domingo, 24 de enero de 2010

El hombre que trastabilló

El hombre que trastabilló


- Pues, sí, dicen que trastabilló y desde entonces se volvió raro y se le escurren las ideas.

- Y, ¿cómo fue ello?

Jacinto es hombre de bien. No habla sino en sentencias y son de tales maneras sus decires que nadie puede poner en duda la verdad de cuanto dice.

- Mire, se lo cuento- se dirige a mí como en conciliábulo, en la comisura de los labios, en milagroso equilibrio, una colilla húmeda, eternamente apagada, oliendo a tabaco viejo.- Juzgará así, usted mismo, si este hombre de Dios quedó, o no, tocado cuando trastabilló.

Y dice y no para y me cuenta cómo, en cuanto llega el invierno, el trastabillado se hace agua en dolores y pesares. Allá donde va arrastra una humedad molesta que llena la casa y las cuadras, que afecta a los animales y a las personas, que humedece la ropa de las camas. Por eso Ana, Anita, su mujer, tan pronto llega el invierno le dice: “Hala, fuera”, y le hecha de la habitación porque si no lo hiciese dormiría en un charco de sábanas y mantas.

Y él se va sumiso. Se sienta a la puerta de casa y queda allí, abierta la boca como un bobalicón y los ojos tan redondos que parecen lunas, observando la naturaleza empapada de lluvia en esos días brumosos de invierno cuando empieza a llover y es una cantinela inacabable, monótona, insistente, continuada. Parece como si el repiqueteo de la lluvia en los charcos le llenara de alguna esperanza extraña y le vivificara. A veces, se hace arroyo y baja con las aguas a mezclarse en las turbulencias del gran río. Y entonces está días y días desaparecido porque le gusta llegar hasta el mar, ese lugar inmenso donde hay tantas y tan distintas aguas que ninguna conoce a las demás.

Desde aquel día, desde que trastabilló, pasa así los inviernos, sin apenas comer ni dormir, haciéndose agua, yéndose en cada gota de lluvia, calando poco a poco sus sentimientos en la tierra agradecida, buscando olvidos en alguna sala oscura cuando sale el tímido sol a calentar los campos.

Luego, en primavera, se hace viento. Un viento que sopla sin atender razones, ni conveniencias, que se mezcla con el aire que baja de la montaña y va presuroso y ligero a llevar nuevas formas a la naturaleza sedienta de vida.

Se viste con un blusón gris y largo, sin abrochar, libres los faldones, inflados como un globo, y corre así por las trochas de las lindes, o monte arriba hasta tocar con sus manos las ramas obscuras y tristes de las carrascas, o acaricia la superficie de algún arroyo, torrentera de las nieves de las cimas, y ondea el agua y la hace saltar y la vuelve cantarina. Y se ríe con tonta alegría, inflado el blusón, mientras se desliza sobre el lomo de las bestias que han abandonado los corrales para sentir en los bofes los aires limpios que les traen efluvios de excitación.

Es viento y lo dice, lo grita. Cada racha es un susurro en el que se esconde su grito de alegría: “Voy, corro, vuelo, paso, soy el viento que trae clamores de primavera”.

Cae, después, en un bochornoso pesar, el bochorno de los calores que agostan la tierra. Vuelve a sentarse ante la puerta de la casa, sobre la gran piedra que hace las veces de banco y permanece allí, filtrando por todo su ser la luz y los sonidos del entorno.

Bordonea el moscardón y una libélula madrugadora viene a espantarlo con su vuelo de diosa griega. Chicharras impertinentes se apoderan del día y en su aserrar rasgado traen el imposible calor. Por un momento la tarde se hace silencio. La vaca espanta las moscas con la inquietud de su rabo a la sombra de una encina, el burro clama gozoso en la penumbra de la cuadra y un rumor, apenas susurro, habla del paso reptante de la víbora tras el rastro de un medroso ratoncillo oculto en su forado.

El también es, entonces, fuego. Dicen que un día bajó a la taberna a beber porque el calor era desmesurado. Hacía años que no había calentado tanto. Y pidió una jarra de cerveza. Pues lo asegura quien lo vio: cuando cogió la jarra la calentó de tal manera que la cerveza comenzó a sisear como cuando caen unas gotas de agua sobre la chapa caliente de la cocina. Tal siseó y se levantó una columna de vapor entre sus manos.

Y cuando se aproxima la siega, cercano agosto, recorre los ondulantes mares de trigo y los agosta si el sol aún no lo ha hecho. Lo malo fue el año que se le murió la vaca al herrero. Fue un año malo para todos, pues hubo peste en los conejos, pepita en las gallinas y además de lo del herrero, el sacristán aireó intimidades que no debiera, pues a quien se le ocurre decir que va a acompañar a don Millán, el cura, a ayudar en la procesión de san Mateo, al pueblo de al lado, cuando todos saben que las fiestas son por santa Marina. Ni la más lerda se lo habría tragado, cuánto menos la lagarta de la sacristana. ¡Buena se armó! Pero, aún hubo de ser peor venir el trastabillado a agostar los campos e írsele la mano, de tal modo no sólo las mieses, sino toda la tierra y aún el cielo, que ardió el carrascal hasta quedar sólo tizones y se perdió el monte y se perdió la caza.

Pero nadie le culpó, pues bastante desventura tenía él con haber trastabillado cuando la vendimia. Y mira si fue tonto el suceso y de no verse no creerse. Porque, vamos a ver, ¿era la primera vez que lo hacía?, ¿era nuevo en tales menesteres?, ¿no llevaba desde los doce años acarreando cuévanos como el panadero panes?

- Pues atienda cómo sucedió y dígame si no fue desgracia harta- sigue Jacinto, mientras cambia la colilla al otro lado de los labios con un movimiento imperceptible de la lengua.

Todo fue que andaba de acá para allá con los cuévanos, trayendo estos, acercando aquellos, retirando los otros y había cinco o seis pilas de ellos sujetas con cordeles, como en escalera, que el diablo los ataría pues de otra manera no se entiende. Se subió a la más alta de las pilas, a la que estaba arriba que le decía entre burlona y retadora: “¿Subirás, subirás? No creo que te atrevas y, si subes, caerás”.

Pues, se atrevió. Y se rompió la cuerda que ataba las pilas y empezaron éstas a rodar y él, claro, a querer mantenerse en pie, hasta que trastabilló y se golpeó la cabeza contra el suelo. Fue entonces cuando se le dañaron las entendederas.

Así no es de extrañar que al llegar el otoño, se sienta alicaído, triste y mortecino, y acompañe a la hoja en su caída. Y es caída literal porque se viene al suelo muerto y va de acá para allá, confundido con el polvo, como si lo empujase el viento.

Se le va la piel en hojas de escamas, imperceptiblemente, y pasa a formar parte de esa alfombra vegetal con combinaciones de colores descompuestos. Y le amarillean la cara y los brazos, como amarillean las hojas de la chopera de allí abajo, junto al gran río, hasta quedar como un palo. Puede decirse que ni respira. Está así días y días, igual que un tonto, sin ver, sin hablar. Creo que ni siquiera oye cuanto se dice a su alrededor. Es hoja seca caída, pero ya no la empuja el viento porque se ha pegado a la tierra y tiene que descomponerse allí, hacerse humus gratificante que agradecerán las plantas. Y una noche o una mañana, nunca se sabe, de pronto, con las primeras lluvias, ya cercano el invierno, ¡hala!, vuelve a convertirse en agua y humedad molesta y su mujer le echa otra vez de casa.

- Pero, bueno, a parte de todo esto, ¿de verdad se le escurren las ideas, como dicen en el pueblo?- pregunto.

Jacinto, me mira entre paciente y compasivo, mientras le tiembla en la comisura un pringue de nicotina.

- Vaya si se le escurren y se le corren, pernera abajo, hasta el suelo. ¡Pues no cree el infeliz que todo cuanto le acabo de contar, le sucede de verdad!

Y tras dos chupadas inútiles a la colilla, me hace un guiño de complicidad maligna.

miércoles, 13 de enero de 2010

El cura astuto, el pastor zote y la simple de su mujer

El cura astuto, el pastor zote y la simple de su mujer


Era don Dimas, el cura, hombre de lujuria turbulenta. Después de treinta años de pertinaz abundo en la parroquia, muchos de sus jóvenes feligreses nunca decían mayor verdad que cuando le llamaban padre.

Andaba tan horro de prejuicios que ni el diablo se habría atrevido a aherrojarle en su infernal sentina. Y así iba y venía por el pueblo sabedor de que todos sabían y callando lo que todos callaban porque interesaba a unos, a otros y a otras que las cosas fuesen así y no anduvieran sus honras en dimes y diretes de verbosidad maldiciente.

Todo ello les valía a los feligreses, cuando acudían a misa, que los fieros sermones de otros púlpitos, con amenazas de los más terribles castigos a los que, dejados de la mano de Dios, se enfangaban en el sucio cenagal de la carne, no pasasen, en aquel pueblo, de paternales reconvenciones si no cuidaban como mandaba el Señor de sus obligaciones conyugales en el débito matrimonial, en el respeto mutuo y en la procreación de hijos para el cielo.

Pero nadie vea por eso paz y resignación en el quehacer diario de don Dimas. Pensaban sus parroquianos que a lo hecho, pecho y que revolver el ciemo sólo levanta malos olores, pero no se sacrificaban con vocación de Cristos pacientes, antes, muchos se rebelaban como Gestas insumisos. Y en más de una ocasión hubo de salir por pies el buen cura para salvar nombre y espaldas de las furiosas iras de maridos enojados, aunque nunca estuvo más cerca del peligro como en aquella cuando venció la tenacidad y virtud de la simplicísima pastora.

Era el caso que estaba don Dimas en pejigueras por la tal pastora, remisa a cualquier intento de carnal aventura que pudiera alejarla de su pastor del alma. Llevábanle todos los demonios al cura ver tanta carne mollar desperdiciada por beatería de tres al cuarto y libraba en su caletre no pocas batallas imaginarias, con intento de ganar aquella guerra, nunca dada por perdida, cuando Dios, el diablo o la casualidad vinieron a visitarle.

Fue una tarde en que el sopor digestivo de una buena olla obraba milagros en la fresca penumbra del confesionario, adormilándose con el propio susurrar de invocaciones y avemarías, cuando el chirrido de los goznes del portillo le ahuyentaron los vapores de la modorra.

- Ave María Purísima- susurró una voz al otro lado de la celosía.

Don Dimas dio un respingo y sintió cómo se le aceleraba la respiración. Aquella era la voz de la deseada pastora. Se acomodó con premura en el incómodo asiento, carraspeó un par de veces y se dispuso a llevar a la práctica la estrategia tantas y tantas veces planeada.

- Sin pecado concebida- y su propia voz se le antojó extraña.

- Padre he pecado...

Y la buena pastora se extendió en una letanía inagotable de confusos pecados, imaginarios unos, reales otros, menudos todos.

- Y la familia, hija, ¿para cuándo la familia?- preguntó don Dimas tan pronto hubo terminado de acusarse la mujer, porque es de señalar que, hasta la fecha, el matrimonio era estéril.

La penitente hizo un mohín de disgustó sabedora de las murmuraciones de los vecinos por causa tan peregrina, antes de responder:

- Mucho gusto tendríamos, mi marido y yo, en ser padres, mas no lo ha querido Dios hasta ahora.

Don Dimas volvió a aclararse la voz y siguió susurrante:

- Pues has de saber, hija mía, cómo he recibido en sueños la visita de San Froilán, santo eremita de quien soy muy devoto, y me ha hablado de los motivos por los que el Señor ha permitido que la aridez tenga asiento en tu vientre. Y no son otros sino los gravísimos pecados con los que le ofendes que, aunque perdonados, dejan una secuela de dolor en su corazón inflamado de amor por ti. Es pues preciso que ores. Y el propio san Froilán, libérrimo en sus revelaciones, me ha entregado unas orancioncillas para rezarlas en la forma y lugar oportunos, haciéndote salva y madre, todo en uno.

- Dígame cómo podrá ser ello, padre, y yo lo haré de corazón.

- Deberás procurar que tenga lugar esto antes de acabar el año, si quieres ver obrar las oraciones con prontitud. Y no podrá estar presente el mastuerzo de tu marido pues con su simpleza e ignorancia desbarataría el bálsamo de la oración. En tus manos está, hija, cómo y dónde hacerlo.

Con lo cual, la pastora apercibida y don Dimas resuelto, acordaron que ella le informaría del día y la hora en que el pastor anduviese en sus ocupaciones y no pudiera estorbar, con su presencia, tan sagrado negocio.

No tardó en llegar la ocasión, le pasó aviso la pastora, corrió don Dimas, y en menos de un padrenuestro empezó el ritual. Ordenó para ello don Dimas a la mujer acostarse en traje de Eva, tendida en la cama, cerrados los ojos y puesto el espíritu en lo alto, mientras él hacía lo demás, pues tenía aprendidas de memoria las oraciones convenientes al caso. Y comenzó una salmodia de latines, tan disparatada y necia, que hasta el más grave habría reído allí. Quien sí rió, y no lo hizo mal, fue el taimado cura, mientras entre latín y latín convencía a la simple mujer de que aquello otro con que acompañaban oraciones y salmodias eran ritos imposibles para el pastor por más que lo intentase, pues no proveía Dios de tales taumaturgias sino a quienes El quería. Pasaron, pues, un buen trecho en tales oraciones y aún tuvieron tiempo de desgranar alguna letanía y no pocas jaculatorias.

Eso fue todo o lo habría sido de quedar ahí la cosa, pero era preciso que el ovillo se enredase.

Así, por cuanto la avaricia rompe el saco, quiso don Dimas probar nueva fortuna repitiendo el ensalmo por si no hubiera surtido efecto la vez primera, pero proveyó el diablo que en esta ocasión volviera el pastor a hora imprevista y pillase a ambos en sortilegios difíciles de explicar.

Cortados quedaron allí latines, salmos y salves y sólo hubo asombro, pasmo y estupefacción.

- ¡Ah, cura malvado!, mal has obrado en esto- decía el pastor, demudada la color. Y alzaba con furia los puños como si amenazase a algún ser invisible.

- ¡Tente, tente, desgraciado!- clamaba don Dimas, temeroso- Ve de no perderte con lo que puedas hacer.

- ¿Pues qué he de hacer, miserable de mí, sino dejarle a usted recuerdo de este día, para todos los de su vida?- Y volvía los ojos por la habitación buscando con qué golpear.

Vióse perdido don Dimas, y temeroso de los palos que sin duda iban a lloverle, corrió hacia la puerta, y con un extraño quiebro cayó al suelo con muy fuertes gritos y lamentos de que allí moría de dolor y cómo no habría de moverse aunque lo molieran a golpes, pues no podría por más que lo intentara y preguntaba a grandes voces si habría desalmado tal que se atreviera a vapulear sin tino a un hombre herido cuando no podía valerse. Y, al mismo tiempo, se sujetaba uno de los pies con pruebas seguras de habérselo roto y no volver a andar y preguntaba cómo podría defenderse un cura lisiado. Todo esto con mucho gesto y pantomima, para hacerle creer al pastor que realmente se había roto el pie y debía tenerle lástima.

Quedó el pastor un momento contrito por lo que iba a hacer, pero pudo más la rabia de su honor ultrajado, así que se rehizo pronto, fue hacia el cura, tomólo por la camisa y lo zarandeó con fuerza.

- No hay más remedio y he de castigarlo, así que vístase sin más y véngase conmigo- porfiaba el pastor.

- ¿Me dirás tú cómo he de ir, cuitado, si no puedo poner el pie en el suelo sin clamar a los cielos de dolor?- se lamentaba don Dimas.

- Descuídese de eso y no haga cábalas que no han de servirle- le replicó el pastor- que en vistiéndose yo sabré qué ha de hacerse.

Y así fue, porque tan pronto se hubo vestido el buen cura, lo tomó el pastor en brazos, se lo cargó a hombros y salió con él, de casa, sin rumbo fijo.

Caminó con tan molesta carga por sendas, trochas y desmontes hasta que, doloridas las piernas, destrozada la espalda y machacado todo el cuerpo, lo dejó caer junto a unas piedras que servían de poyo al caminante, a un lado del camino y, tras sacudirse la manos, se volvió al pueblo mientras le decía muy ufano:

- Vuelva, ahora, andando pues ese es su castigo. Y sea esta la última vez, mal cura, que la próxima lo he de llevar cinco leguas más allá, aunque me deslome el cuerpo.

Salió, con esto, bien librado don Dimas cuando no daba dos céntimos por su pellejo y quedó satisfecho el pastor juzgando justo castigo el aplicado al cura, seguro de que no andaría ya en precario la honestidad de su pastora con la fiera amenaza de las cinco leguas.

martes, 12 de enero de 2010

Presentación

Aquí estoy. Soy nuevo en estas lides y probablemente se me esté olvidando lo más importante. ¡Qui lo sa! Si es así mis disculpas.

A través de estas páginas iré presentando algunos trabajos: relatos, sonetos, ensayos... Unos valdrán la pena, otros será mejor olvidarlos, pero todos estarán presentados con la mejor de las voluntades.

El idioma se nos cae como viga atacada por la carcoma. Hablar de
adarmes, azudes o arquitrabes no está en vigor; menear el bálago no se lleva y llamar a alguien panarra, sandio o mendaz nada significa. Con veinticuatro palabras y dos acepciones de semántica dudosa cualquiera puede salir del paso aunque de ello resulte conversación pobre como zaquizamí ruinoso.

No pretenderé aquí emular a Quevedo o compararme a Lope, pero trataré de respetar el idioma. Es nuestro mayor bagaje cultural.

Y con no poco adobo de gazmoñería empiezo con este cuentecillo para niños y mayores.


Marilia


Marilia era una mariposa menuda, chiquita, como un juguete diminuto, y tan delicada como los pétalos de una violeta.

Estalló a la vida una mañana de Mayo, encontrándose frente a frente con un sol envidioso que asomaba su rubia cabellera por el horizonte. Los ojos se le nublaron un instante ante aquel fogonazo inesperado, pero se rehizo enseguida y comenzó a revolotear, curiosa, por el mundo de luz y color que la envolvía.

- Ssssssshh- susurraba el viento, sin dejarse ver, cimbreando el grácil cuerpo de los juncos.

- Chop, chop- cloqueaban sobre la hierba las gotas de rocío, que lloraba una añosa encina.

Y el cercano arroyo reía y reía con risa de cristal, mientras calentaba al sol su vientre de destellos hechos agua.

Un prado le llamó con su mosaico de colores y voló hacia él, alocada. Mil flores se le ofrecían sumisas y lanzaban al aire los suspiros de su esencia, como si dijesen:

- ¡A mí, a mí!- Y Marilia enloquecía atendiendo a todas y a ninguna, libando aquí, posándose allí, viviendo el frenesí de los segundos.

- Zzzzzzz- pasó con zumbido pesado, un panzudo y negro moscardón. Pero ella no le hizo ningún caso.

- Zzzzzzz- repasó el moscardón con un guiño irreverente de sus ocelos. Pero Marilia volaba ya, embobada, tras el vientre verde de una libélula, cisne de los prados.

Y voló, voló y voló hasta un erial de piedras grises. Allí se encontró sola, sola como la nube de verano, en el inmenso azul, separada de sus hermanas de tormenta.

Escuchó el silencio espeso que la rodeaba, se asustó y volvió sobre sus vuelos a los prados verdes. Un rayo de luz reverberó en las escamas de sus alas.

Nuevas flores, nuevos ríos, insectos multicolores, la brisa cálida del mediodía... Y ella en medio de aquel paraíso. ¡Qué delicia!

Mientras, el sol guiaba, implacable, su carro hacia poniente: estaba citado con la luna y no quería retrasarse. Pero aún era pronto y Marilia tenía todo el tiempo de la tarde, tarde tibia, tarde de primavera, ancha tarde que caía en celajes por las laderas de la montaña hacia el hondón.

Y visitó el pueblecito de casas brunas con tejados rojos, de donde huyó perseguida por arrapiezos de pícaras intenciones, aunque antes descansó unos instantes, apoyada en el hocico de un enorme can de mirada rota que no la vio o, si llegó a verla, la ignoró con la indiferencia del sabio.

Miró las altísimas montañas que se alzaban más allá de todo lo imaginable y pensó:

- Otro día iré- sin saber qué cosa era otro día, ni si lo habría, ni si vería ella ese otro día aunque lo hubiera. Porque, ¡había tantas cosas que ignoraba en su estupenda pequeñez! Si hasta ignoraba quién era y qué hacía allí y a dónde iría cuando llegase la noche, aquella noche que no sabía que era noche, ni que llegaría, puntual, cuando se fuese el sol.

Ignorante, pero feliz... y ¡hermosa!

Y el sol seguía hacia poniente.

Voló a otros prados y a otras flores. Avistó una industriosa ciudad de abejas, donde todo era bullicio, diligencia y aplicación. Quiso ayudar, pero se vio envuelta en fragor de alas y meloso airón de tufaradas acres que la hicieron desistir de su empeño.

Se lo contó a una compañera de alas multicolores, sin querer reconocer que fue expulsada.

- No me echaron, no me echaron- repetía, y aseguraba que había dejado allí buenas amigas.

Su compañera sonreía y miraba lejos. Miraba más lejos y sonreía abrumada por un peso triste hasta que alzó el vuelo y se alejó con tonta complacencia.

Cuando quedó sola, Marilia se dio cuenta de que la luz moría como el pabilo de un candil cuando consume la última gota de aceite. Y empezó a hacerse noche rápida.

Al llegar las sombras, un frío intenso, como soledad dolorosa, envolvió su cuerpo menudo y frágil. Se sintió pesada, enorme, inmensa en su pequeñez. Y no pudo volar.

Un entomólogo, de perfil seco, que sabía decir palabras extrañas para explicar obscuros conceptos, la vio expirar entre las hierbas y se inclinó hacia ella.

- Eres hermosa- murmuró, tomándola en el cuenco de su mano- hermosa como el temblor de una estrella en la noche fría, hermosa como el pensamiento de un enamorado.

Lo dijo, para que muriese feliz, al saberse admirada.

Luego, la guardó con mimo en una cajita de cartón y se la llevó a casa.

Allí le buscó acomodo en la gran vitrina, junto a cientos y cientos de bellas mariposas dormidas.

Pero ella, Marilia, era la más bella.