Era obligado ir a Canarias. Después de tener cuatro hijos, escribir un libro y plantar media docena de árboles me quedaba pendiente esta asignatura. Porque quien no haya visitado las islas Canarias no tiene terminada la carrera de la vida o, al menos, eso se desprende cuando en una conversación sale a relucir el asunto vacacional: “Pero, ¿cómo, aún no has estado en las Canarias?” Y te miran con aprensión y cuidado, recelando no sé qué extrañezas.
Así que me he ido a las Canarias. Ocho días de proceloso descuido en un hotel a cincuenta metros del mar. Pero ¡y no he dicho casi nada!, hay que ir. Lo más rápido sin duda alguna es el avión, pero a la par de rápido es uno de los pasos más difíciles de dar si se tiene un mínimo de amor propio.
Pasar por un aeropuerto es todo un ejercicio de degradación progresiva de la persona. Por de pronto te exigen estar presente dos horas antes de la salida del avión. Nadie da una razón comprensiva para hacer llevadero este desatino. Simplemente debes estar y punto. Perder dos horas de tu tiempo de la manera más casposa y detestable no podrás encontrarla en ningún otro punto del planeta. ¡Pero si fuera esto lo peor!
Al atravesar los controles de embarque debes ir preparado para sufrir más humillaciones, vergüenzas y bochornos de cuanto seas capaz de imaginar. Chequeos manuales, registros de equipaje, intimidades en entredicho, ominosas miradas de sospecha, todo es válido en aras de la seguridad ciudadana. Especial cuidado, por lo que tiene de indigerible, me produjo el hecho de no poder entrar en el aeropuerto una simple botella de agua de 33 cl. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque, una vez dentro, puedes adquirir una botella de ginebra en las tiendas “free tax” (toma ya internacionalismo), bebértela mientras esperas el avión, romperla una vez vacía y convertir el gollete en un arma mortal. Pero esto parece ser un mal menor frente al tremendo peligro de verter una chorrada de agua sobre la moqueta del avión.
¡Normas y leyes paridas por lúcidos cerebros de padres patrios para proveer a nuestra seguridad… o para justificar sus obscenos privilegios!
Pero me extiendo demasiado en estas menudencias y olvido las islas Canarias.
La isla de Tenerife es cambiante, varia y sorprendente. La fauna, escasa y endémica, se reduce a aves, algún reptil y unos pocos insectos, con algún mamífero de importación. En la bajura se extienden campos plataneros que hacen la delicia del turista con sus apetecibles racimos calentándose al sol como lagartos de mil colas. Las palmeras son una constante impredecible con variedad formas, tamaños y frutos que alternan con especies endémicas como el tabita o el cardoncillo, y por doquier se ofrecen, al asombro de la mirada, jardines y parterres con plantas que se nos antojan exóticas en sus colores y perfumes, así como el drago, ese peculiar árbol de savia roja que, como la mitológica hidra regeneraba sus cabezas, él regenera las heridas de su tronco. Más arriba la vegetación se vuelve seria. Lentiscos y sabinas se enseñorean de la zona junto a las lauráceas y los pinos.
Y ya en la alta montaña, abrazándose a las laderas del Teide, la naturaleza se torna avara y apenas aparece la retama y alguna planta endémica de escaso desarrollo. La roca se desnuda sin pudor ofreciéndonos la descarnada virulencia de un lejano pasado en que todo era fuego, caos y desolación. Todavía queda mucho de esta última en las aristas negras de la lava, en las construcciones gigantescas amasadas por la roca líquida, en los colosales circos de los cráteres, hoy apaciguados, pero aún al acecho.
Es el Teide, montaña imponente, amenazadora, padre de los volcanes, boca del infierno por donde un día descendió Orfeo en busca de su adorada Eurídice. Las otroras nieves perpetuas han desaparecido y hoy muestra la cabeza agreste, desmadejada y triste. Coronarlo hubiera sido obra de titanes y quedé agradecido a la normativa que impide llegar a su cima ni aún a su base.
Otra isla que visité fue La Gomera. Menuda y chiquita, es como un puñado de montañas, prietas, arrebujadas por el turbión de agua del océano. Cuando se acerca el barco a ella, aparece como un farallón irreductible de rocas escarpadas contra las que se rompen las olas en incesante acoso. El único acceso permitido por mar es la pequeña cala de San Sebastián, a cuyo abrigo se acoge la capital. A poco de adentrarse uno en tierra, comienza la ascensión hacia el interior de la isla y se alcanzan los mil metros de altura en pocos minutos.
Aquí, como en ninguna otra parte se percibe la acción constructora y destructiva de la actividad volcánica. Los Roques son monstruosos falos de lava viscosa que se enfrió dentro de los conductos volcánicos sin llegar a salir al exterior. Cinco millones de años de erosión natural han hecho el resto. También dicen, y lo creo, que solamente en esta pequeña isla hay más especies vegetales endémicas que en todo el Reino Unido. El silbo gomero una delicia para los oídos y descanso para el espíritu ante tanta charlatanería inútil como inunda nuestras calles.
Los días de vacaciones no dieron para más. Las otras islas quedaron en el horizonte, como barcos varados a los que me fue imposible abordar.
El clima en este tiempo de invierno es como el verano de Castilla. Fresco a la mañana; agradable, casi cálido mediado el día y si se sale después de atardecer se precisa una chaqueta de punto para combatir el relente.
Lo que peor llevé durante mi estancia en las islas, como cafetero irredento que soy, fue la imposibilidad de tomar café. Allí no se sabe qué es eso. En su lugar te dan un brebaje sucio, de sabor indefinido y desagradable, imposible de disimular ni aún haciendo isla de azúcar en la taza. Como tampoco pude aderezarlo con un buen chorro de orujo recio, opté por aparcarlo hasta mi regreso a la península.
Por poco dinero se puede aviar una comida en la mayoría de los restaurantes, aunque sin alharacas ni exigencias gastronómicas graves. Especialmente apetitosas son las “papas arrugás”: las recomiendo. Frutas, pescados y carnes de pollo y conejo son fáciles de conseguir. Más difícil, por no decir imposible, embutidos que hagan posible un bocadillo de jamón serrano (ibérico excusado) o una ración de rodajas de chorizo (de nuestra exquisita morcilla de Burgos, ni oídas).
Para terminar debo decir que resulta agobiante el exceso de infraestructura turística. Guirilandia puede encontrarse allí a sus anchas, pero a los peninsulares deberían abrumarnos menos con sus ofertas.
Cuando vayáis, tened cuidado con los fotógrafos. Os asaltarán por todos los lados: en el barco, paseando, en la playa, a la entrada de la cafetería, cuando salgas de una iglesia, incluso en el comedor del hotel os importunarán, y lo harán con cotorra o sin ella, lo mismo vestidos de majoreros que a la vulgar usanza. Si no os defendéis aguerridamente de ellos gastaréis en insulsas fotografías más que en comer y divertiros.
Unas provincias a visitar una vez en la vida para calibrar el contraste con la península. En la segunda visita no entro y la dejo al libre albedrío de cada uno.
Aquí el arte natural suple al del hombre. Las catedrales las construyeron los volcanes, las iglesias la erosión, la monumentalidad el paso del tiempo. Busqué alguna iglesia, ermita o capilla que me recordase las bellas construcciones de Castilla. Encontré un pequeño edificio encalado, sin pretensiones de iglesia, sede de la parroquia de Nuestra Señora de la Paz y San Amaro. Entré en ella por rememorarme este último a nuestro Amaro peregrino. En un rincón había una figurita del santo, de no más de 20 centímetros y en una repisa, al lado, exvotos de pies, piernas y brazos de cera. Un amable lugareño de hablar cadencioso explicaba que este Amaro era, al parecer, de origen francés aunque ignoraba donde vivió y los méritos que hizo para llegar a santo, pero estaba probado que ayudaba mucho en las enfermedades de las extremidades. Era todo lo que sabía.
Hasta aquí mis recuerdos de las islas Canarias.
domingo, 29 de enero de 2012
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6 comentarios:
Debo andar con la carrera a medias. Matriculada en todas las asignaturas y con ésta, que se me atraganta, se me atraganta, del PARO ALEATORIO hasta in saecula saeculorum. Y eso que Canarias sí me mostró el lado menos virtuoso durante mi visita, hace ya un tiempo.
La opción única es cerrar los ojos, apretar los puños y clamar contra la injusticia insoportable.
Me ha gustado muchísimo tu entrada, Milano.
Un fuerte abrazo
Pues dada tu experiencia, a ver la naturalece que nos ofrece las Canarias y si es posible viajar en barco, que ir andando (y no digamos en avión) es un poco complicado
Siempre me ha parecido curioso que tengamos en común la fiesta de las Candelas. Y ahora resulta que también anda por ahí San Amaro... ¿Cuantos burgaleses "castellanizaron" las islas?
Me ha encantado el relato del viaje, desde los avatares que sufrimos en los aeropuertos ( tomaduras de pelo, diría yo), hasta la descripción de la flora y fauna de la isla. Si vuelvo alguna vez a Tenerife -no entra en mis viajes deseados- me fijaré un poco más, tal vez así consiga encontrarle un encanto a esa isla que la primera vez no encontré. Un abrazo.
Que delicia de relato!!! Me he sentido muy identificada con la tortura de los aeropuertos, para mi el avión es la peor manera de viajar, aunque para distancias largas sea imprescindible.
Espero tener algún día la oportunidad de conocer las islas Canarias, mientras tanto disfruto de relatos de viajes, aunque pocos he encontrado tan amenos y bien escritos como este :-)
Pues sí los aeropuertos son un incordio, pero a veces me recuerdan a las vicisitudes que vivieron los viajeros del s. XIX, alguna nos tenía que quedar no? A mi las canarias me gustan mucho. Disfruté mucho en la Gomera en sus bosques de laurisilva donde parece que también hay meigas(canarias). Eso sí de las guirilandias pasé de todas..quizá ese sea el truco. En fin bienvenido a la península y piensa que si no hubieras ido no habrías escrito este relato tan bueno.
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