sábado, 8 de febrero de 2014

Cruce de destinos




Era una encrucijada comprometedora, arisca podría decirse. Las cuatro calles se estrechaban con impudor en el nudo de la cruz.
El hombre y la mujer, al encontrarse de frente, tropezaron saltando por los aires sus pertenencias. Se agacharon ambos y con el embarazo del caso recogieron cuanto les vino a mano, suyo o de la otra persona, objetos sin identificar, piezas anónimas, mientras a su alrededor, se apresuraban los viandantes camino de sus deprimentes destinos.
- ¡Perdón!
- ¡Perdón!
- Soy yo quien debe disculparse, señorita.
- Señora, si no le importa.
- Disculpe nuevamente. Esa cabeza de factura griega llevada con tanto donaire me confundió.
- Quedo agradecida por el requiebro, joven.
- Caballero, si le es lo mismo.
- ¡Oh!, tan grácil y ya casado. ¡Cuan injusto es el destino!
- Me siento halagado y confundido.
- Confundida yo que, alocada, no le he visto venir y lo he atropellado.
- He sido yo el alocado. Iba ensimismado en mis cosas, fútiles asuntos, banalidades que me embargan a menudo, sin venir a cuento.
- ¿Seremos almas gemelas?
- Pues, ¿qué?, ¿también usted desvaría?
- Estaba acurrucada, vea, contra aquellos contenedores. De todos y cada uno de ellos rezuma el olor agrio de la basura en descomposición y yo me emborrachaba con sus vapores. Entonces he visto las estrellas allí, en el cielo, veladas a intervalos por rebaños de nubes en desbandada y he sentido la necesidad de huir. Corría, por eso, desalada.
- ¿Vio las estrellas a la luz del día?
- Están perdidas, como yo. Buscan, en su extravío, el relente de la amanecida pasada. Están ahí y me miran temblorosas.
- Quisiera verlas yo también a la luz del sol.
- ¡Tendría que renunciar a tanto!
- No habrá de importarme la renuncia.
- Es dolorosa.
- ¿La visión?
- No, la renuncia.
- ¡He dejado atrás jirones de mi existencia y no me ha importado!
- Está, entonces, en el buen camino.
- No veo estrellas en el día, pero se me aparece, a ratos, una tortuga con alas como espumarajos, lanzada en mi persecución.
- Es el principio.
- Viene hacia mí amenazándome con su pico córneo. Me ovillo, entonces, contra una sombra de mujer, buscando el calor de sus brazos, mientras revolotean, ingrávidos, unos copos de nieve sobre nuestras cabezas. Estoy arrecido. Nos besamos y la tortuga huye. Me siento confundido, pero audaz, ante el desafío.
- ¡Oh!, qué gratificante es hablar con usted, caballero.
- No tanto como escuchar el devaneo de sus palabras, señora.
- Su hubiéramos tiempo, si el tiempo fuera estático, le contaría por menudo miríadas de historias amontonadas en el desván de mis recuerdos.
- Las escucharía con agrado. Ciento, mil…
- Las tengo ordenadas como muñequitas de salón. Desde el número siete, hasta uno inconmensurable.
- ¿Y las seis primeras?
- Son avatares de una principesca existencia, muerta antes de empezar a vivirla. Residuos de un pasado horrendo. Legajos escritos en una aleta de esturión, dados al olvido.
- Yo ordeno mis recuerdos en círculo, sin principio ni fin, un círculo interminable, abierto a los espacios siderales, donde el vacío de Dios se estremece en los espasmos de la creación.
- ¿Es, quizá, filósofo?
- Soy barítono.
- Barítono filósofo.
- No, barítono en paro.
- ¡Admirable conjunción!
- De poca sustancia, pero admirable, sí.
- Querría reír.
- Ría, tiene la boca hecha para reír.
- ¡Ja, ja, ja!
- Su risa es argentina.
- Plata bien bruñida.
- Perlada de coral.
En estas y otras fruslerías terminaron de recoger las pertenencias esparcidas por el suelo y se despidieron con un melancólico adiós, consternados ambos, con el ánimo suspenso.
El hombre caminó hacia su casa. Se sentía eufórico, alborozado, jayán llamado a descomunales gestas. Le esperaba su esposa, una mujeruca de mirada torva y labio belfo. Quizá no tuviera aún la mente sucia, pero se barruntaba el día en que bocanadas de hedor habrían de trasudarle de cada poro. Le miró boqueando por la sorpresa.
- ¿Qué traes a la cabeza? Es pamela o lo parece.
El hombre, tras descubrirse, la miró y remiró quedando tanto o más sorprendido que la mujer.
- Pamela es, a no dudar.
- Y, al brazo, bolso de cachemir con lentejuelas y dorados.
- Tal parece. Y no acierto a dar con la causa.
- ¡Botarate! Con alguna pelandusca habrás andado. Y como a pelanas te ha engatusado hasta adormecerte las mientes.
- No digas eso mujer, que desbarras.
- Pues, ¿qué excusas?
- Te explicaré. El diálogo, las prisas y el alboroto crearon mucho desconcierto. Quizá ella...
Se rebuscó en los bolsillos para echar en falta una agenda, hojas perladas de rasgos enriquecedores, fechas, nombres, miradas de perfil, agujas finas. Tampoco encontró el pañuelo ni la minúscula insignia que siempre le campeó en la solapa.
Un silencio ominoso abrazó la estancia hasta la mañana. Ella huraña, él lejano, ella despectiva, el abotagado por sensaciones encontradas, ambos perdidos en una noche sin salida.
Al día siguiente otra vez la encrucijada comprometedora, arisca. Donde las cuatro calles se estrechan con impudor en el nudo de la cruz, volvieron a encontrarse el hombre y la mujer, pero ahora adrede, con manifiesta intención de devolverse las pertenencias cambiadas.
- Su pamela.
- Quizá sea suya la agenda.
- El cachemir.
- Y el pañuelo que esta noche me hizo soñar. Y esta insignia.
- Veo dolor en su cara.
- La noche fue horrenda.
- La mía fría.
- Ni la más fragorosa tormenta me hizo temblar así. Siempre hubo odio en los ojos del hombre que me esposó.
- Desposó.
- Nunca fui desposada. Esposada solamente en horrendo contubernio.
- Como veo, ahora, haberlo sido yo.
- Mas ayer el odio se hizo violencia. La agenda desató los celos, el pañuelo los furores y la insignia golpes desabridos.
- ¿Te golpeó?
El tuteo caldeó las palabras.
- Me golpearon sus palabras, sus miradas.
- Como a mí la pincelada ocre del desprecio.
El hombre tomó, entre las suyas, las manos de la mujer.
- ¿Vienes?
- ¿A donde?
- Allá.
El gesto fue impreciso, anodino, sin señalar a ninguna parte.
- Vamos.
- Vamos.
- Te enseñaré a ver las estrellas a la luz del día.
- Yo te presentaré a mi tortuga alada de pico córneo.
- Te contaré la miríada de historias que dije, empezando por la primera.
- Yo destejeré el círculo de mis recuerdos y los pondré en línea recta para que desfilen ante de ti.
Y se perdieron, cogidos de la mano, en el imperturbable fárrago de viandantes anodinos, camino de no se sabe a dónde para no se sabe qué.