Cuentan los que cuentan que hubo en tiempos pasados un califa poderoso y grande, entre los grandes califas de Al Andalus. Era su nombre Abdu-r-Rahmán y moraba en el palacio de Medina al Zahra. Pero si grande fue su poder, su largueza y la munificencia y generosidad con que atendía todas las necesidades de sus súbditos, no fue menor la fama que le procuró la sabiduría de sus sentencias, pues la mayor de las riquezas es dictar con juicio recto y desparramar misericordia en su dictado.
Y entre las innumerables historias, a este tenor, se cuenta la del suceso acaecido en la ciudad de Córdoba con motivo del pleito entre un conocido alfajeme y otro no menos conocido zapatero, maestros expertos los dos, cada uno en lo suyo y si marrullero uno, marrullero otro, pues no van a la zaga en ello zapateros y alfajemes.
Fue el caso que vino este alfajeme a estar necesitado de unas babuchas para calzar porque las que llevaba estaban tan rotas y desgastadas por el uso que corría peligro de quedar descalzo cuando más necesitase de ellas. Y habiendo oído hablar del zapatero de marras, se fue al zoco y buscó la casa que le habían indicado, donde halló al zapatero sentado en el zaguán entre cueros, badanas, leznas y cuchillas, aplicado al arte de su oficio.
Se alegró mucho de ello el barbero y le saludó con la zalema, deseándole la paz. Contestóle el otro de igual modo, e invitóle a sentarse y explicarle el motivo de su visita. Y comenzó así el alfajeme:
- Has de saber, ¡oh zapatero!, que estoy reputado como el mejor alfajeme de los alfajemes de Córdoba. Llegan a mi puerta todos los días avisos para acudir a las más nobles casas de la ciudad a cuidar las barbas y rasurar los rostros de sus dueños, dejándolos tan arreglados que no hay más que admirar y hasta el mismo califa me honra permitiéndome mesar sus barbas y acicalarlas y pone su garganta bajo el filo de mi navaja con toda confianza. Y en este trasiego de ir y venir por las calles, se me cansan los pies hasta el sumo y termino con ellos doloridos e hinchados de tal forma que a la noche tengo los dedos rojos y deformes y me despierto, en lo mejor del sueño, agitado y molesto. Y vengo a ti por ser, según me han llegado noticias, el más hábil y diestro en el oficio de calzar los pies de los creyentes, arte que maravilla toda la ciudad.
Escuchó el zapatero con atención y, cuando el otro hubo terminado de hablar, tomó la palabra y le contestó:
- Bien has dicho, barbero. No hallarás en toda Córdoba zapatero como yo trabajando el cuero, domándolo, doblegándolo, dándole forma y, finalmente, con la lezna y la aguja, convirtiéndolo en calzado digno de un califa, pues has de saber que también a mí me honra nuestro señor dejándome calzar sus pies, y lo hago como ningún otro podría hacerlo. Y si tú visitas el palacio del califa para atender a sus barbas, el palacio del califa visito yo para atender a sus pies.
Refunfuñó a esto el alfajeme y pensó bien las palabras que había de decir para no quedar por debajo del engreído zapatero que, bien se veía, no se quedaba atrás en fanfarronadas, ni en auto alabanzas y por fin repuso:
- Pues, de ese modo, procúrame un calzado para cubrirme el pie en su justa medida, sin faltar ni sobrar, ligero a la vez que recio y que sin hacerme presuntuoso realce mi buen vestir y me permita visitar a mis clientes sin tormento al andar. Hazlo así y te remuneraré, como merece, tu trabajo.
- Oigo y obedezco- respondió el zapatero. Y añadió: Yo te confeccionaré babuchas tales que se adapten a tus deseos y aún te digo que, si Alá fuere servido, habrás de poder recorrer con ellas la ciudad toda de norte a sur y de oriente a poniente, sin darte punto de descanso, y seguirás ligero de pies, sin dolor ni nada que te moleste, de modo que te parecerá haber dado un liguero paseo, en vez de andar de la ceca a la meca tras tus obligaciones barberiles. Pero habrás de abonarme por ellas su precio justo de diez dinares pues por menos de eso no me he de molestar en utilizar mis herramientas para trabajar el calzado ni para ti, ni para nadie. Si estás en ello conforme vuelve por aquí en el plazo de siete días y tú tendrás tus babuchas y yo mi dinero y no se hable más.
Le pareció justo al alfajeme el trato y lo aceptó, deseoso de verse lejos de zapatero tan pagado de sí mismo como no lo viera jamás y aún andaba pesaroso de haber acudido a él, pero todo lo daba por bien empleado si lograba el propósito de dar alivio a sus pies con tan encarecido calzado.
Cumplido el plazo dado por el zapatero fue el barbero a recoger sus babuchas. Las tomó en las manos, las miró y remiró, se las calzó, dio con ellas unos pasos y confesó en su ánima ser unas babuchas como nunca antes se vieron en pies de musulmán, con lo que, tras pagar su precio, fuese con ellas puestas muy ufano y orgulloso, deseoso de lucirlas por toda la ciudad.
Pero hubo de ser aquél uno de los días que más avisos recibió de clientes necesitados de sus servicios por lo que tuvo que ir y venir, subir y bajar, entrar y salir, hasta quedar sin resuello cuando llegó la noche y atendió la última barba. Tan baldado estaba que, ciertamente, no sentía las babuchas en los pies, pero era de tan doloridos, hinchados y disformes como le habían quedado por la caminata, por lo que se acostó temprano, tras frugal cena, con idea de levantarse a la mañana siguiente, apenas apuntara el alba y hacer lo que tenía pensado. Y así fue. Abandonó el lecho con las primeras luces, hizo sus abluciones, rezó la zalá primera, la de la mañana, se dirigió a la plaza donde el cadí administraba justicia y presentó la primera querella del día acusando al zapatero de martirizador de sus pies.
Ordenó el cadí ir en busca del tal zapatero con orden de presentarse ante él sin dilación para defenderse de los cargos que se le hacían. Presentóse el cuitado y oyó cuanto decía el alfajeme acusándole de falsedad, pues, afirmaba que aquellas babuchas de marras no eran sino como todas, que protegen, cubren y ayudan, pero sin ser tales como el taimado se las había prometido, ya que no había podido, ni por pienso, recorrer con ellas toda la ciudad y aún menos sus barrios más alejados, sin quedar baldado de pies, como había quedado aquel primer día. Porfió a esto el zapatero y acusó, a su vez, al barbero de haberse cansado a sabiendas y sin tino, con el fin de mercar babuchas tan perfectas a poco precio o gratis, lo que él no había de permitir, diciendo toda la verdad del caso. Y fue aquello rifirrafe sin concierto, pues alzaba la voz el zapatero y alzábala más el alfajeme y uno y otro daban razones a un mismo tiempo con grandes gritos y aspavientos de forma que nadie se entendía, el alboroto crecía y cada vez se embrollaba más el asunto.
Era el cadí hombre justo y honesto, pero de pocas luces y tardo de entendederas, y así por más que escuchaba nada se le alcanzaba. Pidió, con voz calmada, orden en la disputa y que hablase primero uno de los hombres y luego el otro, por turno, para saber qué alegaba cada uno en la cuestión; pero arreciaban los gritos, iba en aumento la disputa, hablaban ambos litigantes, no escuchaba ninguno y convirtióse el diván de justicia en zambra de locos.
Enfurecióse al fin el cadí y ordenó a la guardia hacer callar a ambos hombres, tras lo cual se levantó de su asiento y dijo:
- El califa sea nuestro juez, que jamás vi algarada semejante, ni enredo tan difícil de desenmarañar.
Y partió el cadí con su escolta, y en medio de ella el zapatero y el alfajeme, al palacio de Medina al Zahra, donde a la sazón tenía el califa su diván desde el que administraba justicia y atendía a los otros asuntos del reino.
Estaba el gran Abdu-r-Rahmán sentado en su trono departiendo con sus emires, príncipes, chambelanes y visires y rodeado de una multitud incontable de esclavos y esclavas, guardas armados, servidores y eunucos, músicos, cantores y bailarinas cuya presencia se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Los esplendorosos jardines se abrían a uno y otro lado con toda variedad de bellas flores y árboles frondosos, repletos de los más sabrosos frutos, cada uno según su especie. Y en el medio una fuente de azogue con más de cien caños reverberaba al sol e irradiaba brillos y colores como jamás se viera.
Quedó el cadí de nuestra historia y los que con él iban, asustados y suspensos ante tanta majestad y poder. A una indicación del primer visir, se llegaron todos al trono del califa, besaron la tierra y hundieron la frente en el polvo, deseándole larga vida y la paz del Profeta. Pedida la venia, pasó el cadí a exponer, con palabras torpes y atropelladas, el caso que traía y cómo lo ponía en sus manos, pues no sabía, ni habría de saber, así viviera mil años, modo de desenredar asunto tan enredado como aquel.
Miraba el califa a todos con ojos escrutadores y conoció en el acto al hombre cuidador de su barba y al otro hombre que lo calzaba y pensó para su caletre cómo daría satisfacción a ambos, no dañando a ninguno, pues los dos le eran cercanos y queridos y a ambos debía mercedes por la perfección con que cumplían en sus respectivos oficios con él. Mas no quería dejar que tales sentimientos influyesen en su ánimo y ordenó a los dos hablar, por turno, y decir cuanto conviniese al caso.
Tomó primero la palabra el alfajeme y contó y dijo todo lo que tenía pensado decir, sin olvidar lamentarse largamente de que sus pies siguieran sufriendo como lo hacían antes de calzar aquellas babuchas que de nada le habían servido por mucha promesa del zapatero, hecha con palabras engañosas. Y pedía y clamaba justicia, pues en nada había visto cumplido cuanto se le dijera.
Habló, después, el zapatero y tampoco omitió nada de su contrato con el alfajeme, y detalló hasta la minucia todo lo conveniente a su defensa. Explicó cómo creía que todo aquello no eran sino marrullerías de barbero para reclamarle la devolución de los diez dinares de unas babuchas como no se hallarían otras en toda la ciudad de Córdoba, ni aún por quince dinares.
Escuchó el califa a ambos sin interrumpir a ninguno, y guardó, luego, silencio un largo espacio de tiempo meditando en su corazón la sentencia que había de pronunciar. Al fin, alzó la vista, señaló con su índice al zapatero y le preguntó:
- ¿Es cierto que prometiste al alfajeme hacerle unas babuchas tales que, si Alá fuere servido, habría de poder recorrer con ellas la ciudad toda de norte a sur y de oriente a poniente, sin darse punto de descanso, y seguiría ligero de pies, sin dolor ni cansancio que le molestase, como si dado un liguero paseo, en vez de andar de la ceca a la meca tras sus obligaciones de barbero?
- Tan cierto como que el malo anda a la búsqueda mi alma pecadora para perderla- contestó el zapatero.
- ¿Es cierto que te dijo: “Si Alá fuere servido”?- preguntó después al alfajeme.
- Así dijo: “Si Alá fuere servido” y no otra cosa- respondió el barbero.
- Pues, en manos de Alá- dijo el califa,- dejó el zapatero que tus babuchas se tornaran, a la sazón, maravillosas y te librasen de toda fatiga. Mas algún pecado ocultas en tu alma, pues no le plugo al Grande, al Justo, al Poderoso que tal cosa sucediese, que si de verdad fuese puro tu corazón El hubiera obrado el prodigio. Queda satisfecho con tus babuchas y disfrútalas pues pagaste por ellas un precio justo y cuanto hubieras recibido de más, habría sido añadidura y sobra del cielo.
Calló el alfajeme y se inclinó en señal de acatamiento al venirle a la memoria más de cien faltas y resabios que habían sido, sin duda, la causa de no haber querido Alá favorecer sus babuchas.
Se volvió, luego, el califa hacia el zapatero y le conminó a volver a su oficio, con los diez dinares cobrados como precio muy justo, pues babuchas que valiesen quince él, el califa, no las conocía y ordenóle no tentar más a los cielos, no le ocurriese que la próxima vez no saliese tan bien librado como aquella, con lo cual fuese el hombre agradecido y con alabanzas a la magnanimidad de su señor.
Llegó, al fin, la noche, desgranóse el diván y todos los presentes, maravillados de lo visto y oído, corrieron a la ciudad pregonando la sabiduría y justicia de Abdu-r-Rahmán.
Y los cronistas del reino, servidores del trono del califa, escribieron esta historia, sobre imperecedera piedra, para enseñanza de los tiempos futuros y motivo de reflexión para sabios y justos. Y esta es la historia que escribieron.
2 comentarios:
Enhorabuena por este cuento digno de pertenecer a las Mil y Una Noches, o cómo se dice allí a Las MIl Noches y Noche. Precioso
Ojalá Juan Carlos fuese como el califa, y la gente, menos marrullera.
Un abrazo
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