I
Hermann, el padre.
Hermann
Schwarzschild era un hombre peculiar.
A
ratos se mostraba estirado y ausente a lo que ayudaba su complexión
magra. Tenía la cara chupada, marcándosele los pómulos como puntas
de cuchillo. Los ojos los tenía hundidos en las cuencas a la manera
de grandes cuévanos donde la luz perdía su razón de ser y todo se
tornaba opaco. La mirada adquiría en aquella hondura, ya tonalidades
difusas, ya luminosidades iridiscentes de amorosa solicitud.
El
ánimo tornadizo lo convertía en un vecino molesto, difícil dirían
en el barrio donde se movía, y esta misma volubilidad la dejaba
sentir en las relaciones familiares. Junto a una paternal estampa
mostraba la iracundia más feroz. Podía dirigir, al pequeño
Filogonio, la cálida sonrisa de unos dientes mellados en mil puntos
por el sarro, mientras trataba de paralizar con el taladro de su
pupila la templanza de Petrovna. Debido a un tic nervioso adquirido
en la pubertad le había quedado un trastorno obsesivo compulsivo que
le obligaba a abrocharse y desabrocharse los botones que le llevaba a
desgastar los hilos y perderlos. Caía, entonces, en una depresión
que le duraba hasta que Petrovna le cosía otros nuevos e iniciaba el
ciclo. Desde que tuvo uso de razón había mantenido, inamovibles,
dos costumbres: madrugar y asistir a cuantas manifestaciones y actos
de protesta se programan en la ciudad, poniéndose siempre del lado
de la facción más débil. Un día se despertó a las diez de la
mañana. Demasiado tarde para madrugar y demasiado pronto para ir a
la manifestación de las cinco de la tarde. Dio media vuelta en la
cama, se arrebujó la cabeza con las sábanas y siguió durmiendo
hasta el día siguiente. Era su forma de entender la vida, una vida
civilizada, programada. Por ello odiaba esas multitudes que iban y
venían por las calles sin ningún concierto, adaptándose a las
circunstancias del momento como si fueran animales sin
discernimiento. El, no. El discernía y discernía bien y si alguna
vez improvisaba lo hacía por necesidad, no porque compartiese las
aficiones de la muchedumbre con la que se veía obligado a pactar.
Trabajaba
en una empresa cuya actividad nunca había quedado clara. En realidad
jamás supo la razón de ser del puesto que desempeñaba. Su misión
era estar pegado a un teléfono horas y horas respondiendo preguntas
estúpidas de individuos estúpidos. Con frecuencia evacuaba estas
consultas al mismo tiempo que las necesidades fisiológicas, sin
hacer en ello diferencia, ni establecer prioridades; así pues,
sentado en el retrete, hablaba por teléfono y, a la vez, apretaba
las nalgas, sin confundir nunca una y otra actividad. Eso sí, huía
de todo conato de estupidez contestando con visos de saber, pero no
le preocupaba ignorar si sus respuestas eran las adecuadas, es más,
le satisfacía aquel desconocimiento que consideraba trivial. Para
él, compartir mesa con un idiota era una experiencia sublime, sólo
comparable a un orgasmo de primavera. Parecerá extraño, pero era
así. El idiota, decía, tiene connotaciones anímicas que
generalmente escapan a la comprensión del común de los humanos. Es
necesario prestar mucha atención al sibilino recado escondido en las
palabras aparentemente incoherentes del idiota, refractar la
semántica de las palabras y estructurarlas en su sentido primigenio.
…..
…… …..
(Véase,
a modo de ejemplo, este diálogo, entresacado de su libreta de campo,
mantenido por teléfono con un idiota perfecto:
-
Dígame, señor.
-
¿Escuchas Insustanciales?
-
A su servicio, señor. Le atiende Hermann.
-
¿Hermann? ¿Quién es Hermann? No quiero hablar con ningún Hermann.
Yo pregunto por Escuchas Insustanciales.
-
Habla con Escuchas Insustanciales, señor. Y Hermann es mi nombre y
estoy aquí para atenderle.
-
¿Dónde es aquí?
-
Aquí, a este lado del teléfono. Si estuviese a su lado, podríamos
hablar directamente. Pero no lo estoy; por eso necesitamos del
teléfono.
-
Extraño proceder, Hermann.
-
Es lo habitual cuando se marca un número telefónico.
-
Habitual, quizá, pero su proceder continua siendo extraño.
Una
pausa.
Toses.
Nueva
pausa, seguida de carraspeos.
-
¿En qué puedo servirle, señor?
-
¿Sabe mi nombre?
-
No lo sé, señor.
-
¿Por qué, entonces, lo repite insistentemente? ¿Cómo lo ha
sabido? Me espían, nos espían. Sabía que vivimos bajo un estricto
control, dirigidos por la maquinaria estatal. - Nadie el espía,
puedo asegurárselo y creo que hay un malentendido, señor. Pero si
quiere decirme su nombre...
-
Señor. Me llamo Señor. Es mi nombre, como otros se llaman Astolfo o
Getrudiano.
-
Dígame, señor Señor.
-
No sé si me interesa hablar con alguien tan ecléctico como usted.
Colgaré.
-
Pero, entonces, no podré ayudarle.
-
Puede ayudarme con su silencio.
-
Me resultaría raro.
-
Soy experto en rarezas. Puedo ponerle ejemplos que le asombrarían en
extremo.
-
Inténtelo.
-
Raro, por ejemplo, es ser dos veces primo de una persona.
-
¿Lo es usted?
-
Y lo llevo con dignidad. No me avergüenzo de ello.
-
¿Dos veces primo de su primo, del mismo primo?
-
Sí.
¿Cómo
puede ser eso?
-
No lo sé. Por eso es raro. Si tuviera una explicación ya no sería
raro, pues conocería la lógica que lo hace posible.
-
Pero de un primo, sólo se puede ser primo una vez.
-
Lo será usted. Yo lo soy dos veces.
Un
clic, al otro lado de la línea, cortó la comunicación.
En
este diálogo, aparentemente insustancial y algo estúpido, Hermann
era capaz de hallar placenteros oasis de lucidez y podía emborronar
una resma de folios acerca del brillante estado mental del simplón,
añadiendo, al final, un estudio nemotécnico y semántico sobre los
primos que haría las delicias de los estudiosos).
…..
…… …..
En
algún momento de su vida, Hermann, cometió el pecado original. La
caída no le importó tanto por las desagradables consecuencias que
pudieran derivarse para su alma en la vida de ultratumba, como por
las comidillas a que ello dio lugar.
-
¡Pecar, pecar!-, exclamaba a voz en grito, cuando le echaban en cara
su transgresión de los preceptos divinos-. ¿A quién puede
importarle mi pecado?
-
Además, ¿qué es pecar?-, se preguntaba. Y se respondía de
seguida: Romper las reglas de una sociedad decadente, situarse al
mismo nivel de la deidad y atreverse a darle respuesta cumplida.
Después
volvió a cometer su segundo pecado original y se empecinó en él
con regodeo de sibarita. Por culpa de un mal de ojo, que le echó una
bruja trapacera y envidiosa cuando apenas levantaba cinco palmos, se
le había encogido una pierna o alargado la otra, que esto nunca se
supo a ciencia cierta, y andaba como el cojo manteca, jugando a
desniveles con el cuerpo. Para quienes lo veían caminar de aquella
traza era cosa de irrisión, pero disimulaban las risas, se envaraban
al cruzarse con él y ensayaban gestos de circunstancia para no
incurrir en sus iras.
De
joven, obnubilado, quizá, por la efervescencia propia de la
inexperiencia se dedicó a la planificación de absurdos, sin ninguna
lógica. De este modo asumió, primero, el suicidio como la cosa más
natural del mundo. Se aplicó, con entusiasmo digno de mejor causa,
al estudio de diferentes sistemas de autoeliminación. Los concibió
sublimes unos, otros rayanos en la genialidad, pero también los
imaginó burdos hasta el dislate. Finalmente, eligió para sí el más
manido: la soga de esparto pendiente de un gancho del techo. Se
colocó la cuerda al cuello, sintiendo que el corazón le latía como
una manada de caballos desbocados, dio una patada a la silla a la que
se había subido y quedó columpiándose en el vacío. Se había
provisto de una libreta y un lápiz para dejar escritas a la
posterioridad sus últimas sensaciones, algo , hasta entonces, nunca
hecho por nadie, pero no llegó a escribir ni una sola letra. Medio
techo se vino abajo con estrépito y él entre los escombros, no
reventándosele los intestinos de puro milagro.
Desplegó,
luego, una inusitada actividad para llegar a los abismos en que se
mueve la ceguera cósmica. Cubiertos los ojos con una capucha,
imaginó la oscuridad absoluta en el universo. Las estrellas habían
perdido el fragor incendiario de sus entrañas y se movían en la
negrura y el silencio del espacio. Podían no existir ciegos físicos,
pero los había virtuales al no poder percibir nada por falta de luz.
¿Sería capaz de desenvolverse el mundo en aquellas aterradoras
tinieblas? Nunca lo supo. Lo único que llegó a saber es que salir a
la calle con los ojos tapados era harto peligroso. Dos coches
trataron de evitarlo, pero un tercero lo mandó al hospital, donde
los médicos perdieron la cuenta de las lesiones y magulladuras.
Cuando salió, después de meses, bizmado aún y con mataduras en
todo el cuerpo, cuantos le veían hablaban de milagro y fortuna. Al
año no le quedaba otra secuencia que la de habérsele acentuado la
cojera del mal de ojo y dos chirlos en los carrillos.
Un
día, con aspecto de estar de vuelta de todo, se proclamó inventor
de las bacanales.
Como
nadie le hizo caso, armó un gran alboroto amenazando con registrar
su invento y cobrar sumas descomunales a cuantos en adelante
quisieran entregarse al desenfreno vinícola. Pero entonces le llegó
el tiempo de sentar la cabeza y la cosa no fue a más.
Perdió,
a poco, el entusiasmo por lo banal y se puso a buscar esposa para
formar una familia como era rigor hacer a su edad.
Conoció,
entonces, a Petrovna Vinogradova.
II
Petrovna, la madre.
Petrovna
Vinogradova era el envés de Hermann. Quizá por eso se avinieron
ambos tan de maravilla. Apenas conocerse, iban ya a salto de mata,
por no poderlo hacer de cama, en orden a la guarda de las
apariencias.
Cuando
se miraba a Petrovna se pensaba primero, y ante todo, en una mujer
gorda, sin paliativos. Las carnes le desbordaban por encima de la
ropa pese a las muy cumplidas haldas que vestía, pero eran unas
carnes majestuosas, gratas, no esas grasientas y fofas de aspecto
desagradable. Los brazos, los muslos, los pechos de Petrovna
invitaban al pellizco honesto, cargado de ternura y regocijo. Pero,
¡ojo!, que nadie intentara el pellizco por mucha honestad que
imprimiera al acto porque se enfrentaría a su enojo. Estaba
orgullosa de ser mujer de un solo hombre y así quería seguir
siendo. Ciertamente no había llegado al matrimonio entera, pero no
había sido por procaz desenfreno o lujuriosa voluptuosidad, sino por
el mucho amor hacia Hermann a quien nunca supo negar nada, ni
siquiera su doncellez.
-
Las jóvenes honestas miran las escenas escabrosas cubriéndose los
ojos con ambas manos, las complacientes se regodean en la
escabrosidad del acto-, decía cuando le preguntaban su parecer, al
respecto de las costumbres disolutas.
Y
ateniéndose a esa norma cerró los ojos cuanto pudo, por no ver lo
que se le venía encima, la tarde que perdió la virginidad en un
ortigal, allá abajo donde el arroyo serpentea entre olmos
centenarios. Reconoció que Hermann se comportó como un caballero no
dirigiéndole la palabra en todo el acto, lo cual a ella le habría
supuesto muchísima vergüenza y embarazo.
Mas,
sigamos con la descripción de nuestra heroína. Su cuerpo era de una
asimetría enternecedora. Tenía los senos descompensados y cuando se
ajustaba uno se le caía el otro mientras los cachetes del trasero se
le movían en dirección inversa. Los brazos y piernas también
jugaban en este desconsiderado vaivén, provocando sensaciones
opuestas en cuantos veían moverse aquella mole, colgando ora de este
lado, ora del otro o bamboleándose de delante hacia atrás y de
atrás hacia delante, con amenaza de venirse al suelo, aunque el todo
formaba un conjunto perfectamente acoplado donde nada faltaba ni
sobraba. Sabía cuánto hablaba la gente en razón de su grosura,
pero no le importaba y hacía oídos de mercader, sintiéndose muy a
gusto en aquel formidable corpachón.
Iba
y venía siempre aprisa, con mucha determinación, sin que le
retrasara la fatiga ni el sofoco que a otras, con menos carnes,
ahogaba. Hermann, ante esto, se esponjaba con orgullo diciendo que
tenía una mujer de rotundidades impacientes.
Murmuraban
de ella que había comido cantos de río, y bien podría ser verdad
por la gran hambre que le acometía de continuo, pero nos inclinamos
a pensar en esto como en invención de maldicientes pues se hace
costoso admitir un estómago capaz de digerir guijarros. Pero era
cierto su insaciable apetito. Atendiendo la casa, hablando con las
vecinas o sentada al sol mientras acaparaba calorías primaverales,
andaba siempre con el pan en la boca y una o dos lonchas de fiambre
para disimular la miga. Cuando preparaba la comida no se andaba con
remilgos de platos o cucharas, antes bien , iba de fuentes, cazos y
alguna tinaja a la que sangraba con ahínco hasta dejarla exangüe.
Esta de la comida era su manía, única manía, deliciosa manía por
lo que esperaba ser enterrada con provisiones abundantes como hacían
con los antiguos faraones en Egipto, según tenía oído. Porque
cuando pensaba en ello sentía pánico ante al posibilidad de pasar
hambre en el más allá, cuando tuviera que presentarse a Lucifer, o
ante quien se hiciera cargo de las almas, con el estómago gritándole
exigencias. Tampoco pedía mucho, si acaso una o dos orzas a rebosar
de chorizos y lomos en aceite, una docena de hogazas, de las grandes,
como las hacía el panadero del barrio, y un pellejo de vino para
remojar las cortezas. Con ello esperaba tener suficiente hasta
acomodarse en el lugar a donde fuere y ver de aprovisionarse
cumplidamente.
En
otro orden de cosas, amaba con delirio a su familia, y al acero de la
mirada de Hermann enfrentaba dos ojos risueños, abriéndose paso
tras las abultadas carnosidades de los párpados.
-
Enfermarás, Hermann, querido. La bilis te reventará y el agrio de
los mondongos te saldrá afuera-, decía cuando el hombre estallaba
en imprecaciones.
Hermann
apretaba los labios reteniendo una obscenidad y quedaba pensativo
desarmado ante tanta amabilidad, pero ella le sonreía con expresión
de ternera, de modo que terminaba por ir a sus quehaceres para
disimular el pasmo que le afloraba al rostro. Y es que mostraba
siempre una actitud tan dócil que terminaba aplacando a cuantos
quisieran hacerle exasperar.
Por
las noches ahogaba a Filogonio en su cariño de madre, y lo apretaba
contra sus senos
diciéndole
ternezas que terminaban abochornando al muchacho.
-
Mamá, bruta-, decía el chico.
-
¡Huy, mi pequeñín! ¡Cuánto le quiero!
Y
volvía a estrujarlo como si quisiera fundirlo con sus propias
carnes. Lo acompañaba a la cama, le extendía las sábanas, le
ayudaba a ponerse el pijama y le arreglaba el embozo con una sonrisa
capaz de derretir los riscos.
Hermann
se lo reprochaba y le decía que no era manera de tratar a un
muchacho a punto de cumplir los catorce años, pero ella le
replicaba:
-
Fagocito de medio pelo, deberías destruir de inmediato la llegada
del monje y proveer al contubernio con tan rolliza doncella. Pero no
fiaros pues puede venir de ello gran daño para el obrero, en la
displicencia de los avatares a que nos tiene acostumbrados la
amanecida. Si rascas hallarás la razón de todas las cosas en el
moho de los sudarios, tenidos en menos cuando cubren la desnudez de
la turba vociferante.
Frases
como esta y otras de similar
enjundia no extrañaban en aquella mujer de apariencia grosera si se
tiene en cuenta que de soltera había trabajado en una editorial
donde se ocupaba de sustraer de los libros, antes de entrar en
imprenta, frases obscenas, delictivas, injuriosas, proclives a la
subversión o simplemente de dudoso significado y escribir con ellas
un nuevo libro, publicándolas de forma aleatoria para que formasen
un todo abstruso. Este libro, titulado Clásicos
Inconfundibles se
había
declarado de
lectura obligada en fiestas y conmemoraciones oficiales y en torno a
él se abrieron enconados foros donde intervenía la
intelectualidad,tratando de hallarle explicación a lo inexplicable.
Petrovna
había alcanzado un alto nivel en el perfeccionismo de este tipo de
publicaciones y habría llegado lejos de no haber contraído
matrimonio. Tras casarse hubode dedicarse a la familia, frustrándose
una carrera de éxito.
Luego
de haberse desfogado con la parrafada y antes de irse a dormir, se
encerraba en la habitación de la costura y revolvía una especie de
baúl no mayor que una alcancía donde almacenaba centenares de
botones de todos los tamaños, formas y colores. La mayoría eran de
nácar pero los tenía también de hueso, madera, metal y hasta unos
redondos y relucientes hechos con guijarros de río, pulidos y
perforados a mano por ella misma. Era su tesoro, caja de Pandora
donde encerraba la felicidad conyugal. Si algún día le faltasen
aquellos botones, Hermann enloquecería, se transformaría en un
vegetal siniestro, lo veía en la opacidad de sus ojos cada vez que
se dirigía a ella mostrándole las hilachas de un botón
desaparecido. Y lo quería demasiado para arriesgarse a tanta
pérdida.
Por
eso revisaba todas las noches los botones, echados a puñados en el
baúl, sin ningún orden. Pero sabía cuales eran para esta o aquella
ocasión, los tenía contados aunque estuvieran en montón, recordaba
los utilizados, conocía las faltas después del último cosido y
preparaba de memoria la lista de los que había de restituir al día
siguiente.
Solamente
después abría con cuidado la puerta del dormitorio y, sin encender
la luz, se desnudaba. Mientras lo hacía escuchaba atentamente la
respiración con altibajos del hombre, sus reniegos a medio camino
entre el sueño y el duermevela, y aspiraba con placer el penetrante
olor a macho.
Se
acostaba regurgitando las carnes sobre el cuerpo enteco del hombre
que se removía con un refunfuño.
-
¿Duermes, Hermann?
-
Sí.
-
¡Mentiroso!
Y
hacía un mohín con los labios, mohín invisible en la oscuridad de
la habitación.
En
medio de las espectrales sombras contra las que se destacaba la
blancura impoluta de las sábanas con olor a limón, se desarrollaba
el acostumbrado trajín de rezongos,
murmullos,
cachetes y suspiros. Luego se hacía un silencio inmenso como el que
debe reinar en los espacios siderales y quedaban ambos dormidos; él
perdido en los poderosos brazos de ella, ella aspirando la
respiración terca de él.
También
en el dormir eran dispares. Hermann tenía un sueño intermitente con
periodos de insomnio, importunidades y palabras sin sentido dichas en
voz alta. Dormía además con los ojos abiertos, fijos en la
eternidad, lo que producía desasosiego en quienes lo veían de
aquellas trazas, tendido sobre la cama, boca arriba, mirando sin ver.
Petrovna, por el contrario, después de los dichos rezongos, se
entregaba al sueño con vehemencia, viviendo experiencias oníricas
de las que no guardaba a la mañana siguiente ningún recuerdo. Pero
sabía que había soñado y que había soñado mucho y hermoso, y eso
la despertaba jubilosa.
Era
la forma de cada uno de apropiarse de la luz de la luna cuando la
noche se hacía boca de lobo.
III
Filogonio, el hijo.
Filogonio
era idiota por definición, inútil por vocación, un fracaso
concluyente. Poco más se puede añadir a su retrato. Si acaso, la
expresión de bobalicón que le afloraba a los belfos cuando se
sentía estúpidamente feliz, o sea, siempre.
IV
Una decisión difícil.
El
lujurioso emparrado propiciaba un diálogo sereno, incluso coherente.
Petrovna
se había desparramado sobre una hamaca que crujía a cada movimiento
y miraba a Hermann mascar un pámpano mientras se desabrochaba el
botón por trigésima tercera vez. Petrovna siguió con la mirada el
pendular suicida del tercer botón del chaleco empezando por arriba.
Estaba a punto de caerse. Caería en breve y tendría que levantarse
para cosérselo.
El
fijó la vista en una pequeña mancha que se aferraba al seno
izquierdo de Petrovna. La mancha, minúscula, no mayor que una mota
de polvo empezó a crecer, a sus ojos, hasta cubrirle todo el pecho.
Entonces sintió la necesidad de quitarla. Era su obsesión. Los
botones pasaron a segundo término. Alargó la mano y la pasó por
los pechos. La bofetada resonó como un trallazo.
-
Está mirándonos el niño-, se justificó ella.
Hermann
se acarició la mejilla que empezaba a adquirir un color cárdeno en
forma de cuatro dedos como zarpas. Quiso protestar, enfadarse,
defender su dignidad de hombre, pero la mirada dulce de Petrovna lo
desarmó, y arrancó otro pámpano del emparrado.
-
Varios gremios de ingenieros han sufrido escarnio, desencadenándose
una merma
generalizada
en la producción agroalimentaria-, dijo al cabo de un rato-. Lo he
oído en la radio.
Petrovna
lo miró con expresión de espanto.
-
Mentiras-, musitó tratando de tranquilizarse-. Lo dicen para
distraernos de sus manejos.
-
Lo dice la radio…
-
La radio dice lo que ellos quieren hacernos creer. Es su método de
manipulación.
-
En la manifestación del otro día, unos hombres portaban pancartas
pidiendo democracia. Alguien dijo que si no viviéramos ya en
democracia, no podrían estar allí pidiéndola Entonces, prendieron
fuego a las pancartas y se disolvió la manifestación.
-Era
una manifestación incoherente-, apuntó Petrovna. Al decirlo se
volvió hacia Hermann mientras la hamaca volvía a crujir
quejumbrosa.
-
Pocos entendieron la incoherencia y hubo conatos de agresión.
Hice
por abandonarla, pero ya era tarde-, siguió Hermann.
Petrovna
extendió los dedos lanzando al aire un beso de solidaridad.
-
¡Mi ángel!
-
Apareció la policía por una bocacalle y nos zurró la badana sin
compasión. Yo conseguí agazaparme tras unos fardos de decomiso y
pasé inadvertido, lo que me libró de la tunda, pero algunos
compañeros les hicieron frente. Evodio e Isabelo se batieron el
cobre pero no les valió el palio y terminaron, con otros muchos, en
el hospital, baldados en el ánima y en los lomos.
Luego,
sin venir a cuenta,conducta muy propia de él,añadió:
-
Lee para ignorar menos, no para saber más; el conocimiento es
navegar en un mar de incertidumbres a través de archipiélagos de
certezas.
Tan
culto exordio fue interrumpido por un estruendo. Filogonio se había
subido a lo alto de la cerca de madera para alcanzar un racimo y en
el intento se había venido abajo, arrastrando en la caída valla,
parra y cuanto halló a su paso, entrando en este apartado dos cubos
de zinc, un entramado de hierros y alambre que tenía preparado
Hermann para guiar el emparrado hasta el porche de la casa, además
de dos escaleras de mano, de dudosa utilidad dado su deplorable
estado de conservación y una carretilla que, nadie sabía por qué,
se hallaba, a la sazón, aupada en lo alto de la cerca.
Al
estrépito se alzaron ambos, pero visto el estropicio no mayor del ya
existente con anterioridad y, en atención a que Filogonio reía con
su habitual cretinez, volvieron ella a su hamaca y él a sus botones
y pámpanos, dando por terminado el incidente.
-
¿Se habrá hecho daño?-, preguntó al rato Petrovna tratando de
parecer preocupada.
-
Ningún tonto se duele de sus tonterías.
-
¡Pobre Filogonio! ¡Tan felices como nos las prometíamos cuando
nació!
-
Deberíamos darlo en adopción.
-
¿Tú crees?
-
Sería lo más práctico.
-
Me resulta doloroso pensarlo.
-
O entregarlo a la factoría de reciclado.
-
Peor. Dicen que nadie regresa de ella.
-
Pero es una rémora insoportable.
-
¡Me costó tanto concebirlo!
-
Un cigoto embarullado en una danza de granos de polen rabilargos.
Nada extraordinario.
-
El caso es que le he cogido cariño.
-
Tontos como este te los encuentro a capazos todos los días impares,
querida, concluyó Hermann.
Filogonio
alzó la cabeza sin levantarse aún del suelo e hizo cuentas con los
dedos. Estaban a día 21 y se sintió aludido. Dolorosamente aludido,
eso sí.
.La
tarde declinaba y el calor se espesaba barruntando una noche de
desvelos. Durante aquel insoportable verano casi todos los días las
nubes aparecían en el horizonte pero, conforme se acercaban, algún
soplo de malevas intenciones las desmenuzaba y esparcía como a
caléndulas medrosas. Hermann pensó que una tormenta aliviaría el
sofoco, pero eso no parecía posible en aquel cielo calinoso que se
abajaba a ras de tierra hasta aplanar los ánimos.
-
Nos desharemos de él, definitivamente-, sentenció, después de
pensarlo unos minutos.
Petrovna
miró con ternura al muchacho que en aquel momento trataba de
desembarazarse del barullo de hierros, astillas y palos que lo
cubrían.
-
Lo entregaremos al Consejo de Criaturas Irresponsables y que ellos
obren en consecuencia-, añadió Herman.- Pero de seguida.
-
Si lo tienes decidido, querido…-. La hamaca gimió otra vez al
tratar de recomponerse la mujer.
-
Y no me pidas nuevos hijos, Petrovna. Nosotros no servimos para eso.
Los seis anteriores no resultaron mejores que Filogonio. Andros
nació con branquias, Faetón tenía
más
de cefalópodo que de humano, Quirico…
-
Quirico fue normal-, apuntó con alegría Petrovna dejando abierta
una puerta a la esperanza.
-
Pero le dio por perseguir imposibles y se lanzó al océano tratando
de alcanzar a nado la otra orilla de nunca volvió. Por una u otra
razón se nos malograron todos. No quisimos escuchar a los dioses,
comimos el pan de la perfidia y bebimos el vino de la lujuria.
Nuestra
herencia genética está condenada al exterminio.
…..
…… …..
Filogonio,
libre del caos de deshechos en que se había visto envuelto, se
enfrentaba en aquel momento al sol, muy abiertos los ojos, y lo
desafiaba mientras la baba formaba un charco a sus pies.
Hermann
se desentendió de todo y empezó a hablar del último libro que
había visionado en la Filmoteca Pública, con aquella labia tan
característica suya en la que parecía condensarse todo el
conocimiento del cosmos.
-
El ciclo vital se circunscribe al pentámero reticular del Eterno
Retorno. Al gusano se lo come el sapo, al sapo la serpiente, a la
serpiente el cerdo, al cerdo el hombre y al hombre el gusano. Cuando
se rompe uno de los hilos, pues se sabe de hombres comedores de
serpientes o cerdos devoradores de sapos, el firmamento debe
rehacerse. Entonces se estremece la Tierra, vomita fuego por la boca
de los volcanes, y en el cielo aparece una estrella nueva que los
hombres de ciencia deben catalogar.
-
Mucho cacareo para tan pocos huevos-, pensaba Petrovna.
Y
asentía como una autómata mientras acariciaba el frasco que
guardaba en la faltriquera interior del vestido con el cigoto
proveniente de una bio activación de espermatozoides de desecho.