sábado, 2 de noviembre de 2013

Somos como somos



Siempre lo mismo. Astucia incontrolada e incontrolable. Las idas se hacían eternas, las venidas jamás llegaban a cumplirse. Y el bochorno no ayudaba a despejar la desidia de los agosteros apoyados en los varales.
Era el infierno. Sólo lo sabían quienes baldaban sus cuerpos recogiendo los granos desperdigados tras la siega. Eran mujerucas anónimas, agobiadas por la necesidad.
Desde la sombra afilada del mediodía los hombres burlaban con frases de desprecio a las hembras. Podían estar entre ellas las madres, las hijas, las esposas de cada uno de ellos, pero la necesidad de regocijarse superaba todos los pudores y barbotaban obscenidades.
La impudicia de sus lenguas era un tesoro demasiado precioso para desperdiciarlo en dialécticas de salón. Por eso disparataban a la carrera mientras engullían tasajos de pernil entre toque y toque al pellejo.
- ¡Rediós!
El juramento se mezcló en los labios del blasfemo con la gota de sudor que le corría por la mejilla.
- ¡Rediós! Mantengo que no hay hembra como la Remigia.
Se alzó un hombretón como un castillo y fue hacia el intrigante. La navaja, grasosa de tocino y adobo, restañaba su advertencia contra el sol.
- No es para tanto, ¡bordones!
- A la Remigia, no.
- Era broma.
- ¡No hay bromas con mi Remigia!
- Espera.
- Abrenuncio.
Y desapareció el acero en el cuarto espacio intercostal izquierdo del bravucón. Se dobló como un saco vacío y rodó por el suelo.

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A la salida del cine el grupo de amigos alaba el buen hacer del director. Ninguno recuerda su nombre pero saben que se le mienta con unción en ambientes de culto. Es todo un personaje en el mundo cinematográfico. Hablar mal de él supone hundirse en el fango de la ignorancia, ser desterrado con la mediocridad.
Por eso parlotean y dicen palabras altisonantes aunque desconozcan su significado:
- ¡Hórrido!
- ¡Hierofante!
- ¡Enfurruñado!
- ¡Díscolo!
- ¡Cáustico!
- ¡Fétido!
- ¡Túrbido!
- ¡Antifonario!
Alguien expone una idea sobre el destino de los dioses griegos aupados en su mediocridad y todos le aplauden con entusiasmo, sin saber el por qué de semejante tontería.
Caminan dejando ronchas en las esquinas. La noche es lóbrega, como los sentimientos de culpabilidad del condenado a muerte que se dirige a su destino final, y no atinan por donde andan. A la luz del ventanuco que se abre en un piso bajo se dan las manos, abrazan, besuquean, despiden, toma cada uno, en fin, el camino de su casa.
- ¡Adiós!
- Buenas noches.
- Buenas…
- Con Dios.
- Abrígate que rezuma.
Arcadio es el más bajo del grupo. De edad imprecisa, entre cuarenta y cincuenta, columpia la pequeñez de su cuerpo sobre dos piernas entecas. Camina dando saltitos. Si hubiera un ápice de luz alguien podría confundirle con un saltamontes huyendo da la hembra depredadora.
Cuando se ha alejado de sus compañeros escucha con atención para cerciorarse de que está solo, antes de sacar una linterna eléctrica con la que se alumbra. No lo ha hecho hasta ahora por reserva. Buscar el camino en aquella caterva de callejuelas, ayudándose de una luz, habría sido humillante para su dignidad de pandillero. Todos ellos se ufanan de poder moverse en la oscuridad más absoluta. La lumbre es un recurso grosero para el taimado grupo de necios al que pertenece, pero ya a solas no le parece tan malo tener con qué guiarse en la negrura.
Camina seguro a la luz de la linterna. Al pasar junto a un solar oye alboroto de bufidos y roces. Dirige el rayo de luz hacia el ruido y ve varios ratones correr, perseguidos de cerca por una pareja de gatos.
- ¿Los alcanzarán?
Pero los ratones huyen por un horado desapercibido en el muro del fondo. Los dos gatos quedan chasqueados y durante unos instantes cambian acaloradas impresiones justificando la pérdida de la caza con maullidos y zalamerías. Al fin, el que parece llevar la voz cantante zanja la disputa con un bufido y se van.
- Otro día caerán-, piensa Arcadio.
Cuando llega a casa se le asienta en los pechos una cólera silenciosa. Su espíritu semeja un mar agitado por la galerna. El orden, su orden, ha sido agraviado. Los libros descansan en las estanterías, el fregadero está vacío de los platos con restos de comida de siete días, el retrete huele a camomila, la inviolable capa de polvo, añosa como el edificio mismo, ha desaparecido.
Mira abobado. De detrás de un biombo se desprende la figura de una joven. Cela la rotundidad de sus formas con un aparatoso vestido difícil de describir, aunque a ratos parece ir desnuda de tan tenues las sedas. Semeja una ondina escapada del lago.
- He arreglado el piso.
- Lo has abominado.
- Estaba impresentable.
- No ha de venir la basca en esta tesitura, pues me abochornaría.
- Modernitos irredentos les diría yo.
- ¡Qué sabrás!
- Te conozco, Arcadio. Aborreces esas verrugas que le han crecido a tu pasividad de hombre.
- Son de los míos. Compañeros de farra.
- A vana fortuna te arrimas.
- Se exige un orden para ser alguien.
- ¿No eres alguien conmigo?
- También he de serlo con ellos.
- Amanerados todos.
- ¿Dices…?
- Ceban murmuraciones que en ti no cuadran.
- La gente respira sentimientos de envidia y los vomita. No han de tenerse en cuenta.
- Pero la gente suma. Y divide, que es lo malo, y cuando divide las honestidades quedan mal paradas.
- Eso es desaliño vecinal, mala peste de la convivencia.
- Murmuraciones que envenenan.
- No nos hacen daño. Somos tan machos que despreciamos a las hembras… y a los murmuradores. ¿Qué hay de malo en ello?
- La falsía.
- Nunca nos verán con mujeres. Sólo vino y tabernas.
- ¿Por qué, entonces, te me arrimas?
- Tú no eres…
- ¿Hembra?
- Hembra soberana eres. Quise decir…
- Olvido de tu terquedad diaria.
-  Sí.
- Es algo.
- Es mucho.
- Mañana…
Una mano apaga la luz y se deslizan las sábanas del lecho.
¡Al diablo la parva jaranera! Mañana será otro día. Vendrá con su ración de vasallaje tribal a la comuna, veneración al cine de culto, trompicones contra las esquinas en la oscuridad buscada, alboroto libreril en las estanterías, restos del desayuno en tazas y cubiertos.
Y los gatos volverán a la greña con los ratones. Corridas, maullidos, silencios...
Pero eso, mañana. Ahora es tiempo de una noche tremenda, plagada de presagios.
Somos como somos, difíciles de cambiar.

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