viernes, 5 de abril de 2013

Ultimos recuerdos de un cerdo de engorde



¡Dios santo, soy feliz con mi grosura! Peso más de doce arrobas. Se lo he oído decir al amo. El amo es ese hombre de barba y pelo alborotados, brazos membrudos y voz aguardentosa. Tiene un carácter difícil, áspero como su físico, pero debe perdonársele por el mucho trajín de la granja. Aunque sospecho que es pura fachada la acritud de la que echa mano con el único fin de establecer la jerarquía animal.

Se levanta antes de las primeras luces y enseguida empieza con las labores de limpieza. Nos alborotamos todos apenas le vemos llegar, pero no nos hace el menor caso. Va a lo suyo, sabiendo lo que debe hacer en cada momento. Madruga tanto que siempre es él quien despierta al gallo, cuando debería ser al revés. De verdad, no sé qué pinta ese plumero pagado de sí mismo si no sirve ni de despertador en las mañanas.

Pero a lo que voy. Lo primero es la limpieza. Pasa la manguera de agua por los palos del gallinero para desbrozar las gallinazas, aunque es empeño imposible. Los excrementos de esas engreídas son duros como la piedra. Se adhieren a los palos con obstinación, resisten la fuerza del agua, incluso el raspado de la raedera.

Después les llega el turno a los caballos y las vacas.
Antes estaban separados unos de otras pero desde el incendio del pasado verano, que consumió las caballerizas, están todos juntos con mucho malestar y descontento por parte de unos y de otros. Los caballos se quejan del olor a cuajada que despiden las ubres de sus compañeras, un olor insoportable que les hace tener los belfos abotagados, y las vacas no paran de protestar por los relinchos continuos y el piafar sin sentido, especialmente de los potros, pero, temo, van a pasar juntos mucho tiempo pues oí al granjero hablar de dificultades económicas para levantar unas caballerizas nuevas.

Lo último en limpiar son nuestras pocilgas. Nosotros somos sucios por obligación. Nos gustaría un estanque donde retozar a nuestras anchas y hozar en sus riberas en busca de raíces y bulbos, pero estamos encerrados en un cuchitril de cuatro por cuatro donde, por necesidad, esparcimos los excrementos y nos vemos obligados a revolcarnos en ellos.

Lo de los patos es distinto. Apenas los atienden. Viven independientes. Están al otro lado de la empalizada, sueltos, crían en el cañizal, chapotean en el arroyo cuando baja agua de la torrentera y alborotan allá lejos con sus cuá, cuá gangosos. Sólo de tarde en tarde vienen a este lado, cuando aparece un camión lleno de jaulas y unos hombres empiezan a decir “este sí, este no”. Entonces a unos los meten en las jaulas y a otros los devuelven a su sitio.

Cuando está terminando de esparcir la paja limpia por
la cochiquera suele aparecer la granjera llenando de alegría la mañana con sus canturreos. Es una mujer frescachona, muy activa. Ella se encarga de darnos de comer, en el mismo orden de la limpieza. Primero las gallinas.

- Pitas, pitas, pitas, pitas…-, y acuden cacareando, a la llamada, el medio centenar de ponedoras a más del chulo del gallo. A veces, mientras esparce el grano, el granjero se le acerca por detrás y le da un azote en el culo a lo que ella aparenta molestarse mucho y le persigue por el gallinero como cuando el gallo persigue a las gallinas, pero al revés.

Luego les pone el forraje a los caballos y a las vacas y, por último, nos toca a nosotros. A mí desde el pasado mes me echan de comer en gamella aparte un salvado espeso, muy nutritivo. Noto cómo aumento de peso y eso les hace muy felices a mis amos. Tanto les agrada mi abundosa grasa que hasta me dejan corretear libremente por fuera de la pocilga para lucimiento ante los demás animales.

Ayer tarde estaba vagando y hozaba en busca de un bulbo que me había dado el tufo cuando acerté a oír risas, palabras entrecortadas y frufrú de ropas. Como sin prestar atención, me acerqué a la bulla y divisé a mis amos entregados a juegos de picardía en los que él llevaba la voz cantante y ella se dejaba hacer. Estaban en lo alto del montón de paja, en el que desaparecían a ratos y después volvían a aparecer, cada vez con más alboroto y la cara congestionada por las risas y la agitación. Una vez desaparecieron largo rato y pensé que se habían ido por lo que me dediqué a saborear una riquísima raíz de rabanillo que había desenterrado y ya me había olvidado de ellos cuando se agitó la pajera y apareció el granjero bufando como el toro cuando vuelve de montar a las vacas. Hurgó luego hundiendo los brazos hasta los hombros para sacar a la rubicunda ama que salió recomponiéndose la ropa con mucho azoramiento y presteza.

Quedaron ambos tendidos en la montonera quitándose las pajuelas del cabello y de la ropa con mucho amor, mientras hablaban de cosas que entendí referidas a mí.

- Hacemos buen negocio.

- Y más no ha de engordar.

Es entonces cuando se lo oí decir al amo: ¡Doce arrobas largas de magro!

- Con el tocino justo-, añadió la granjera.

- Lo prepararé esta noche.

- Mejor, porque mañana vendrá el camión con el alba.

De una parte me sentí enormemente triste por tener que abandonar el lugar donde he pasado meses tan felices, aunque, pensé, tampoco era tan malo salir de allí, ver otras granjas, trabar amistad con nuevos puercos, conocer gallineros con menos altanería, patos torpones sin su eterno cuá, cuá  y caballos y vacas que convivan en paz.

Al final mis pensamientos y su charla quedaron interrumpidos por un trueno avisando de la tormenta. Los granjeros se dejaron caer de lo alto y corrieron a azuzarnos para que nos recogiésemos. En el brumoso horizonte, el cielo se había preparado para llorar su diluvio y, en el cañizal, los tallos hacían guiños a la tormenta, avivados por el viento entre el revoloteo de los patos.

A la noche me separaron de mis compañeros para
ponerme cama de paja limpia en un cuartucho que había sido troje, a juzgar por las trazas, donde me aviaron la gamella con abundante salvado y patatas cocidas. Un sibarita no habría podido esperar más.

Hoy ha amanecido la mañana gris ceniza bajo un cielo que sigue amenazando lluvia. Eso me ha abatido mucho el ánimo. Muy pronto he oído ruido de motores, agitación en la casa y a los granjeros dar indicaciones de donde me tenían guardado. Entonces han venido a buscarme para subirme a un camión sucio y maloliente, sembrado el suelo de estiércol y orines.

He caído junto a una cerdita de ojos pequeños, vientre bamboleante y hociquillo gruñón. Apenas hemos podido intercambiar cuatro ideas a matacaballo, porque enseguida hemos llegado a un edificio de puertas muy grandes donde nos han hecho salir.

Ahora estamos avanzando por un largo pasillo embaldosado de blanco. Las pezuñas se nos resbalan en el suelo y tropezamos unos contra otros. La cerdita rezongona ha estado a punto de caer dos veces sobre mí. Creo que estamos nerviosos, trémulos y, al menos a mí, me atenaza el pecho una sensación de desasosiego.

De la puerta que se abre al fondo del pasillo, hacia la que nos dirigimos, llega un olor a limpieza y humedades…