domingo, 23 de mayo de 2010

Un comida de Navidad

Papá había lavado el coche, a mí me disfrazaron de cromo y mamá se puso sus mejores galas. Mientras me vestía la tata, mamá iba y venía de una a otra habitación y no paraba de darme órdenes, instrucciones y consejos. Hablaba, hablaba y hablaba y casi todas sus palabras las oía sin escucharlas, en un prodigioso ejercicio de sordera. De repente me espetó:

- Pero, ¿me escuchas?

Asentí con un cabeceo enérgico que obligó a la tata a desistir de abrocharme el cuello de la camisa. No me gustaba aquella camisa tan blanca, ni los pantalones con raya, ni los zapatos lustrosos. La suciedad gritaría de modo espantoso.

- Irán tía Emilia y el penco de su marido- explicaba mamá.

- ¿Qué es penco?- estuve a punto de preguntar, pero me tragué las palabras, porque mamá no era dada a explicaciones conflictivas.

- Y tío Antonio- seguía diciendo mamá.

- ¿Con los primos?- exclamé alborozado. La idea de enzarzarme con ellos en una de nuestras estúpidas peleas excitó mi imaginación.

- ¡Valientes pazguatos! No quiero verte con ellos. Saludarlos y vale, ¿entendido?, que son calco del cebón de su padre.

Y cebón, ¿qué era cebón? Pero volví a asentir sin preguntarlo, aunque tuve la penosa intuición de que cebón era algo muy malo. Se lo preguntaría a don Zenón, el confesor, en la dulce penumbra de la capillita del colegio. Sólo de pensarlo me pareció escuchar su voz melosa y azucarada y percibí la vaharada de ajo que llenaba su confesonario.

Iba a ser una Navidad como ninguna otra de las vividas hasta entonces. Comeríamos todos en casa del abuelo. La última Navidad, decía papá, porque el abuelo no aguantaba otra, eso se veía. Mamá torcía la cara y refunfuñaba no sé qué letanías sobre el sabelotodo de la casa, pero enseguida lo olvidaba y volvía a aleccionarme.

- También estará tía Enriqueta- dijo.

¡¿La solterona?!- exclamó, más que preguntó, papá desde algún punto del fondo del pasillo- ¡Buena bruja está hecha! Esa ya se ha quedado para vestir santos.

Nuevos refunfuños de mamá, miradas aviesas señalándome con los ojos y encogimientos de hombros de mi padre.

Al fin montamos en el coche y atravesamos la ciudad hasta casa del abuelo. El abuelo era un hombre menudo, calvo, de nariz como pico de águila que se le juntaba con la barbilla. Decían que era porque no tenía dientes y eso lo entendía sin preguntarlo, porque tampoco las águilas tienen dientes y por eso necesitan del pico para comer. Aunque yo nunca vi al abuelo usar su ganchuda nariz para otra cosa sino para sonarse los mocos, lo cual era todo un espectáculo: extendía ante él un grandísimo pañuelo de hierbas, lo examinaba con cuidado buscando la parte más limpia, se la aplicaba a la nariz y lanzaba un trompeteo estruendoso que nos valía a los nietos uno o dos mojicones por la risa que nos entraba. El abuelo, sin embargo, nunca se molestaba por ello y pedía con su voz tranquila y ronca que nos dejasen en paz, pues al fin y al cabo no éramos sino niños.

Cuando llegamos, tía Enriqueta se había encerrado ya en la cocina y andaba trasteando entre platos y cazuelas. Era la cocinera de cuantas comidas se daban en casa del abuelo y no permitía que nadie enredase en sus guisos, como tampoco habría tolerado ayuda para romper, como acostumbraba, una o dos piezas de las que se alineaban en el vasar del fondo, manía suya que nunca conseguí explicarme. Su figura hierática y la sonrisa, de dientes demasiado perfectos, me producían una sensación de desasosiego, pero siempre andaba rondándola por mor de que se escapase alguna chuchería, torrezno o fritanga que, hechos por ella, eran una auténtica golosina. Al menos me lo parecía en la glotonería de mi infancia.

Habían llegado también tía Emilia y tío Angel. Tío Angel era el penco. Era simplón como el tonto de la viña de quien decía mi madre que había ido a vendimiar y se llevó uvas de postre. Estaba sentado en un sillón de orejas, la mirada perdida, estudiando visajes con la boca y los ojos, y abrumado por la interminable perorata de tía Emilia que gesticulaba como si quisiera abarcar con sus brazos toda la habitación. Cuando tía Emilia hablaba nadie le prestaba atención porque no decía sino simplezas con las que había embobado al tío Angel, pero eso a ella no le importaba y hablaba, hablaba, hablaba sin parar aunque lo hiciese a las paredes.

Empezaba a aburrirme cuando entró tío Antonio con mis primos. Tío Antonio era viudo y todos decían que bien merecido lo tenía por haber convertido a la difunta tía Fausta en una coneja paridera. A mí, la verdad es que el tío Antonio me daba pena: era gordo, muy gordo. Cuando intentaba agarrarse las manos, una con otra, parecía que iba a sostenerse la barriga, para que no se le desprendiera y rodara por los suelos. Si se sentaba en un sillón le era imposible levantarse sin ayuda y resoplaba continuamente como persona que ha hecho un esfuerzo desmesurado. Menos pena me daban mis cinco primos. En realidad los odiaba un poco, tanto como podía odiar un niño de mi edad a otro, y a menudo rezaba al buen Dios para que siguiera engordándolos aún más, si ello era posible, porque todos, del primero al último, habían sacado y mejorado, con creces, las hechuras de su padre.

Enseguida hicimos migas del pan los cinco y yo y, a poco, teníamos convertida la casa en campo de batalla. La prohibición de mi madre cayó en saco roto y nos perseguimos, corrimos e hicimos burlas por todos los sitios, hasta que quedé dueño de la situación, cuando mis primos se tiraron en el pasillo, abotargados y resoplando como la vieja plancha de vapor de la tata. Entonces refugié mis nostalgias junto al abuelo y fui a verlo, saltando por cima de los muebles, para quedar acurrucado a sus pies.

El abuelo estaba sentado en el comedor desde primera hora de la mañana, a la cabecera de la mesa, como un patriarca venido a menos, arrugado, solo, triste, silencioso. Rumiaba constantemente con sus encías desdentadas unas grandes cortezas de pan de hogaza que, de tanto en tanto, hundía en un tazón de vino tinto para ayudar a su reblandecimiento. Allí no daba guerra, ni molestaba. Me miró sin verme, fijó los ojos en la huella que había quedado marcada en una silla cuando pisé en ella, e hizo un gesto indefinido, al tiempo que me guiñaba un ojo con complicidad.

- Anda galopín, ¡que no necesitas que te zurren el bálago!- rumió palabras y pan, todo en uno. Y trató de largarme una carantoña que esquivé. No le preocupó y dio un sorbito al tazón.

Estaba en esta ocupación cuando llegó la hora de comer, anunciada por tía Enriqueta con un escándalo de cazuelas rodando y vajilla haciéndose añicos en algún rincón de la cocina. Entre la cacharrería rota estaba el vaso preferido del abuelo. Era un extraño recipiente de loza, al que llamaba vaso por su forma, feo hasta el delirio, pero era un regalo de boda con el que había hecho su primer brindis, tras el, también, primer beso público que le dio a la abuela.

- No es nada, no es nada-, llegaba la voz tranquilizadora de tía Enriqueta desde algún lugar indeterminado del fondo del pasillo. Pero el abuelo, cuando oyó que se había espetado su vaso, dejó de masticar corteza e hizo un extraño movimiento con la mandíbula que lo mismo podía expresar rabia o resignación.

- Vamos, vamos- seguía animando tía Enriqueta a todos, saliendo de su feudo de fogones y cenizas-. A sentarse todos que llegan los entrantes.

Aquello que llamaba entrantes era un complejo plato en que se mezclaban todos los alimentos imaginables. Había resto de comidas olvidadas junto a la lucida anchoa recién sacada de su lata, y rodajas de chorizo duro y seco como piedra de amolar al lado de calamares acabados de freír, sobre los que aún chisporroteaba el aceite caliente.

Aplicámonos todos a la tarea, cada cual según su querencia. Papá y mamá miraban con aprensión los entrantes y alargaban cuanto podían el momento de hundir su tenedor en aquella gallofa. Yo, pedía calamares a gritos e insistía chillando más y mejor, cuando un pescozón de mamá me llamó al orden. Callé un momento para sacar la lengua a mis primos antes de que se regocijasen a mis expensas, y enseguida seguí reclamando mi ración de calamares, aunque no me hacían caso por lo que volví a llamar la atención de mis primos y comenzamos a intercambiar, entre nosotros, tantos visajes y posturas como nos dictaba la imaginación, no quedándome yo atrás en este juego.

Tía Emilia y su penco andaban tan remisos como mis padres, mirando y no creyendo lo que veían, mientras el abuelo untaba sus cortezas en el aceite de las anchoas, ayudado por tía Enriqueta. Sólo tío Antonio y mis primos se aplicaron con auténtica fruición a terminar con aquella mezcolanza de alimentos y, en un abrir y cerrar de ojos, dieron fin a los entremeses y aún entreaños si los hubiera, con visible satisfacción tanto de mis padres como de tía Emilia y de tío Angel. Sólo yo quedé mohíno y descontento por no haber podido catar los antojadizos calamares.

Pero ya venía tía Enriqueta con un humeante cocido que olía a gloria a decir de tío Antonio y que, a tenor de lo que allí se vio, todos acogieron con satisfacción. Era un puchero grande, enorme como caldero de fregar y empezaron a salir de él tasajos, patatas y caldos que iban y venían sobre la mesa colmando platos y rociando manteles. Los ojos de todos se iban tras las tajadas, mirando de soslayo cualquier otra cosa que no fuera aquel provecho.

Al abuelo le llenaron el plato hasta los bordes con las sobras arrebañadas del puchero, después de haberse servido todos a su gusto. Le tocó alguna patata, mucho caldo y ninguna carne, pero no pareció darle importancia. Con mano temblorosa hundía el pan en el moje y de allí a poco quedó eccehomo con el pringue escullándole, barbilla abajo, hasta la pechera. A intervalos cogía el tazón de vino y lo pingaba como si hiciese brindis al techo, con un peculiar chirrido que nos arrancaba risas estrepitosas a los nietos.

Pero en esta ocasión mis primos no hicieron demasiado caso pues estaban harto ocupados compitiendo con su padre en llenar la andorga. Los tenía frente a mí con los churres grasientos chorreándoles por las comisuras, sucios, asquerosos y a su lado tío Antonio con su respiración de locomotora gangosa, llena la boca de carne y un hilillo de aceite corriéndole por la corbata.

Alargué la mano para señalar la mancha y lancé un gritito de alegría. Tío Antonio enrojeció de ira y barbotó algo ininteligible. Al mismo tiempo uno de mis primos se puso de rodillas sobre la mesa y me hizo una mamola tomando, luego, mi impoluta camisa por babero improvisado.

Gritó mamá echa un basilisco, y se enfrentó a tío Antonio diciéndole no sé qué sobre la mala educación del mostrenco de su hijo. Tío Antonio habría contestado a mamá, porque se lo vi en los ojos, pero estaba demasiado ocupado en deglutir el último pedazo de carne y se habría ahogado si hubiera intentado hablar.

Tía Emilia intervino entonces para reconvenirnos a mí, a mi primo y a tío Antonio, a la vez que llamaba panarra a tío Angel por no hacer nada y tener que ser ella quien diese la cara. Tío Angel salió de su letargo eternal y alzó los ojos vacuos en dirección indeterminada. Pareció a punto de decir algo, pero ya para entonces había tomado yo la iniciativa y, enfrentado a mis primos, comencé a hacerles visajes e improvisar muecas con habilidad de experto en la materia. A todo esto me contestaron ellos, sin dejar de comer, con patadas por debajo de la mesa que fueron a dar donde no debieran. Aulló tío Angel, chilló tía Enriqueta y mi padre dio un salto sujetándose la espinilla al tiempo que bramaba obscenidades.

- ¡Cebones! ¡Cebones!- alboroté yo, saltando sobre la silla con gran regocijo de mis primos que, sin saber que me dirigía a ellos, me imitaron en los gritos y los saltos.

El abuelo, que a estas alturas tenía más que terciado el tazón de tinto, se levantó de su silla, arrastrado por el alboroto, y empezó a mover los brazos como molinetes, tropezando en una de estas con la cara de tía Enriqueta que a más de la pierna dolorida terminó con una colosal bofetada marcada en la mejilla.

Yo quedé mudó de espanto, aterrorizado. Nunca había visto al abuelo abofetear a nadie y menos aún a tía Enriqueta. ¿Cómo había yo de suponer que una mujer destinada a vestir santos, podía ser tratada a tortazo limpio?

- ¡Abuelo, abuelo! A tía Enriqueta, no- grité angustiado.

Tomó ella mis palabras como una muestra de cariño y me arropó entre sus brazos, mientras mis cinco primos seguían con su zambra y aún la aumentaron entre grandes risas de alborozó lo que llevó a tía Enriqueta a desahogarse con ellos propinándoles azotes y toda clase de golpes que no parecía sino que tuviera delante a Cristo atado a la columna.

Intervino, entonces, tío Antonio, que al fin había dejado de engullir, y llamando a tía Enriqueta bruja y otras cosas peores que entendí, pero no puedo repetir, la agarró por los pelos para que dejase de sacudir a sus hijos y tiró de ella hacia el fondo del comedor. Tropezaron ambos con el abuelo que, para no caer, quiso asirse al tazón de vino, pero le resbaló de entre las manos y allá fueron tazón, vino y abuelo, enredados con mis tíos en total confusión, viniendo a ser todo Troya.

Tía Emilia le decía a tío Angel que interviniese y, por una vez, no fuera tan calzonazos como acostumbraba, papá trataba de hacerse oír pidiendo calma, tío Antonio seguía sujetando por los pelos a tía Enriqueta y ella se defendía descargándole puñadas en la espantosa barriga; finalmente mamá murmuraba oraciones, debajo de la mesa, en tanto ayudaba al abuelo a ponerse en pie.

Mis primos y yo salimos, mientras, al pasillo e hicimos allí causa común de nuestras quejas, aunque entre llantos y lamentos no tardaron en aparecer en sus rostros de querubines cebados el chispazo de picardía que habría de enredarnos de nuevo. Callaron los hipidos, les saqué yo la luenga, me hicieron ellos cucamonas y, en menos de lo que se cuenta, quedamos enzarzados en otra pelea sin nada que envidiar a la de los mayores.

Me sentí al fin, alzado en vilo y lejos de los puños y pies de mis primos. Era papa que tomó de una mano a mamá y a mí de otra y nos sacó a la escalera jurando no volver a poner nunca los pies en la casa mientras no viese algo de juicio en aquella familia de locos.

La última imagen que tuve del abuelo, cuando salíamos, fue la de un hombre triste y resignado, ablandando con las encías una gran corteza de pan de hogaza.

…… …… ……

De toda esta historia sólo papá salió airoso al adivinar que aquella iba a ser la última comida de Navidad del abuelo. Falleció a principios de la primavera siguiente, atragantado por un trozo de corteza mal empapado. Le dio una tos fuerte, torció los ojos y se quedó como un pajarito. Eso, al menos, dijo mamá.

¿Veis?- decía papá-, ya os lo había dicho.

Me pareció un funeral tristísimo, pero no por la muerte de mi abuelo, pues entonces no sabía yo muy bien qué era morir ni a dónde iban los muertos, sino porque no me dejaron asistir al cementerio lo que para mí fue una desilusión grande, pues habría querido saltar entre las tumbas y llevarme a casa dos tibias para la bandera pirata que estaba fabricando.

A tía Enriqueta la encontré pasados cinco años, con motivo del entierro de papá: para el velatorio preparó su inigualable y riquísima tarta de chocolate, famosa en tantos pésames familiares. Todo eran besos, abrazos y alabanzas de donde deduje que morirse es bueno para olvidar enemistades y volver a hablarse. Desde aquel día deseé con todas mis fuerzas la muerte de mamá para volver a probar la tarta de tía Enriqueta, pero mamá aguantó y tía Enriqueta se fue un día sin dejarnos preparada la tarta de su velorio. Creo que estaba aún algo molesta por aquella comida de tiempo atrás.

A mis primos no volví a verlos en años, cuando rondábamos todos el medio siglo. Fue en un concurso para gordos. Arrasaron con todos los premios. Estaban enormes, sebosos y cebados como gorrinos de matanza. Me vieron entre el público y me sacaron la lengua. Les hice un corte de mangas y abandoné la sala con dignidad.

Del penco nunca más supe. Oí que estaba persiguiendo sueños por algún país de oriente, pero fueron rumores sin confirmar. Eso sí, cuando murió tía Emilia, como no tenían hijos, nos regalaron a todos los sobrinos un carro de madera con su caballito de cartón con unas ruedas en las patas. “Para mis sobrinitos del alma a los que quise como hijos”, decía en el testamento. No pude jugar con él porque tenía ya, en aquel entonces, 32 años, pero me emocionó, de verdad.


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