Nuestro circo era pequeño.
Ibamos de pueblo en pueblo porque nos quedaba grande ir de ciudad en ciudad. A
veces nos atrevíamos con capitales importantes pero desde lejos, al abrigaño del
extrarradio, perdidos en una periferia de fábricas malolientes donde se
asentaba el desecho de la población. A pesar de todo teníamos ínfulas de
grandeza. Destilábamos orgullo a través de los
desgarrones de las lonas y del
chirrido de las desvencijadas camionetas.
Yo, siempre que podía, me
escondía entre bambalinas para ver la función del hombre forzudo. Ciertamente
era un individuo singular. Tenía el cuerpo enorme. Las piernas parecían
columnas robadas de algún templo antiguo; los brazos, de bíceps descomunales,
terminaban en dos puños capaces de derribar un árbol de un mazazo y todo él era
una montaña que causaba asombro por donde iba.
Reía con estruendo agitando
todo el cuerpo y el habla era cavernosa como si llegase de muy lejos, de algún
lugar acomodado en lo más hondo de su caja torácica. La cara tenía aspecto de selva
donde los pelos de la barba simulaban un boscaje de zarzas. En cuanto al comer
era conforme a las trazas, siendo capaz de zamparse hasta tres lechones de una
sola sentada, regándolo con vino, cerveza o lo que hubiera lugar sin dar tregua
a quien le llenaba la jarra.
Sin embargo, aquel
corpachón de bestia escondía un mundo de sentimientos, pero llegué tarde a
averiguarlo.
Ocurrió un verano durante
nuestra gira por el norte. A los lejos se perdían los perfiles umbrosos de las
industrias y más allá se adivinaban apenas las formas de los rascacielos.
Habíamos asentado reales en una explanada donde se cruzaban cuatro caminos de
asfalto leproso. Aguantamos allí hasta un mes pues, aunque algo alejados, los
fines de semana llenábamos el circo con manadas de chiquillos llegados de la
ciudad.
Los primeros días fue todo normal,
pero pronto advertimos un cambio preocupante en la rutina del gigantón. El
primero en lanzar la voz de alarma fue el hombre gusano.
- ¿Os habéis fijado?-, dijo
una mañana mientras reptaba entre los bolardos colocados al efecto-. Ha dejado
de entrenar.
Era cierto. Miramos hacia
su caravana a tiempo de verle alejarse en traje de calle, un traje a todas
luces estrecho donde trataba de meter la estructura de los músculos.
- ¿A dónde irá?-, fue la
pregunta de todos.
A partir de entonces todos
los días abandonaba el circo de mañana y no volvía hasta por la tarde, minutos
antes de comenzar la función. Se cambiaba precipitadamente y salía a realizar su
número. El espectáculo era espléndido. Mayores y niños estallaban en una
tormenta de aplausos cuando le veían alzar, en cada mano, una pesa de 200 kilos
o dar dos vueltas a la pista arrastrando con los dientes una camioneta cargada
con treinta o más personas del público, sin dar muestras de cansancio. La carpa
vibraba bajo los gritos de “más, más, más” mientras la encargada de las
taquillas, ataviada con un traje de baño de pésimo gusto, salía a la pista y
cargaba con dos pesas de utillaje lo que causaba la hilaridad del público que
arreciaba en sus aplausos.
Así llegó la tarde de la
despedida. Al día siguiente, de madrugada, el circo partiría hacia otros
lugares.
El redoble de tambor atronó
precediendo a la entrada del hombre forzudo. Tenía el aspecto formidable que
acostumbraba. Se despojó de la capa sin el manteo de otras veces y apareció
cubierto con una especie de piel grosera que le daba aspecto antediluviano.
Apretaba mucho los puños a fin de realzar el bulto de los bíceps y se mordía
los labios para parecer tremendo.
Pero no era el hombre
forzudo de otros días, de otros tiempos, sino una parodia de sí mismo. Algo
había cambiado en él. Fue una premonición y nos estremecimos ante la certeza de
lo irremediable: cuando intentó levantar las pesas de 200 kilos, se desparramó
como un higo maduro y quedó muerto sobre la pista.
- No tenía corazón-,
dictaminó la autopsia.
Al día siguiente supimos
que lo había dejado en prenda a una rolliza euscalduna de Derio.
- Circulaba serrín de circo
por sus venas-, sentenció en seguida mi madre queriendo, acaso, hacerme sentir el
orgullo de mi ascendencia circense, aunque no lo necesitaba, pues siempre me
había ufanado de ser hijo de ella, de la mujer pájaro, y lo tenía por un honor.
Pero aquel aciago día parecía ser el de las revelaciones.
- No soy tu madre-, me
dijo, de sopetón, al amparo de las patas de una elefanta preñada que barritaba
con estruendo barruntando el parto-. Llegaste del arroyo, hijo de madre
desconocida.
Y me contó. Una noche me
llevaba mi padre en brazos, envuelto en una toquilla, camino de la cárcel donde
debía ingresar por delitos de sangre, cuando se topó de frente con el jefe de
pista del circo, un hombrecillo corto de piernas, vientre orondo semejante al
de una garrafa, sin cuello apenas donde atornillar la cabeza. Mi padre me dejó
en sus manos con un “gracias” apenas musitado y siguió camino del presidio.
El jefe de pista cargó
conmigo hasta el circo y me metió en la jaula de los tigres, quizá con la
esperanza de que me devorarán y solventar la cuestión. Pero una de las tigresas
había parido el día anterior y me acogió entre sus cachorros. A los once meses
superaba en tamaño a mis hermanos de leche y casi a mi nodriza. Fue entonces
cuando se fijó en mí la mujer pájaro y decidió adoptarme. Era la triste
historia de mi origen.
La hasta entonces mi madre
me besó la frente y se secó una lágrima que le corría por la mejilla.
- No llores-, le dije-.
Podrás seguir siendo mi madre, si lo deseas.
Aquella noche, se fugó con
un turiferario loco de la catedral de Burgos y no volví a saber de ella.
La muerte del hombre
forzudo, el descubrimiento de mi origen y seguida orfandad me abstrajeron el
ánimo y dejaron postrado en un letargo de consunción. Me encontró exangüe, barbotando
serrín por la herida de la muñeca, Duvidna, una trapecista venida a menos por males
de altura. Chilló como loca, en el paroxismo de la histeria, antes de correr a
la caravana de Randonwoskhy a pedir ayuda.
Randonwoskhy era
veterinario, sanador y cirujano, todo en uno. Atendía por igual a los animales
y a las personas. Para él todos eran animales con la consciencia más o menos
despierta y no veía mucha diferencia entre abrir en canal a una pantera o componerle
las asaduras a un semejante.
Me amañó la herida, me
cortó la hemorragia y veló los desvaríos de mi convalecencia, turnándose en tan
menesterosa función con la trapecista.
Tardé días en volver en mí.
Cuando lo hice estaba a mi lado Duvidna que corrió a avisar a Randonwoskhy.
- ¡Se aviene! ¡Se aviene!-,
dicen que le dijo.
Randonwoskhy se sentó en el borde del camastro que me
servía de lecho. Debíamos de componer un cuadro desolador, él con su casaca
deshilachada ocultando los remiendos de la culera de los pantalones y yo, trémulo,
virando los ojos a los lados, envuelto en trozos de manta ratonados, porque
Duvidna, sólo de vernos, se deshizo en lágrimas en el mayor de los
desconsuelos.
- ¿Mi madre…?-, pregunté en un susurro cuando tuve
conciencia de lo sucedido.
Randonwoskhy me atusó el cabello con los sarmientos
resecos de sus dedos, para darme ánimo:
- Olvídala, muchacho. Era una advenediza. Ella no
tenía, como tú, serrín de circo en las venas.
Duvidna se pasó llorando todo aquel día, el siguiente
y el otro hasta quedarse sin lágrimas. Luego lloró serrín y regresó al
trapecio.
Cuando volví a pisar la pista me sentí extraño pateando
mi propia sangre.
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