miércoles, 13 de enero de 2010

El cura astuto, el pastor zote y la simple de su mujer

El cura astuto, el pastor zote y la simple de su mujer


Era don Dimas, el cura, hombre de lujuria turbulenta. Después de treinta años de pertinaz abundo en la parroquia, muchos de sus jóvenes feligreses nunca decían mayor verdad que cuando le llamaban padre.

Andaba tan horro de prejuicios que ni el diablo se habría atrevido a aherrojarle en su infernal sentina. Y así iba y venía por el pueblo sabedor de que todos sabían y callando lo que todos callaban porque interesaba a unos, a otros y a otras que las cosas fuesen así y no anduvieran sus honras en dimes y diretes de verbosidad maldiciente.

Todo ello les valía a los feligreses, cuando acudían a misa, que los fieros sermones de otros púlpitos, con amenazas de los más terribles castigos a los que, dejados de la mano de Dios, se enfangaban en el sucio cenagal de la carne, no pasasen, en aquel pueblo, de paternales reconvenciones si no cuidaban como mandaba el Señor de sus obligaciones conyugales en el débito matrimonial, en el respeto mutuo y en la procreación de hijos para el cielo.

Pero nadie vea por eso paz y resignación en el quehacer diario de don Dimas. Pensaban sus parroquianos que a lo hecho, pecho y que revolver el ciemo sólo levanta malos olores, pero no se sacrificaban con vocación de Cristos pacientes, antes, muchos se rebelaban como Gestas insumisos. Y en más de una ocasión hubo de salir por pies el buen cura para salvar nombre y espaldas de las furiosas iras de maridos enojados, aunque nunca estuvo más cerca del peligro como en aquella cuando venció la tenacidad y virtud de la simplicísima pastora.

Era el caso que estaba don Dimas en pejigueras por la tal pastora, remisa a cualquier intento de carnal aventura que pudiera alejarla de su pastor del alma. Llevábanle todos los demonios al cura ver tanta carne mollar desperdiciada por beatería de tres al cuarto y libraba en su caletre no pocas batallas imaginarias, con intento de ganar aquella guerra, nunca dada por perdida, cuando Dios, el diablo o la casualidad vinieron a visitarle.

Fue una tarde en que el sopor digestivo de una buena olla obraba milagros en la fresca penumbra del confesionario, adormilándose con el propio susurrar de invocaciones y avemarías, cuando el chirrido de los goznes del portillo le ahuyentaron los vapores de la modorra.

- Ave María Purísima- susurró una voz al otro lado de la celosía.

Don Dimas dio un respingo y sintió cómo se le aceleraba la respiración. Aquella era la voz de la deseada pastora. Se acomodó con premura en el incómodo asiento, carraspeó un par de veces y se dispuso a llevar a la práctica la estrategia tantas y tantas veces planeada.

- Sin pecado concebida- y su propia voz se le antojó extraña.

- Padre he pecado...

Y la buena pastora se extendió en una letanía inagotable de confusos pecados, imaginarios unos, reales otros, menudos todos.

- Y la familia, hija, ¿para cuándo la familia?- preguntó don Dimas tan pronto hubo terminado de acusarse la mujer, porque es de señalar que, hasta la fecha, el matrimonio era estéril.

La penitente hizo un mohín de disgustó sabedora de las murmuraciones de los vecinos por causa tan peregrina, antes de responder:

- Mucho gusto tendríamos, mi marido y yo, en ser padres, mas no lo ha querido Dios hasta ahora.

Don Dimas volvió a aclararse la voz y siguió susurrante:

- Pues has de saber, hija mía, cómo he recibido en sueños la visita de San Froilán, santo eremita de quien soy muy devoto, y me ha hablado de los motivos por los que el Señor ha permitido que la aridez tenga asiento en tu vientre. Y no son otros sino los gravísimos pecados con los que le ofendes que, aunque perdonados, dejan una secuela de dolor en su corazón inflamado de amor por ti. Es pues preciso que ores. Y el propio san Froilán, libérrimo en sus revelaciones, me ha entregado unas orancioncillas para rezarlas en la forma y lugar oportunos, haciéndote salva y madre, todo en uno.

- Dígame cómo podrá ser ello, padre, y yo lo haré de corazón.

- Deberás procurar que tenga lugar esto antes de acabar el año, si quieres ver obrar las oraciones con prontitud. Y no podrá estar presente el mastuerzo de tu marido pues con su simpleza e ignorancia desbarataría el bálsamo de la oración. En tus manos está, hija, cómo y dónde hacerlo.

Con lo cual, la pastora apercibida y don Dimas resuelto, acordaron que ella le informaría del día y la hora en que el pastor anduviese en sus ocupaciones y no pudiera estorbar, con su presencia, tan sagrado negocio.

No tardó en llegar la ocasión, le pasó aviso la pastora, corrió don Dimas, y en menos de un padrenuestro empezó el ritual. Ordenó para ello don Dimas a la mujer acostarse en traje de Eva, tendida en la cama, cerrados los ojos y puesto el espíritu en lo alto, mientras él hacía lo demás, pues tenía aprendidas de memoria las oraciones convenientes al caso. Y comenzó una salmodia de latines, tan disparatada y necia, que hasta el más grave habría reído allí. Quien sí rió, y no lo hizo mal, fue el taimado cura, mientras entre latín y latín convencía a la simple mujer de que aquello otro con que acompañaban oraciones y salmodias eran ritos imposibles para el pastor por más que lo intentase, pues no proveía Dios de tales taumaturgias sino a quienes El quería. Pasaron, pues, un buen trecho en tales oraciones y aún tuvieron tiempo de desgranar alguna letanía y no pocas jaculatorias.

Eso fue todo o lo habría sido de quedar ahí la cosa, pero era preciso que el ovillo se enredase.

Así, por cuanto la avaricia rompe el saco, quiso don Dimas probar nueva fortuna repitiendo el ensalmo por si no hubiera surtido efecto la vez primera, pero proveyó el diablo que en esta ocasión volviera el pastor a hora imprevista y pillase a ambos en sortilegios difíciles de explicar.

Cortados quedaron allí latines, salmos y salves y sólo hubo asombro, pasmo y estupefacción.

- ¡Ah, cura malvado!, mal has obrado en esto- decía el pastor, demudada la color. Y alzaba con furia los puños como si amenazase a algún ser invisible.

- ¡Tente, tente, desgraciado!- clamaba don Dimas, temeroso- Ve de no perderte con lo que puedas hacer.

- ¿Pues qué he de hacer, miserable de mí, sino dejarle a usted recuerdo de este día, para todos los de su vida?- Y volvía los ojos por la habitación buscando con qué golpear.

Vióse perdido don Dimas, y temeroso de los palos que sin duda iban a lloverle, corrió hacia la puerta, y con un extraño quiebro cayó al suelo con muy fuertes gritos y lamentos de que allí moría de dolor y cómo no habría de moverse aunque lo molieran a golpes, pues no podría por más que lo intentara y preguntaba a grandes voces si habría desalmado tal que se atreviera a vapulear sin tino a un hombre herido cuando no podía valerse. Y, al mismo tiempo, se sujetaba uno de los pies con pruebas seguras de habérselo roto y no volver a andar y preguntaba cómo podría defenderse un cura lisiado. Todo esto con mucho gesto y pantomima, para hacerle creer al pastor que realmente se había roto el pie y debía tenerle lástima.

Quedó el pastor un momento contrito por lo que iba a hacer, pero pudo más la rabia de su honor ultrajado, así que se rehizo pronto, fue hacia el cura, tomólo por la camisa y lo zarandeó con fuerza.

- No hay más remedio y he de castigarlo, así que vístase sin más y véngase conmigo- porfiaba el pastor.

- ¿Me dirás tú cómo he de ir, cuitado, si no puedo poner el pie en el suelo sin clamar a los cielos de dolor?- se lamentaba don Dimas.

- Descuídese de eso y no haga cábalas que no han de servirle- le replicó el pastor- que en vistiéndose yo sabré qué ha de hacerse.

Y así fue, porque tan pronto se hubo vestido el buen cura, lo tomó el pastor en brazos, se lo cargó a hombros y salió con él, de casa, sin rumbo fijo.

Caminó con tan molesta carga por sendas, trochas y desmontes hasta que, doloridas las piernas, destrozada la espalda y machacado todo el cuerpo, lo dejó caer junto a unas piedras que servían de poyo al caminante, a un lado del camino y, tras sacudirse la manos, se volvió al pueblo mientras le decía muy ufano:

- Vuelva, ahora, andando pues ese es su castigo. Y sea esta la última vez, mal cura, que la próxima lo he de llevar cinco leguas más allá, aunque me deslome el cuerpo.

Salió, con esto, bien librado don Dimas cuando no daba dos céntimos por su pellejo y quedó satisfecho el pastor juzgando justo castigo el aplicado al cura, seguro de que no andaría ya en precario la honestidad de su pastora con la fiera amenaza de las cinco leguas.

4 comentarios:

Macacolandia dijo...

jejeje como se lo montaba don Dimas, aunque si todo el pueblo era como el pastor comprendo que muchos niños del pueblo le llamaran padre en los dos sentidos de la palabra.

Este cuento me gustó más todavía y el final (lo del castigo de las 5 leguas) me ha ayudado a comprender de que puede ir el libro "20.000 leguas de viaje submarino", la de lujurias turbulentas que se producirán.

Macacolandia dijo...

Por cierto la hora que aparece después de la fecha de los comentarios no coincide con la real, algún problemilla de configuración.

A seguir escribiendo que yo continuaré leyendo.

Teresa dijo...

Estoy en ello Milano, que este Dimas está muy suelto

Teresa dijo...

JAJAJA
No me extraña que el cura fuera el padre de todos los habitantes de Villazote. Se merece un sueldo extra por el sacrificio de sus genuflexiones.

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