sábado, 11 de enero de 2014

La desfloración



La muchacha había decidido entregarse. La virginidad le molestaba no tanto por lo que de ella pudieran pensar otras personas, como por el gusto de probar las tan cacareadas delicias de Venus.
Había elegido a un zote fornido, rugoso, atrabiliario, velludo como oso, perdido en una majada allá en monte, del que se decían maravillas.
Mientras se desnudaba, el chico la miraba entre divertido y burlón haciendo muchas muecas y visajes con los ojos.
- ¿Y bien?-, preguntó cuando se hubo desnudado poniendo pose de actriz de película.
El rústico fijó en ella sus ojos como platos y se le acercó a los pechos. Eran dos manzanas en sazón. Se los miró, sobó, pellizcó y acarició.
- ¿Y bien?-, volvió a preguntar viendo que el muchacho no se arrancaba.
- ¿Y cuánto?-, dijo él.
- ¿Cuánto?
- Si le doy gusto a la cabra me entrega su leche, la oveja su lana y sus corderos y hasta la burra me lo agradece con su trabajo. ¿Habías de ser tu menos?
Y se alejó sendero adelante, dejándola allí con las bragas en la mano y el rubor de la vergüenza destilándole cuerpo abajo.