he
de serlo con ellos.
- Amanerados todos.
- ¿Dices…?
- Ceban
murmuraciones que en ti no cuadran.
- La gente
respira sentimientos de envidia y los vomita. No han de tenerse en cuenta.
- Pero la
gente suma. Y divide, que es lo malo, y cuando divide las honestidades quedan
mal paradas.
- Eso es
desaliño vecinal, mala peste de la convivencia.
-
Murmuraciones que envenenan.
- No nos
hacen daño. Somos tan machos que despreciamos a las hembras… y a los
murmuradores. ¿Qué hay de malo en ello?
- La falsía.
- Nunca nos
verán con mujeres. Sólo vino y tabernas.
- ¿Por qué,
entonces, te me arrimas?
- Tú no eres…
- ¿Hembra?
- Hembra
soberana eres. Quise decir…
- Olvido de tu
terquedad diaria.
- Sí.
- Es algo.
- Es mucho.
- Mañana…
Una mano
apaga la luz y se deslizan las sábanas del lecho.
¡Al diablo la
parva jaranera! Mañana será otro día. Vendrá con su ración de vasallaje tribal
a la comuna, veneración al cine de culto, trompicones contra las esquinas en la
oscuridad buscada, alboroto libreril en las estanterías, restos del desayuno en
tazas y cubiertos.
Y los gatos volverán
a la greña con los ratones. Corridas, maullidos, silencios...
Pero eso,
mañana. Ahora es tiempo de una noche tremenda, plagada de presagios.
Somos como
somos, difíciles de cambiar.
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