Pasó como una tolvanera iracunda, como pasaba siempre, de atropello en atropello, marcando los clavos de las botas en la juventud tierna de las plantas que ella había cuidado con tanto amor, amor que le habría gustado compartir con aquella bestia, aunque lo sabía imposible.
La casa no era gran cosa, apenas unos muros mal aventados con ventanucos estrechos para que no entrase el rigor del invierno y, si entraba, quedase pillado entre las cuatro paredes y muriese al amor de la chapa caliente de la cocina.
El jardincito se abría, coqueto, frente a la entrada. Era su mundo, su ilusión, su espacio de menudo poder frente al omnipotente del marido, un bruto de comprensión cerril, hirsuto, gordo y acomplejado.
El nunca había sido muy hablador, ni ella habría de serlo y la noche de bodas lo dejó claro:
- Tú, chitón. A tu sitio, a lo tuyo y chitón.
Y acompañó la sentencia con un sopapo que sonó a blasfemia. Lo suyo y su sitio estaban claros: aquel zaquizamí miserable donde nunca se rehogaría un filete o un pescado. Como mucho sopas, verduras y algún hueso para dar sustancia que para más no había si el hombre quería volver borracho a la noche. Y, junto a la fregadera, la tabla de lavar donde las manos suplían al jabón con renovados refrotes hasta arrancar la última maca, sin importar sabañones, quemaduras de lejía o padrastros infectados.
Pero un día se rebeló. Rebelión sublime, sin altanerías ni orgullos, una rebelión callada y tímida. Con las manos, porque herramientas no tenía ni por pienso habría de conseguirlas, arrancó las hierbas, removió la tierra, la dejó deslizarse entre los dedos con alegría de lugareño terrateniente y muy despacito, al modo de las hormigas que grano a grano van agrandando el hormiguero, la alisó pasando los dedos con cariño sobre ella. Luego echó unos cubos de agua y sacó del bolsillo del halda un puñado de semillas menudas como polen.
Pacientemente esperó un día tras otro el milagro de la vida. Echaba unas gotas de agua sobre la tierra gris y temía y se preguntaba si sería mucha o poca aquella agua, si no ahogara las minúsculas semillas o perecían en la sequedad del terrón.
Una mañana aparecieron los primeros brotes, unas puntas menudas, de un verde tembloroso, casi amarillo. Corrió por el cazo y les echó agua en abundancia. Por vez primera no pensaba en ahogar las minúsculas plantitas, sólo alimentarlas, darles el agua de vida que precisaban. Las tenía allí, estaban brotando como un milagro intranscendente, como hace los milagros la naturaleza, y necesitaban aquella humedad, la sustancia de la tierra, su cariño de mujer, un cariño hasta entonces estéril, amontonado en su corazón. Estuvo buen rato mirando con atención, viéndolas crecer de verdad. Y comenzó a contarlas: una, dos, siete, quince, montones y montones de hermosos brotes.
A los nueve días empezaron a asomar los primeros botones y dos después, decenas de florecillas saludaron al sol. Unas flores tímidas, blancas, amarillas, rosas, de colores apagados y tristes como convenía a ella, a su carácter, pero hermosas como sus sentimientos.
Y, entonces, llegó él, tolvanera iracunda, como llegaba siempre, de atropello en atropello, marcando los clavos de las botas en la juventud tierna de las plantas que ella había cuidado con tanto amor, amor que le habría gustado compartir con aquella bestia, aunque lo sabía imposible.
Ella lloró, chilló, corrió a acariciar sus plantas maltratadas, envuelta en la risa burlona del hombre y una frase dura y sangrante:
- ¡Bah! Paparruchas. Daños sin importancia. Deja de llorar y ¡adentro!
Miraba, sin ver, tras el velo desdibujado de las lágrimas. Un diente de león aplastado, una amapola deshojada, el tallo de una prímula tronzada, daños sin importancia. De pronto sonó con insistencia retumbante un trueno y el viento trajo aromas de tierra húmeda cercana. El segundo trueno se acompañó de unas gotas de lluvia.
Entre trémula y desconcertada entró en casa y recorrió un larguísimo pasillo, un pasillo eterno por el que jamás anduvo antes. A derecha e izquierda se abrían habitaciones desconocidas para ella, grandes y pequeñas, abigarradas o vacías como desiertos inconscientes, heladas u horneadas con el fuego de la ira, oscuras o iluminadas por llamaradas fatuas inconsistentes y frías. Y descargó sobre el hombre toda la furia de mil vejaciones sufridas, de insultos y humillaciones sin cuento, de burlas descarnadas, de bofetadas recibidas en el alma, de pisadas brutales en las flores de su existencia pasada y en las flores indefensas del jardín de la entrada. Lo descargó una y otra vez, con machacona insistencia, desgarrando las carnes de aquella bestia con las tijeras que tenía en la mano, tijeras venidas de no sabía dónde ni cómo, tijeras menudas como ella misma, pero eficaces abriendo venas, destrozando miembros, horadando la yugular de la que salió un borbotón de sangre infecta y maloliente.
Luego, se acurrucó junto a la ventana, abrazada a su perro de peluche como la niña menuda y tímida de años atrás, como la rebelión menuda y tímida con que hasta ese día había contestado a las provocaciones del hombre, y quedó mirando la lluvia que caía en cendales sobre la ciudad, lluvia sucia y ominosa pareja a la angustia que le embargaba.
- Han sido daños sin importancia- murmuró-. Daños sin importancia…
Y cayó rendida en un profundo sueño reparador.
3 comentarios:
Bonito, pero duro.....
Un tema durísimo que has plasmado en un extraordinario relato!
El tema es muy duro, pero el relato está tan bien escrito que me he quedado maravillada :-)
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