sábado, 7 de diciembre de 2013

Máscaras



Todos llevan su máscara. O casi todos. Aún quedan rebeldes como yo que vamos a cara descubierta, pero cada vez somos menos. Y cualquier día de estos terminaremos cediendo a las presiones del Departamento Instructor de Máscaras. Las visitas, las sugerencias, la vigilancia a que somos sometidos por los inspectores del Departamento comienzan a hacerse insoportables. Es como tener en la nuca la mirada fija de un leproso que amenaza con contagiarnos su enfermedad.
La máscaras confieren personalidad a los individuos, encubren el yo ficticio y los hacen mostrarse tal cuales son. Al menos eso dice la propaganda oficial.
En realidad pienso que la máscara distorsiona la mente y la voluntad de las personas y las emplaza a seguir las directrices del poder. Pero esto no puedo expresarlo en voz alta, como mucho deben ser esbozos de mi mente, sin elaborar conclusiones que me podrían acarrear serios disgustos.
He taladrado las paredes de mi habitación para observar, a través de los pequeños agujeros, los otros dos dormitorios de la casa. El de la derecha es el de mi hermana. A la noche se retira ingrávida, como una aparición etérea, y cuando cree que todos dormimos la veo levantarse de la cama. Está triste y desanimada. Busca asiento frente a la mesita de maquillaje y enciende la luz de encima del espejo. Sus dedos aparentan cristales por lo frágiles y transparentes. Parece que se le fueran a quebrar al menor descuido. Se cepilla la melena de oro, que dice mi madre, mientras penetra los secretos del espejo buscando alguna arruga que pueda afearla, pero no la encuentra porque mi hermana es hermosa, una de las chicas más guapas de la ciudad y está a salvo de esas imperfecciones. Así un día y otro, casi inane, sin sorpresas.
En una ocasión se quitó la máscara para lucir en todo su esplendor. Quedé sin habla viendo brillar su rostro, envuelto en un halo de belleza que no me es dado describir. Al principio pareció dudar, permaneció suspensa un instante, pero enseguida se acarició las mejillas, hundió los dedos en la melena, alborotándosela, y se puso a danzar en el centro de la habitación. El camisón se le enredaba en el cuerpo a cada giro vertiginoso del baile formándosele una especie de tirabuzón en las piernas que le hacía trastabillar para ir a caer sobre la cama. Se levantaba ahogando un puñado de risas e iniciaba de nuevo la danza. Estuvo así una y otra vez hasta que acabó agotada. Fue al espejo, pasó la mano por él, acariciando su imagen y besó sus propios labios.
Cuando se volvió tenía colocada de nuevo la máscara y otra vez la encontré apagada, vana e intranscendente aunque seguía siendo hermosa.
La pared de la izquierda da a la habitación de mis padres. Desde mis primeros recuerdos, siempre fue un lugar frío, empachado de tristeza. Los veo entrar a ambos. Retiran el embozo de la cama, cada uno en su lado, y comienzan el ritual de desnudarse. Yo me retiro unos instantes del agujero para respetar la intimidad del acto esperando a que tengan vestidos los pijamas. Luego, sigo mirando, veo cómo se dan un beso de buenos noches, tan casto como el de una madre a su pequeño, y se acuestan dándose la espalda. Enseguida oigo el silbo agudo de la respiración de mi madre y el más espeso de mi padre mezclado con algún ronquido.
Siempre los había conocido así, con máscara, mas desde que tuve ocasión de ver el rostro de mi hermana al natural, sentí deseos de saber cómo serían sin ella y puse más empeño en espiarlos, aunque las noches seguían transcurriendo iguales. Como los días.
Esta monotonía puede llegar a romper los nervios. No hay posibilidad de discrepar. Si se me ocurre hacerlo, la sonrisa de mis progenitores se agranda hasta adquirir dimensiones colosales de aceptación. A veces, sólo por comprobar hasta donde puede llegar su servidumbre a los dictados de las máscaras, rechazo un plato o hago gestos de disgusto a una fruta y es maravilla comprobar su aquiescencia a mis deseos, eso sí, reprobando con dulzura mi poca predisposición a colaborar en la idealización que el sistema ha difundido como hogar perfecto.
El enfrentamiento, los criterios dispares, no tienen cabida en las familias. Como no tiene cabida en la sociedad la delincuencia, el gamberrismo, la vida disoluta, el alboroto, ni tan siquiera la celebración festiva de una efeméride familiar. La policía se aburre extraordinariamente y nadie es capaz de explicar el mantenimiento de un cuerpo represivo cuyas intervenciones ni los más ancianos recuerdan, si es que un día las hubo. En algún papel amarillento figuran crónicas de violencias y delitos, pero no pueden mantenerse tales afirmaciones como ciertas y se consideran producto de la imaginación desbordada de algún cronista.
Una noche, después de cenar, mis padres se mostraron más amables de lo habitual con mi hermana y conmigo. Cuando se levantaban de la mesa venían a nosotros para darnos un beso en la frente. Era un ósculo frío, de circunstancias, con el que daban fin a la jornada antes de retirarse a su dormitorio. Pero aquella noche se extendieron en afectos desacostumbrados.
- Buenas noches, querida.
- Buenas noches, querido.
- Que tengáis felices sueños.
- No os acostéis tarde. El descanso es beneficioso.
- Felices sueños de nuevo.
- Y no recojas la mesa, cariño. Mañana lo haré yo.
Había algo extraño en su comportamiento. La curiosidad me picó hasta el extremo de desear inmediatamente las buenas noches a mi hermana deseoso de ir al puesto de observación de mi dormitorio.
Cuando miré habían cumplido el ritual de retirar el embozo de la cama y estaban desnudándose, pero contrariamente a lo sucedido hasta entonces no se pusieron las ropas de dormir, sino que quedaron los dos frente a frente semejantes a enemigos que fueran a acometerse, mostrando la carnaza de sus deseos incontrolados.
Y quedé maravillado cuando, a una, como si lo tuvieran acordado, se quitaron las máscaras arrojándolas al suelo y se me aparecieron extraños. No eran mis progenitores, amantísimos padres cargados de cariño y afecto, preocupados por el porvenir de sus hijos, celosos guardadores de las virtudes familiares. El rostro de mi padre reflejaba la concupiscencia más fiera que jamás pude sospechar en un ser humano, mientras en el de mi madre adiviné el deseo brutal de entregarse sin restricciones. Cayeron ambos sobre la cama, enredados en obscenidades propias de las bestias recluidas en las reservas de los páramos, jadearon como animales sedientos de apareamiento, los vi buscarse uno a otro atentos solo al placer lujurioso en toda su descarnada realidad.
No supe el tiempo transcurrido. Pudieron ser segundos u horas. Mi padre quedó exangüe, tendido sobre el lecho, mostrando sin pudor las vergüenzas de su animalidad y, al lado, mi madre buscaba su protección procurándole la sensualidad de besos y caricias.
Me retiré del punto de observación horrorizado de aquel acto monstruoso que no habría sido capaz de imaginar, ni aún creer si otra persona me lo hubiera contado. Cuando me tranquilicé y volví a mirar, ambos se habían colocado la máscara, estaban vestidos con sus pijamas y dormían plácidamente, dándose la espalda como tenían por costumbre.

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Hace dos días recibí una nueva citación del Coordinador del Departamento Instructor de Máscaras. Semejaban sabuesos olisqueando la presa. Sin ceremonias ni presentaciones me introdujeron a la Sala de Audiencias. Era una habitación casi vacía, tan huera de calor y hospitalidad como los sentimientos del individuo que me esperaba, ahorcajado en una silla, abrazado a un perrillo tiñoso y disparatado que ladraba a cuanto se movía.
Desde el techo, una lámpara dejaba caer los chorros de luz sobre la mesa de cristal. El individuo del perro me indicó una silla ingrávida que parecía formar parte de una fantasmal decoración con sus formas de líneas imposibles. Durante horas perdí la noción del tiempo atento sólo a una cháchara monótona e insufrible sobre las excelencias del uso de las máscaras. Yo me defendí con asertos válidos, pero mi interlocutor los desmenuzó uno a uno, convirtió en polvo y dispersó en el aire sin perder la compostura ni alzar un ápice la voz.
Mi intransigencia, según él, estaba provocando un vómito institucional que afectaba a amplios estamentos sociales donde ya habían empezado a dibujarse grietas que terminarían acarreando el desmoronamiento del sistema con consecuencias difíciles de prever.
Luego, dejando el asqueroso chucho en el suelo para que corriera a sus anchas y me ladrase cada vez que pestañeaba o respiraba, se acercó a mí con voz meliflua, algo aflautada como la de quien quiere embaucar sin argumentos. Y, de rodillas, abrazado a mis pies, me suplicó que accediese a portar la maldita máscara. Cuando dijo lo de maldita noté cómo se le quebraba la voz, un instante, en un conato de ira reprimido.
Mi natural sensiblero me movió a lástima por este lacayo del sistema sintiéndome incapaz de negarle mi ayuda. No quería ser yo causa de desasosiegos en su ánimo ni motivo de desarraigo o pérdida de prebendas.
- Vale, pero sólo unos días. Después volveré a mi natural-, le dije
 Al oírme hablar así vi que se le contraía el rostro en un rictus difícilmente descifrable y empezó a besarme las manos. Luego se volvió al perrillo para reñirle, conminándole a dejar de ladrarme pues, le explicó como si pudiera entenderle, estaba delante de un hombre que a partir de ese momento iba a ser un ciudadano ejemplar al servicio de la sociedad. Y sin dejar de hablar con el perro señaló un rimero de máscaras, apartado en un rincón de la habitación, que hasta ese momento no había visto.
- Toma la de arriba. Es la tuya-, dijo autoritario.
Me aupé sobre el montón que se elevaba varios palmos sobre mi cabeza para coger la de encima. Al ponérmela sentí que un terror convulso atenazaba mis dedos.
- ¿Quieres mirarte?-, me llegó la pregunta desde detrás de un espejo aparecido de no sé donde.
Me miré y hube de admitir que la máscara me confería prestancia. Estaba cómodo con ella y no tuve deseos de quitármela. Después de todo me quedaba muy apañada. Quién sabe, quizá no fuera tan terrible formar parte de un sistema jerarquizado.
Al salir del Departamento Instructor de Máscaras creí ver una sonrisa de triunfo en el Coordinador, mientras se frotaba las manos. Pero pudo ser un reflejo de mi torpeza en el uso de la máscara. En pocos días me acostumbraré a ella y veré la realidad sin distorsiones.
Es lo que me han dicho.