viernes, 26 de noviembre de 2010

La tormenta

Hizo calor durante todo el día. Mucho calor, un calor espeso, pegajoso, como de brea fundida. A media tarde no se movía una brizna. Los árboles languidecían en un vano intento de apaciguar el fuego que venía del cielo y un tufo de hedor apestoso impregnaba los cuerpos.

Entonces apareció la primera nube. Era pequeña. En el azul brumoso y difuminado parecía una broma errante. Pero vino otra y otra y otras más. Luego muchas, a cual más oscura y aborregada, formando montañas de algodón sucio. Por fin un nubarrón pardo como panza de burro ocultó el sol y se alzó una brisa ardiente que abrasó los rostros.

Sebas, sentado en un banco, dormitaba entre resoplidos inquietos. Su compañera, le dio un codazo: -¡Alza, que nos vamos!

Sebas se removió entre bufidos y palabras entrecortadas. Abrió un ojo, a duras penas, luego el otro y quedó esperando un nuevo codazo que no llegó. La hora del sesteo era sagrada para él y gustaba de saborear hasta el último instante la morbidez de la somnolencia. - Como si fuesen las carnes duras y prietas de una chavala-, decía. Por fin barbotó un puñado de obscenidades deshilachadas, sacó un moquero del bolsillo de los pantalones y se lo pasó por el cuello, para secarse los churretes de sudor que le corrían.

- ¡Uf!, mira- dijo mostrando a la mujer el tizne dejado en el trapo.

- ¡Vamos, alza! Tú sí debes mirar lo que viene-, insistió ella. Y señaló con un movimiento de cabeza el nubarrón que se ennegrecía por momentos.

- ¡Diablos!- saltó Sebas-, déjalo que caiga. Así no escampe hasta mañana.

Algo zigzagueó en medio de la nube y un remolino de viento arrebató hojas, papeles y desperdicios. Al cabo de mucho rato les llegó el rumor de un trueno apagado.

- Esa no descarga aquí, Fausta.- siguió Sebas-. Está demasiado lejos.

Remoloneó otro poco en el banco, buscó la parte más limpia del moquero y se lo pasó por la cara con parsimonia enervante.

- Pero debería caer y así se llevase este maldito bochorno-, añadió y señaló a la nube con un movimiento obsceno de los dedos. Luego, se levantó y echó acera adelante seguido por Fausta. Hacían una pareja irreconciliable físicamente. El, una engañifa de hombre, menudo, encorvado, renqueante, con movimientos nerviosos de los dedos que producían desazón y agobio a quien los miraba, trastabillaba en cada baldosa mal sujeta y en cada registro desnivelado. Parecía un despojo destinado a ser zarandeado por la tormenta.

Ella, una mujerona brava con mucho de virago y poco de hembra. Grande como una montaña, de color cetrino tirando a aceituna a punto de madurar, segura de sí misma y madre protectora de Sebas, de su Sebas, como decía.

Vivían juntos hacía años. Si se les preguntaba, ninguno de los dos podría decir cuántos, pero ni tantos como para no recordar tiempos de soledad, ni tan pocos como para no sentirse ya ambos en perfecto maridaje. Uno y otra habían tenido muy mala suerte en el pasado. A él lo perdió su carácter apocado, de muermo venido a menos, que le impidió conocer mujer con que intimar, pues al primer encuentro se metía en garabatos y no atinaba palabra cuerda. Reían las chavalas y él se amuermaba más. Ella, al contrario, se arrebujó en la apariencia de machorra irredenta capaz de ahuyentar con su vozarrón rasposo al más aguerrido varón. De moza sí anduvo en escarceos con un militar sin graduación, de mirar tan espaciado que nadie se explicó nunca cómo entró en filas; pero un día se le marchó, destinado a Melilla, y no volvió a alegrar más cimborrios.

Se encontraron los dos, Sebas y Fausta, por esos mundos controvertidos, más del diablo que de Dios. Como él tenía un garito mugriento donde ahuyentar los fríos y descansar los huesos, por la noche, y ella se daba maña en agenciar privanzas y condumios, hicieron mestizaje y se maridaron en concubinato.

Nadie podría decir si alguna ver llegaron al conocimiento carnal, pero sí corrían rumores de asaltos nocturnos buscándose, uno a otro, misterios y secretos. Sebas volcaba todas sus energías en consumar el acto, pero se perdía en pejigueras y acaba agotado al primer asalto. A ratos descansaba, a ratos volvía a la brega y Fausta le acogía siempre, cariñosa, con los brazos en alto para mostrarle, a la vez, sus gracias y el formidable matorral de vello de los sobacos. Sebas bufaba ante aquella vista y soltaba una carcajada histérica sin atreverse a dar el paso final, hasta que Fausta lo agarraba de los pies, tiraba hacia ella y le hacía rebujo entre sus carnes.

Un fuerte trueno, a las espaldas, les hizo acelerar el paso de modo inconsciente. - ¿Para qué,- se preguntó Sebas,- si esa no va a caer aquí?

Vestían con miseria y tan dejados de Dios que sus cuerpos daban trazas de acumular toda la roña del mundo. Era difícil adivinar el color de la ropa debajo de tanta mugre, aunque el manteo y los vestidos parecían haber pertenecido a alguna casa de bien. Si llovía se lavarían, que sería bendición de Dios poder lavarse sin andar en baños.

Dos goterones, gordos como ciruelas, cayeron sobre la acera levantando una parva de vapor. Las tinieblas espesaban por momentos y un silencio ominoso, roto sólo por los truenos cada vez más frecuentes, se adueñaba de la ciudad.

- Anda, vamos-. Fausta tomó a su hombre por la cintura y lo arrastró como un pelele calle adelante, al abrigo de los edificios.

Corrían, huyendo, cuando Sebas cayó en la cuenta de que iban en dirección contraria. - Por aquí no, Fausta. ¡Hacia allá!

Y Fausta tomó una bocacalle llevando en volandas a su hombre. Entonces comenzó a llover. La luz cárdena de un relámpago iluminó la calle sombría y un estallido, como de roble que se arpa, tableteó entre las casas hasta perderse en una lejanía desconocida. Fue el aviso para que se abrieran las cataratas del cielo y una cortina de agua lo cegara todo. Allá donde se mirase no se percibía sino oscuridad y el chapoteo del agua golpeando suelo, muros y personas.

Corrieron a tientas, sin ver, dando tropezones con otras personas que también corrían. Un perro se cruzó en su camino y Sebas tratabilló, como era su costumbre, hasta aterrizar en un charco fangoso sobre el que flotaban verduras corrompidas.

- ¡Cielo santo!- exclamó Fausta, mientras lo alzaba agarrándolo del cuello de la chaqueta como pescado en garabito. Y siguió arrastrándolo a paso ligero por la calle incierta.

Anduvieron arriba y abajo mucho tiempo. Subían y bajaban, sin encontrar su camino. La oscuridad, los rayos, el fragor continuado de los truenos, la lluvia chorreándoles por la cara los tenían espantados y perdidos. Cada esquina era igual a la anterior, cada calle a la que abocaban, desconocida, cada casa un muro cerrándoles el paso a su covacha del alma. Y la lluvia, pertinaz, una amenaza sombría cargada de presagios espantosos.

- Fausta, tengo miedo,- susurró Sebas.

Fausta murmuró una blasfemia y lo empujó hacia adelante. El agua les cubría ya los tobillos y caía cada vez con más fuerza. A ratos se mezclaba con granizo y les golpeaba en la cara y las manos haciéndolos gemir.

- No hay mal que por bien no venga,- pensó Sebas mientras le arrastraba su compañera-. Ahora se nos irá toda esta mierda de siglos.

Cada vez mayor oscuridad y cada vez más lluvia, ya ni los relámpagos les permitían guiarse entre las sombras. Estaban perdidos. Y el agua continuaba subiendo. Habían dejado atrás la ciudad hacia rato y ahora se movían entre remolinos furiosos, golpeándoles los pechos. Los pechos de la mujer porque Sebas llevaba tiempo con ahogos y aspavientos en busca de aire por encima de las aguas. A intervalos, Fausta lo alzaba por los sobacos y entonces respiraba con alivio y aprovechaba para llenar los pulmones con ración extra de oxígeno.

- Estamos perdidos, ¿verdad?

Fausta asintió con la cabeza y Sebas lo supo aunque no podía verla. Ya no hacían pie ninguno de los dos. Se mantenían sobre las aguas, merced a las carnes generosas de Fausta, en un océano sin orillas, interminable, grande como el lago del parque, por lo menos.

¿Y cuando se les agotasen las fuerzas? Era mejor no pensar en ello. A lo mejor dejaba de llover en cualquier momento y bajaban las aguas. Pero, por de pronto, seguía la lluvia pertinaz y no había barruntos de cambio. Tenían que seguir a flote en las aguas heladas de aquel mar improvisado.

- Fausta, me canso.

Fausta tembló de angustia al comprobar que también sus fuerzas fallaban. No podría aguantar mucho más. Se le helaban los miembros a pesar de sus grasas y apenas podía agitar ya los brazos para no irse al fondo.

- No iba a descargar aquí, ¿eh?,- dijo al tiempo que tragaba un buche de agua y hacía un último esfuerzo por mantener a flote la cabeza de Sebas.

Un relámpago iluminó todo en derredor. El oleaje se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el cielo seguía vaciando sus aljibes.