El hombre que trastabilló
- Pues, sí, dicen que trastabilló y desde entonces se volvió raro y se le escurren las ideas.
- Y, ¿cómo fue ello?
Jacinto es hombre de bien. No habla sino en sentencias y son de tales maneras sus decires que nadie puede poner en duda la verdad de cuanto dice.
- Mire, se lo cuento- se dirige a mí como en conciliábulo, en la comisura de los labios, en milagroso equilibrio, una colilla húmeda, eternamente apagada, oliendo a tabaco viejo.- Juzgará así, usted mismo, si este hombre de Dios quedó, o no, tocado cuando trastabilló.
Y dice y no para y me cuenta cómo, en cuanto llega el invierno, el trastabillado se hace agua en dolores y pesares. Allá donde va arrastra una humedad molesta que llena la casa y las cuadras, que afecta a los animales y a las personas, que humedece la ropa de las camas. Por eso Ana, Anita, su mujer, tan pronto llega el invierno le dice: “Hala, fuera”, y le hecha de la habitación porque si no lo hiciese dormiría en un charco de sábanas y mantas.
Y él se va sumiso. Se sienta a la puerta de casa y queda allí, abierta la boca como un bobalicón y los ojos tan redondos que parecen lunas, observando la naturaleza empapada de lluvia en esos días brumosos de invierno cuando empieza a llover y es una cantinela inacabable, monótona, insistente, continuada. Parece como si el repiqueteo de la lluvia en los charcos le llenara de alguna esperanza extraña y le vivificara. A veces, se hace arroyo y baja con las aguas a mezclarse en las turbulencias del gran río. Y entonces está días y días desaparecido porque le gusta llegar hasta el mar, ese lugar inmenso donde hay tantas y tan distintas aguas que ninguna conoce a las demás.
Desde aquel día, desde que trastabilló, pasa así los inviernos, sin apenas comer ni dormir, haciéndose agua, yéndose en cada gota de lluvia, calando poco a poco sus sentimientos en la tierra agradecida, buscando olvidos en alguna sala oscura cuando sale el tímido sol a calentar los campos.
Luego, en primavera, se hace viento. Un viento que sopla sin atender razones, ni conveniencias, que se mezcla con el aire que baja de la montaña y va presuroso y ligero a llevar nuevas formas a la naturaleza sedienta de vida.
Se viste con un blusón gris y largo, sin abrochar, libres los faldones, inflados como un globo, y corre así por las trochas de las lindes, o monte arriba hasta tocar con sus manos las ramas obscuras y tristes de las carrascas, o acaricia la superficie de algún arroyo, torrentera de las nieves de las cimas, y ondea el agua y la hace saltar y la vuelve cantarina. Y se ríe con tonta alegría, inflado el blusón, mientras se desliza sobre el lomo de las bestias que han abandonado los corrales para sentir en los bofes los aires limpios que les traen efluvios de excitación.
Es viento y lo dice, lo grita. Cada racha es un susurro en el que se esconde su grito de alegría: “Voy, corro, vuelo, paso, soy el viento que trae clamores de primavera”.
Cae, después, en un bochornoso pesar, el bochorno de los calores que agostan la tierra. Vuelve a sentarse ante la puerta de la casa, sobre la gran piedra que hace las veces de banco y permanece allí, filtrando por todo su ser la luz y los sonidos del entorno.
Bordonea el moscardón y una libélula madrugadora viene a espantarlo con su vuelo de diosa griega. Chicharras impertinentes se apoderan del día y en su aserrar rasgado traen el imposible calor. Por un momento la tarde se hace silencio. La vaca espanta las moscas con la inquietud de su rabo a la sombra de una encina, el burro clama gozoso en la penumbra de la cuadra y un rumor, apenas susurro, habla del paso reptante de la víbora tras el rastro de un medroso ratoncillo oculto en su forado.
El también es, entonces, fuego. Dicen que un día bajó a la taberna a beber porque el calor era desmesurado. Hacía años que no había calentado tanto. Y pidió una jarra de cerveza. Pues lo asegura quien lo vio: cuando cogió la jarra la calentó de tal manera que la cerveza comenzó a sisear como cuando caen unas gotas de agua sobre la chapa caliente de la cocina. Tal siseó y se levantó una columna de vapor entre sus manos.
Y cuando se aproxima la siega, cercano agosto, recorre los ondulantes mares de trigo y los agosta si el sol aún no lo ha hecho. Lo malo fue el año que se le murió la vaca al herrero. Fue un año malo para todos, pues hubo peste en los conejos, pepita en las gallinas y además de lo del herrero, el sacristán aireó intimidades que no debiera, pues a quien se le ocurre decir que va a acompañar a don Millán, el cura, a ayudar en la procesión de san Mateo, al pueblo de al lado, cuando todos saben que las fiestas son por santa Marina. Ni la más lerda se lo habría tragado, cuánto menos la lagarta de la sacristana. ¡Buena se armó! Pero, aún hubo de ser peor venir el trastabillado a agostar los campos e írsele la mano, de tal modo no sólo las mieses, sino toda la tierra y aún el cielo, que ardió el carrascal hasta quedar sólo tizones y se perdió el monte y se perdió la caza.
Pero nadie le culpó, pues bastante desventura tenía él con haber trastabillado cuando la vendimia. Y mira si fue tonto el suceso y de no verse no creerse. Porque, vamos a ver, ¿era la primera vez que lo hacía?, ¿era nuevo en tales menesteres?, ¿no llevaba desde los doce años acarreando cuévanos como el panadero panes?
- Pues atienda cómo sucedió y dígame si no fue desgracia harta- sigue Jacinto, mientras cambia la colilla al otro lado de los labios con un movimiento imperceptible de la lengua.
Todo fue que andaba de acá para allá con los cuévanos, trayendo estos, acercando aquellos, retirando los otros y había cinco o seis pilas de ellos sujetas con cordeles, como en escalera, que el diablo los ataría pues de otra manera no se entiende. Se subió a la más alta de las pilas, a la que estaba arriba que le decía entre burlona y retadora: “¿Subirás, subirás? No creo que te atrevas y, si subes, caerás”.
Pues, se atrevió. Y se rompió la cuerda que ataba las pilas y empezaron éstas a rodar y él, claro, a querer mantenerse en pie, hasta que trastabilló y se golpeó la cabeza contra el suelo. Fue entonces cuando se le dañaron las entendederas.
Así no es de extrañar que al llegar el otoño, se sienta alicaído, triste y mortecino, y acompañe a la hoja en su caída. Y es caída literal porque se viene al suelo muerto y va de acá para allá, confundido con el polvo, como si lo empujase el viento.
Se le va la piel en hojas de escamas, imperceptiblemente, y pasa a formar parte de esa alfombra vegetal con combinaciones de colores descompuestos. Y le amarillean la cara y los brazos, como amarillean las hojas de la chopera de allí abajo, junto al gran río, hasta quedar como un palo. Puede decirse que ni respira. Está así días y días, igual que un tonto, sin ver, sin hablar. Creo que ni siquiera oye cuanto se dice a su alrededor. Es hoja seca caída, pero ya no la empuja el viento porque se ha pegado a la tierra y tiene que descomponerse allí, hacerse humus gratificante que agradecerán las plantas. Y una noche o una mañana, nunca se sabe, de pronto, con las primeras lluvias, ya cercano el invierno, ¡hala!, vuelve a convertirse en agua y humedad molesta y su mujer le echa otra vez de casa.
- Pero, bueno, a parte de todo esto, ¿de verdad se le escurren las ideas, como dicen en el pueblo?- pregunto.
Jacinto, me mira entre paciente y compasivo, mientras le tiembla en la comisura un pringue de nicotina.
- Vaya si se le escurren y se le corren, pernera abajo, hasta el suelo. ¡Pues no cree el infeliz que todo cuanto le acabo de contar, le sucede de verdad!
Y tras dos chupadas inútiles a la colilla, me hace un guiño de complicidad maligna.
3 comentarios:
Y yo digo que me parecía Juan Ramón Jiménez el narrador, pero no hablaba de Platero sino de la Naturaleza y, se ha deslizado tan delicadamente de estación en estación que parecía una danza clásica.
Me ha gustado mucho. Quizá porque el tema de los elementos de la naturaleza me atrae bastante... y porque está magnificamente narrado. Enhorabuena!
Gracias 12 años despés.
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